Por amarnos tanto, Jesús da su vida por nosotros, pecadores. Nadie tiene, pues, mayor amor que el que es la prueba más excelente de que ser Dios es ser amor.
De noche viene Nicodemo a Jesús. «Noche» puede indicar que él busca claridad. ¿Acaso lucha con lo de ser o no ser? ¿De salvarse y realizarse?, el interrogante que está al fondo de todos los interrogantes.
Tal vez le falte comprensión por ser de los fariseos. Es que no saben ellos y confunden también su pensar, ver y oír con los de Dios (Jn 8, 15. 19. 23. 43-44).
A ver si les encantan, como a los saduceos, las cuestiones disputadas, y las enredadoras, divertidas pero vanas. Entre ellas: «¿Cuál es el mandamiento principal?». «En la resurrección, ¿de cuál de los hermanos va a ser la mujer?». Al estilo, sí, de «¿Cuantos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?»
Los escribas y los fariseos son rigoristas en cuanto a la ley, pero omiten lo más esencial. La justicia, la misericordia, la lealtad, el amor, lo propio de Dios precisamente.
Dios no puede ser sino Trinidad.
Jesús, en cambio, revela que Dios es amor. Por amar tanto al mundo, entrega a su Hijo, no para juzgar al mundo, sino para salvarlo.
Al que da a conocer, pues, Dios Unigénito, que eternamente está en el seno del Padre, no es un déspota. Ni es dios justiciero, que no se compadece ni de los pequeños y los débiles, sino que siempre castiga severamente al delincuente.
Pero el poder del Dios de Jesús es para amar entrañablemente, para buscar el bien del otro. Y es amor. Es por eso que es Trinidad. No creer en Dios trino es hacerle a nuestra semejanza, un ídolo que se teme, y con que se juega en la oración interesada.
Y hemos de conocer, sí, este misterio para ser salvados (SV.ES XI:104). Pero conocer, no tanto con la cabeza cuanto con el corazón (SV.ES XI:51).
No nos dan incluso Jesús y sus discípulos una doctrina sobre la Trinidad. Pero, sí, tiene él conciencia aguda de que es Hijo querido del Padre que lo unge con su Espíritu.
Y los discípulos, a su vez, viven con fe en Jesús. Es que ven en él al Hacedor del mundo y de todo lo que hay en él. Además, sienten la presencia, de cerca, del ya subido al cielo. Pues derrama Dios su amor en sus corazones por medio del Espíritu Santo (Rom 5, 5). Creen, pues, que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo están con ellos.
Esa experiencia debe ser nuestra también. No tenerla es correr el riesgo de ser como los tiranos.
Señor Jesús, concédenos a los que comemos tu cuerpo y bebemos tu sangre ser amor. Así conoceremos al Dios Amor que nos apremie a servir y dar la vida por nuestros hermanos y hermanas (Mc 10, 1 Jn 3, 16-17).
7 Junio 2020
Santísima Trinidad (A)
Éx 34, 4b-6. 8-9; 2 Cor 13, 11-13; Jn 3, 16-18
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