Las Hijas de la Caridad desarrollan su vida en la Compañía, desde ella sirven a los pobres y en ella se consagran a Dios; consagración que transforma su existencia. Al entrar en la Compañía se le asigna una comunidad, formando un grupo de amigas que se quieren, y sus vidas quedarán íntimamente entrelazadas en solidaridad humana y vocacional para vencer esta epidemia que puede contagiar también a cualquier Hermana dentro de la comunidad. La Comunidad, además de ser una aeronave que las transporte a las periferias del coronavirus, cuidará a las Hermanas contagiadas.
Una de las llamadas de atención y su respuesta en la Asamblea General de las Hijas de la Caridad de 2009 animaba a “ahondar en nuestra pertenencia a la Compañía y hacernos responsables de la ‘Compañía del futuro’ (cf. C. 59)”. Las Constituciones animan a las pastoral vocacional y exigen, para seguir perteneciendo a la Compañía, “hacer los votos y renovarlos a su debido tiempo” (C. 5a, 40c). Esa es la fría pertenencia jurídica, pero en otro número la completa con la pertenencia mística del amor, de la entrega sacrificial a sus compañeras (C. 28d).
En los orígenes de la Compañía tres o cuatro jóvenes se reunieron en casa de la señorita Le Gras que se encargará de formarlas para servir a los pobres corporal y espiritualmente. El fruto del trabajo lo ponían en común y vivían célibes. Al de unos meses el número de jóvenes aumentó. Aunque entre ellas podían saltar sentimientos humanos y pequeños choques, todas soñaban con el ideal de entregarse a Jesucristo y servirle en los pobres. Y todas ellas sentían que formaban parte de un grupo peculiar de mujeres que formaban un cuerpo y se pertenecían unas a otras. Es la pertenencia que adquiere una joven cuando ingresa en el Seminario y se siente aceptada y valorada por las Hermanas como un miembro más. La metáfora paulina de la Iglesia como «Cuerpo de Cristo», es urgente que la vivan las Hermanas, pues todas están amenazadas por los contagios. Durante esta epidemia todas las Hermanas, sanas y enfermas, sienten que forman un mismo cuerpo y todas se solidarizan para vencer el virus y cuidar a las enfermas.
Cuando una mujer decide ser Hija de la Caridad, el Espíritu Santo asume su decisión, y en la Renovación baja sobre ella, como lo hizo sobre María, y asume su entrega como afirmación de su vocación, le da las gracias necesarias para permanecer y actúa en ella para que viva según el espíritu vicenciano. Ella debe responder a esta acción divina día a día y formar parte de un todo con sus compañeras, a pesar de que pueda contagiarse, y si no responde, estalla y se hace añicos la comunidad.
La renovación viene a ser un nacimiento continuo de la Compañía, que cada año renace por la renovación de la entrega. Las Hermanas sienten que no sólo pueden servir a los pobres con mayor eficacia, sino que viven contentas de tener amigas, no vivir en soledad y experimentar que una comunidad las ampara, aunque se contagien en el servicio o permaneciendo en comunidad; sienten que son apreciadas por las compañeras, viviendo la amistad en una historia común y formando una comunidad solidaria. La pertenencia, de acuerdo con san Vicente y santa Luisa, es sentir como propio el bien de todas, es soportar como suyos las enfermedades de la otras y atenderse en estos momentos difíciles de pandemia. No basta vivir unidas, hay que comprometerse a realizar los sueños con otras mujeres que han decidido permanecer en la Compañía, pertenecer unas a otras y ayudarse mutuamente en la salud y en la enfermedad con igualdad y diversidad (SV. VII, 389; IX, 33s, 326, 576; SL. c. 236, 512, 547, 636, 689, 702). “¡Qué ventaja estar en una comunidad, puesto que cada miembro participa del bien que hace todo el cuerpo!”, les dijo un día san Vicente (IX, 21).
La comunidad satisface las necesidades de las Hermanas y quiere que gocen de los bienes materiales, aunque su felicidad no se reduzca exclusivamente a gozar de los bienes materiales, pues violentaría el sentido de pertenencia a una comunidad fundada por Dios para ser felices haciendo felices a los pobres y a las compañeras (IX, 541). Ninguna puede considerarse superior a las demás, entre ellas debe haber franqueza sin doblez, amándose y reconociendo que todas son diferentes. Esta epidemia les dice que todas son corresponsables y saben que cada una da y recibe, aunque caiga contagiada.
La lucha contra el coronavirus les asegura que en comunidad pueden satisfacer las cinco necesidades vitales de las que habla el filósofo Erich Fromm: sentirse querida si cae enferma, sentirse útil y valorada, ayudando a las contagiadas, sentirse segura en la vida emprendida de combatir la epidemia, lograr la identidad de ser ella y encontrar sentido a la vocación de servir a Cristo que está en los contagiados. De lo contrario, vive con un sentimiento apagado de pertenencia a la Compañía, sin interés por lo que es comunitario y vicenciano, disminuye el amor a las compañeras y traiciona el amor a las compañeras que asumió cuando entró en la Compañía y renueva el día de la Encarnación, desapareciendo el elemento vivencial que le producía la seguridad de que, sana o enferma, formaba un solo cuerpo con las compañeras.
Aunque los fundadores hablen de seguir a Jesús y de imitarle, preferían la expresión “vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo”. Imitar es tener el modelo fuera, seguir es tenerlo a su lado, revestirse es asumir sus sentimientos y virtudes. Imitar y seguir es ser como Cristo, revestirse es incorporarse a la Humanidad de Cristo y es lo que se les pide a las Hijas de la Caridad: enraizarse en Jesucristo, manantial y modelo de caridad, siguiendo a san Pablo que aconseja a los colosenses: “Vivid, según Cristo Jesús, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él” (2, 6s).
Aunque una joven pertenece a la Compañía desde el momento de entrar en el Seminario y se afianza por la Renovación, la pertenencia no se vive de una vez por todas, se vive día a día. Esto supone que la comunidad está formada por mujeres consagradas, cierto, pero mujeres, que “tienen por monasterio las casas de los enfermos y por claustro las calles de la ciudad” y pueden crear tensiones en los momentos difíciles, como es una epidemia. Tensión entre cada Hermana y la comunidad, entre la creatividad de la persona y la tentación a no cambiar estructuras y observancias que han podido quedar anticuadas, cuando viene una epidemia. A este propósito recordaba Sor Juana Elizondo en la circular del 2 de febrero de 1999: «amar a la Compañía es aceptarla con todo lo positivo que hay en ella y sin asustarnos ni desencantarnos de lo negativo. No conviene idealizarla tanto que perdamos de vista que está constituida por seres humanos y nos escandalicemos de sus fallos». Tengámolo en cuenta durante la pandemia del coronavirus.
P. Benito Martínez, CM
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