Al recibir las Hijas de las Caridad el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia de 2005 en España, la Superiora General, sor Évelyne Franc, aseguró que «nuestra sociedad anhela vivamente un mundo sin fronteras, un mundo donde no existan barreras entre los que tienen y pueden y los que están desprovistos de todo. Cada vez más nuestros contemporáneos, especialmente los jóvenes, sienten la urgencia de edificar un mundo nuevo, más solidario, fruto de la globalización del amor. Un mundo nuevo, una familia de pueblos que comparten equitativamente los bienes de la tierra. Un mundo que en el fondo, casi sin saberlo, tiene necesidad de fe y esperanza, tiene hambre de Dios». Hacer ese mundo nuevo fue determinante para san Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico Ozanam, y a los vicencianos se les presenta el compromiso de hacer un mundo nuevo a pesar de esta epidemia del coronavirus.
Aunque no en todo, el siglo de Ozanam se parece más al nuestro que al siglo XVII. En la sociedad del siglo XVII, Dios aparecía en todo, y todos, pobres y ricos, creían en él, mientras que en la sociedad moderna Dios ha desaparecido de las instituciones, de la calle, de las familias y hasta de los pobres. En aquel siglo se bendecían las casas, y todos los oficios tenían su santo patrón; el domingo era respetado como descanso sagrado; los tiempos fuertes de Semana Santa, Pascua y Navidad eran cristianos, mientras que ahora casas, oficios, descanso semanal y tiempos litúrgicos están secularizados, con una sacralización supersticiosa de amuletos, horóscopos o culto a la música y a los deportes, llegando a idolatría lo que muchos fans dedican a sus ídolos televisivos.
Aunque en la primera mitad del siglo XIX ya comenzaba a cambiar la sociedad, se puede decir que es en este siglo cuando los cambios aparecen de prisa, sin tiempo para examinarlos; cambios que afectan al modo de llevar su vida espiritual los vicencianos y otros grupos de creyentes que se sienten asqueados de una sociedad materializada. Olegario González de Cardedal escribía en el periódico español «El País» (8/7/2003): «Ha sido grande la sorpresa de una cierta intelectualidad europea al comprobar de pronto que son las generaciones jóvenes más lúcidas, minorías generosas y pensadores cualificados los que hoy y aquí se identifican religiosamente».
En otros tiempos sentían que, al igual que Dios habló al pueblo hebreo en la antigüedad, también les hablaba a ellos y escuchaban a Dios en los sucesos de la vida. Dios castigaba con calamidades o premiaba con buenas cosechas. Hoy todos nos apoyamos en los científicos, y es lo correcto, pero sin olvidar acudir a Dios para que ilumine sus mentes y encuentren la vacuna acertada contra esta epidemia. Dios nos está hablando a través del coronavirus.
Dios habla hoy como hablaba en la Historia Sagrada de hace siglos. Entonces, como hoy, no hablaba directamente a los hebreos, lo hacía a través de profetas que interpretaban los sucesos de la vida como lenguaje de Dios. La única vez que habló directamente fue a través de su Hijo. Su Palabra permanece viva en el Evangelio y a él hay que acudir para interpretarla a la luz con que el Espíritu Santo aclara el lenguaje divino.
Como en el Antiguo Testamento, a lo largo de la Historia ha habido hombres que escucharon lo que el Espíritu Santo hablaba en los acontecimientos sociales, lo interpretaron y se lo proclamaron al mundo. Y los hombres del siglo XVII y después los del siglo XIX descubrieron que el sacerdote Vicente de Paúl, la señorita Le Gras, Federico Ozanam y los hombres y mujeres que los acompañaban, oían y traducían lo que les decía el Espíritu sobre los pobres en los sucesos de la vida. También hoy la gente nos pide que les interpretemos lo que Dios quiere decirnos a través de esta epidemia que está destrozando a muchas familias. ¿Qué les decimos?
Si desconocemos el idioma de Dios, no podemos interpretar lo que nos está diciendo por el coronavirus. El Espíritu habla un lenguaje distinto al nuestro y hay que traducirlo. Esta pandemia es una señal de circulación para los conductores de la vida cristiana y sólo saben interpretarlas quienes las han estudiado. Los Fundadores nos entregaron un código que nos capacita para interpretar la voz de Dios en la pandemia del coronavirus: las necesidades de los pobres.
San Vicente, santa Luisa, el beato Federico y sus compañeros nos enseñan que todos los acontecimientos son lenguaje de la voluntad de Dios y son lenguaje privilegiado cuando conciernen a los pobres. La primera norma para hacer una lectura correcta del coronavirus es admitir que Dios no lo envía, que ha sido causado por la naturaleza o por la libertad de los hombres, a quienes Dios les ha entregado la marcha del mundo. Lo que el Espíritu Santo nos pide en este momento es poner esperanza en la tierra. No vale acusar a otros y creer que Dios nos pide que fustiguemos a los culpables, con el peligro, como ya nos advirtió el papa Juan XXIII, de convertimos en «profetas de calamidades».
El vicenciano aclara, a la luz de las necesidades de los pobres, lo que Dios quiere decirnos en esta epidemia, siempre con un horizonte de esperanza, porque su intención no es «apagar la mecha que humea». Los vicentinos la interpretan poniendo esperanza en las personas desatendidas, porque, si los pobres son los «miembros dolientes de Jesucristo», este nos pide que se los cuidemos.
La crítica negativa es fácil, lo difícil es infundir esperanza en los remedios. Sería doloroso que un Vicenciano malgastase las energías en una labor negativa sin hacer nada contra esta pandemia. Porque toda la Familia Vicenciana debe tener presente la Regla de Oro que le dieron los fundadores: Dios nunca abandona a los pobres.
P. Benito Martínez, CM
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