Miq 7, 14-15. 18-20; Sal 102; Lc 15, 1-3. 11-32.
“Mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida”
La parábola del “Padre misericordioso” es el mejor de los argumentos para anunciar a Dios.
El hijo perdido todo lo ha hecho mal, mató a su padre en vida al pedirle lo que según él le correspondía, malgastó la herencia, pisoteó su dignidad de hijo. Movido solo por el hambre emprendió la vuelta a casa con un plan para poder quedarse, aunque fuera como empleado.
Sólo un padre loco de amor puede actuar como este padre de la parábola, cada gesto restituye las ofensas del hijo: besar, abrazar, vestir, hacer fiesta. Así es Dios, dice Jesús. Entonces, ¿por qué seguimos empeñados en presentar a Dios como un juez implacable, como un policía castigador?
Si cada vez que pensamos en nuestra vida, con todas sus imperfecciones, imaginamos a ese padre en la lejanía con el corazón latiendo acelerado y los ojos llenos de lágrimas porque nos espera con un abrazo y un beso, estoy seguro de que podríamos alegrarnos porque nada nos ha alejado de su mano.
Qué extraña sería esa escena para quien la viera, ahí va el hijo cargado de culpas a encontrarse con su padre, seguro le irá mal… ¡Qué Dios tan extraño ése que recibe con un beso y un abrazo! No hay Dios tan grande como nuestro Dios.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Diác. Félix Armando González M. C.M.
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