Pier Giorgio nació el 6 de abril de 1901 en Pollone, al pie de los Alpes, en el seno de una familia acomodada. Su padre Alfredo había comprado en 1895 «La Gaceta Piamontesa» y fue fundador y director del diario «La Stampa». Fue senador en 1913 y embajador italiano en Berlín en 1920.
Sus padres no eran de fe profunda. El diario liberal de don Alfredo no se llevaba bien con las sotanas. La madre tenía una fe superficial, atenta más a las formas y obligaciones externas. Y, sin embargo, en ese terreno árido, Pier Giorgio se transforma en un campeón del Evangelio.
Así lo testimonia uno de sus amigos: «He tenido la sensación de que Pier Giorgio estaba ausente de su familia, de sus amigos poderosos y que se había creado una familia entre los pobres y desventurados».
Cuando se trataba de ayudar a los pobres o a quienes sufrían, se movía diligentemente a fin de conseguir ayuda o consolar con sus palabras y su presencia. Por eso se unió a la Sociedad de San Vicente de Paúl, con el fin de visitar semanalmente los barrios más carenciados de Turín y socorrer al prójimo en sus necesidades.
A la hora de elegir una carrera, decide ser ingeniero en minería para estar cerca de la gente frecuentemente explotada. Inclusive pensó en ir a trabajar a Bolivia. Uno de los amigos más cercanos recuerda las épocas de la universidad asegurando que sus estudios, lejos de disminuir el impulso de su acción católica, la hicieron más viva: él aprovechó la ocasión que estos le daban para ejercitar un apostolado real entre los universitarios. Y fue recompensado por eso. Si los estudios desarrollaron en él al apóstol, el apóstol suscitó en él el deseo de una formación seria y la tenaz voluntad de consagrar sus estudios, no obstante miles de dificultades.
El 6 de abril de 1925 cumple 24 años. El importante regalo de su padre, una importante cantidad en dinero, lo entregó a los vicentinos. Estaba preparando los últimos exámenes y se fue unos días de retiro.
A finales de junio comenzó a tener vómitos y fiebre. En casa, su abuela estaba gravemente enferma y nadie cayó en la cuenta de la salud quebrantada de Pier. Más de una noche la pasó retorciéndose sentado en una mesa de billar para calmar los dolores. «Parece imposible, cuando más te necesitamos en casa, nunca estás», le dijo la madre, sin conocer sus sufrimientos. Cuando Pier fue a buscar un sacerdote para su abuela, se cayó tres veces por el camino. El 29 de junio tuvo un ataque fulminante de poliomielitis.
Sin que nadie se diera cuenta murió mientras sus vicentinos visitaban los barrios turinenses. Una empleada de la casa, Ester, escribió ese 4 de julio en el almanaque de la cocina: «19 horas, una pérdida irreparable. ¡Pobre san Pier Giorgio! Era santo y Dios lo quiso para Él».
El 20 de mayo de 1990 el papa Juan Pablo II lo beatificó. Ester no se había equivocado.
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