Nadie debiera ser pobre, sino rico, aunque corra el peligro de deshumanizarse. El rico no es peor que el pobre, pero la riqueza suele impedir la compasión, porque la riqueza crea una voracidad insaciable que endurece el corazón, culpando al pobre de mala organización o de vagancia. Hay miedo a que falte y llegue la inseguridad. Era el gran peligro del que santa Luisa de Marillac ponía en guardia a san Vicente de Paúl: “Otra cosa que llevaría a la Compañía a su ruina total es que las Hermanas, por olvido de lo que son y por una larga costumbre de estar entre las Señoras, manejando el dinero de las limosnas, viviendo holgadamente y sin pensar en ganar para vivir, se formaran complacencias vanas y deseo de tener más y, olvidando las obligaciones de su vocación, pensaran establecerse independientes en algunos lugares; lo cual podría acarrear lo peor, que sería tener el pensamiento de atesorar dinero para tan desafortunados propósitos. Y si todo esto contagiara a muchas de la Compañía, sería de temer que la bondad de Dios se irritara y permitiese su ruina total”[1]. Y aquellas señoras que tanto dinero habían dado para los pobres, cuando llegó la revuelta de la Fronda, disminuyeron sus aportaciones.
Jesús no era pobre; pertenecía a una familia de clase media, los artesanos, pero abandonó el hogar y comenzó una vida itinerante para anunciar el Reino de Dios. No adoptó la vida de los más pobres, pero su compromiso por ellos le llevó a ser marginado. La persecución es lo que le espera al que defiende a los pobres. El concepto de “clase media” empieza a desarrollarse después de la Segunda Guerra Mundial para clasificar “al grupo social con un nivel de renta que le da una seguridad respecto al futuro, con necesidades cubiertas y una capacidad de gasto y de ahorro que le permite irse de vacaciones con toda la familia al menos una vez al año”, explica Pedro Aznar, profesor de Economía de ESADE. Tampoco san Vicente era pobre, pertenecía a una familia de funcionarios y campesinos fuertes, y abandonó el hogar buscando prosperar él y su familia, pero tan sólo encontró la felicidad cuando se preocupó de dársela a los pobres. Santa Luisa a quien tanto horror le causaba la inseguridad futura de su hijo, hasta pretender hacerle sacerdote a la fuerza, descubrirá que este hijo adquiere la seguridad económica después de entregarse ella a los pobres. También el grupo de siete amigos con el beato Federico Ozanam, fundadores de la SSVP, pertenecían a la clase media.
Sin embargo Jesús dice que él está presente en los pobres, según aquello de que me disteis de comer, de beber, me visitasteis, me acogisteis y el que acoge a uno de estos pequeños, a mi me acoge. Como la Sagrada Escritura y la Tradición, los pobres son un lugar teológico donde Dios revela su presencia. Acoger al pobre para hacerlo rico es la carta de identidad de un vicentino, y para santa Luisa ser Hija de la Caridad supone ser una cristiana comprometida en alcanzar la santidad y la salvación de los pobres[2].
Que Jesús se identifique con los pobres quiere decir que él sale en su defensa, que asume su desgracia como propia y hace suya su lucha. La primera bienaventuranza expresa que el Reino de Dios es una buena noticia para los pobres, pues en cuanto el Reino de Dios se va extendiendo, desaparece la pobreza. El juicio a la humanidad consistirá en una confrontación de todo lo que se ha compartido con ellos. A Jesús le ofende que exista la pobreza y que los pobres no tengan cubierto en el banquete de la vida.
El Papa Francisco ha afirmado este martes (18 de agosto de 2020) que la riqueza puede llevar a “construir muros» al tiempo que ha incidido en que “Jesús invita a sus discípulos a transformar bienes y riquezas en relaciones, porque las personas valen más que las cosas y cuentan más que las riquezas que poseen”.
En los pobres también existe egoísmo. San Vicente afirmaba que “no hemos de considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior ni según la impresión de su espíritu, pues con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ellos los que representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre… ¡Qué hermoso sería ver a los pobres, considerándolos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo! Pero, si los miramos con los sentimientos de la carne y del espíritu mundano, nos parecerán despreciables” (XI, 725). No es fácil fijar el umbral de la pobreza, porque hay pobres a los que todos atienden y se sienten ricos y hay pobres a quienes nadie atiende y se sienten excluidos. Pero sí sabemos quiénes son los más pobres. Los citaba Sor Évelyne, que fue Superiora General de las Hijas de la Caridad: Los hambrientos, parados, enfermos crónicos, las víctimas del sida y de adicciones diversas, los marginados, los presos, los sin techo, los niños de la calle, los jóvenes desorientados y las mujeres humilladas; los inmigrantes forzados y sin papeles, los sin derecho a nada. Hoy también nombraría a los contagiados del coronavirus.
Hay que tomar conciencia de que tal como vivimos no somos pobres. Pertenecer a una institución vicenciana quiere decir que hemos optado por la pobreza, pero no significa que la vivamos. Acercarse a los pobres es fácil para las Hijas de la Caridad. Lo han mamado desde el Seminario y lo leen en los escritos de los fundadores, como la carta que san Vicente escribió a Sor Margarita Chétif: “Espero que al portarse como verdaderas hijas de la Caridad, como lo han hecho hasta el presente, imiten a Nuestro Señor a bendecir y multiplicar la obra de sus manos para el alivio y la salvación de sus pobres miembros, que son nuestros amos” (VIII, 296). Y santa Luisa le dice a una superiora cisterciense que quiere atraer a su convento como lega a una Hija de la Caridad que eso es privar “de socorro a los pobres abandonados, sumidos en toda suerte de necesidades que sólo son atendidos por los servicios de estas buenas jóvenes que, desprendiéndose de todo interés, se dan a Dios para el servicio espiritual y temporal de esas pobres criaturas a las que su bondad quiere considerar como miembros suyos” (c. 14)
Necesitamos acercarnos a los pobres de nuestro entorno y hacerlos ricos, inmunes a los peligros de la riqueza. Para hacerlos ricos debemos acercarnos a ellos vivir como la gente humilde que anda justa y no puede salirse del presupuesto. Tampoco nosotros, si hacemos un presupuesto que sintonice con los pobres en comida, vestido y vivienda. Porque somos ricos en la medida en que nos guardamos para nosotros más de lo que necesitamos (PP n. 23), y son muchas las cosas no necesarias que poseemos y nos resistimos a compartir. Tenemos que compartir con ellos nuestro trabajo, nuestro dinero, nuestras cosas, y también las inseguridades, aunque la seguridad de tener un trabajo nunca la compartiremos. Para hacer ricos a los pobres hay que lograr que los bienes de todos estén al servicio de los pobres. Las circunstancias sociales dificultan hacer ricos a los pobres, pero hay que intentarlo para mejor anunciarles el evangelio.
P. Benito Martínez, CM
Notas:
[1] E. 81. Idea repetida casi de manera idéntica en otro documento dirigido también a san Vicente (E 101).
[2]c. 224, 257, 316, 677, 712.
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