Cuando Isaías visualiza lo que le llega a una persona que alimenta a los hambrientos y ayuda a levantar las cargas de las espaldas de la gente, lo describe con la imagen de la luz. «Si satisfaces al afligido», promete, «entonces la luz brillará sobre ti en las tinieblas, brotará como el amanecer, y hará que las tinieblas que te rodean sean tan brillantes como el mediodía» (Is 58,5-10)
Me llama la atención lo mucho que su profecía se entrelaza con la vida de santa Luisa de Marillac. Y esto no es sólo por esa intensa conciencia espiritual que le llegó un domingo de Pentecostés, un evento al que ella llamó «Lumiere» (La Luz). Es porque a lo largo de su vida, más aún en su primera parte, experimentó momentos de oscuridad: la soledad de su educación, su marido enfermo y su hijo con problemas de aprendizaje, dudas sobre la vida después de la muerte, períodos de depresión y ansiedad. Sin embargo, mientras caminaba por esos sombríos pasillos, llegó a descubrir allí mismo, en la oscuridad, una luz parpadeante que la mantenía en curso. Era un resplandor que llegó a brillar sobre su creativa y constante atención a los oprimidos. Y era una luz que, aunque a veces apenas era visible, sabía que estaba ahí.
Esto no quiere decir que su vida fuera una lucha continua con la oscuridad, sino que a través de sus altibajos, sus nebulosas y agudas sombras, da repetidos testimonios de esta luz interior, esta presencia del Señor en su interior.
Uno de sus biógrafos cita el descubrimiento de un trozo de papel arrugado y amarillento encontrado en las pertenencias de Luisa poco después de su muerte. En él estaba escrita la palabra «Lumiere», y parece que la mantuvo cerca de sí, como una piedra de toque sagrada durante muchas décadas.
Joyce Rupp es una escritora que a menudo trata de este tema. En uno de sus libros, Little Pieces of Light [Pequeños pedazos de luz] (pág. 30), ofrece esta representación: «El poder de la Luz Radiante dentro de nosotros nos insta a permanecer en la lucha, a esperar en la oscuridad, a creer en el valor de la etapa de la tumba de nuestro viaje, y a confiar en que nuestro propio tiempo de rebrote vendrá de nuevo». Esta es su interpretación lírica de esa iluminación interior, de ser fortalecida y guiada por este escurridizo y oculto resplandor.
¿No encajan esas palabras en la experiencia de Luisa? La brillante chispa interior que la empuja a seguir caminando, no sólo a través de la oscuridad, sino por las calles más transitadas de toda esa devoción práctica a los pobres de Dios.
Diez años después de ese «Luniere» en Pentecostés, Luisa acoge en su casa a seis chicas del pueblo, jóvenes que también han captado el resplandor de esa luz que brilla en su interior y que las lleva a servir a los más pobres de los pobres. El resto es historia, la historia de las miles de mujeres que como Hijas y Damas de la Caridad sintieron esa luz y permitieron que las guiara por ese mismo camino.
Que todos los que seguimos los pasos de Luisa podamos ver de nuevo ese «pedacito de luz» y dejemos que nos guíe por su camino.
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