Desde un punto de vista vicenciano: El poder del amor

por | Ago 22, 2020 | Formación, Patrick J. Griffin, Reflexiones | 0 comentarios

El relato del Evangelio del pasado domingo, 16 de agosto, tiene algunos elementos notables. El diálogo entre Jesús y la mujer no se parece a nada en el Nuevo Testamento. Escuchen de nuevo:

En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.
Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada.
Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando».
Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel».
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: «Señor, socórreme».
Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».
Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».
Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
En aquel momento quedó curada su hija.

De todos los relatos evangélicos, ésta es la que más dificultades causa a algunas personas. ¿Parece el dulce Jesús poco comprensivo y desdeñoso de la necesidad y la súplica de esta madre?  En el mejor de los casos, podríamos decir que la pone a prueba. Esa actitud del Señor merece consideración, pero en esta reflexión, permítanme concentrarme en la mujer que busca su atención.

Reconocemos que esta mujer suplicante tiene ciertas desventajas inmediatas. En primer lugar, es una mujer, en una época en la que se destacaban los hombres, una sociedad patriarcal; en segundo lugar, es una gentil, una no judía. Sin embargo, esta mujer gentil se presenta ante el Señor para suplicar la curación de su hija, no para ella misma. El amor la impulsa, no la necesidad personal. Los discípulos se sienten justificados al intentar apartarla. Ella no está perturbada.

Se humilla ante el Señor para presentar su súplica. Responde a su aparente rechazo con humildad y sabiduría. Jesús le dice: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».  Ella responde que incluso los perros tienen derecho a las sobras. ¿Hay alguien más en los Evangelios que coincida con Jesús en ese diálogo? Jesús escucha sus palabras y cambia su decisión. Ella consigue la curación que buscaba para su hija. Se ha acercado al Señor por las necesidades de esta niña que ama, y no será negada. Y no se le niega.

En nuestro carisma, el llevar las necesidades de los otros a Jesús ocupa un lugar central. Cuando nos acercamos al Señor de rodillas, nuestras palabras deben incluir a los pobres. Las necesidades de aquellos a los que servimos y a los que atendemos pueden/deben ocupar un lugar destacado. Los escuchamos, buscamos responder de la mejor manera posible, y luego llevamos sus necesidades al Señor en la oración.

Me encanta la forma en que Vicente se amonesta a sí mismo y a nosotros sobre la responsabilidad de recordar a los necesitados entre nosotros:

«Miserable, ¿te has ganado el pan que vas a comer, ese pan que te viene del trabajo de los pobres? Al menos, si no lo ganamos como ellos, recemos por sus nece­sidades. […] Nosotros somos el Moisés que levanta continuamente las manos al cielo por ellos» (SVP ES XI, 120-121)

Este relato del Evangelio enfatiza el poder del amor. En las Escrituras, los pasajes que hablan del amor de Dios son numerosos, así como los que celebran el amor humano. Cómo uno se gana el Reino de Dios recibe la confirmación en la doble directiva: amar a Dios y amarse el uno al otro. Cuando contemos la historia de nuestras vidas en presencia de la Divinidad, escuchará lo bien que prestamos atención a este catecismo simplificado. Junto a nuestro amor por él, estarán nuestras historias de cómo apreciamos a sus amados hijos, cómo los servimos y cómo rezamos por ellos.  De manera particular, llevamos a nuestros hermanos y hermanas marginados al Señor.

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