En el siglo XXI parece incomprensible la pandemia del coronavirus. En todo el mundo rezan a Dios, pero humanamente todo sigue igual. ¿Qué Padre es ese Dios que no hace caso de las oraciones de sus fieles? O no es Padre o no es todopoderoso. Sin embargo, Jesús no se cansó de repetir que Dios es un Padre de bondad y nos aconseja que recemos el Padrenuestro con la petición “líbranos de todo mal” y parece que no nos escucha. En todo el mundo rezamos para que solucione la pandemia, y aparentemente, no hace caso. Escandaliza que Dios no venga en ayuda del inocente cristiano que, está enfermo o rodeado de enfermos y pide que libre de ese mal. No le pide que suprima los males del mundo en general, sino que le libre a él o a su familia o a los vecinos de la epidemia. ¿Hay compasión, hay amor de Padre ante el dolor de esos hijos suyos? Sí hay compasión, pero no puede evitarlo, porque todo lo creado es imperfecto, es decir, encierra males. Y Dios no puede cambiar las leyes de la creación para que no haya males. Gracias a que las leyes físicas son fijas, hay progreso en la sociedad, aunque también epidemias. Dios Padre “no puede evitarlo”, pues, en cuanto creador, sostiene las leyes que rigen la creación y sostenerlas y anularlas encierra un contrasentido. Es consecuente y ya “no podrá interrumpir la dinámica que ha introducido en la creación ni interferir en los procesos que en ella ha desencadenado, so pena de abdicar de su condición de creador” (Luis Mª ARMENDÁRIZ).
Ciertamente Dios no da los males, pero parece que los permite; porque permitir un mal es no quitarlo, si puede hacerlo. ¿O es que no puede evitarlo? Quitar el mal del mundo, es imposible aún para Dios; sería contradecirse, pero sí puede quitar un mal concreto a una persona determinada, a no ser que se niegue los milagros, no sólo los actuales, sino también los de Jesús. Esta es la espina que llevan clavada todos los que creen en Dios. ¿Por qué Dios no escucha cuando le pedimos que ilumine las inteligencias de gobernantes y científicos para que encuentren el remedio?
Si Dios deja solas a las personas con los males de este mundo, de los que no pueden librarse, ¿vale la pena haber creado este mundo? Muchos contagiados responderán que no. Pero si Dios lo ha creado es que vale la pena, y puesto que Dios no necesita nada, ni el mundo lo engrandece, es que lo ha creado por amor a los hombres, porque la existencia tiene valores en sí misma que nos llevan a la felicidad en la eternidad y aquí en la tierra. Esta felicidad bien vale la existencia del hombre en este mundo, aunque existan los males.
Dios no juega con nosotros al adivina si sí o si no, ni actúa de una manera arbitraria atendiendo unas veces nuestras peticiones y rechazando otras las oraciones sinceras que le dirigimos. Dios respeta de forma inequívoca las leyes naturales del universo. Dios es un Padre omnipotente que nos ama y no un mecanismo que responde forzosamente al botón que presionemos según las circunstancias. Sería convertir al hombre en un dios y a Dios en un criado del hombre dios.
Por lo contrario, tiene intervenciones divinas, signos o milagros en favor de toda clase de personas, aunque las interpretemos de una manera más acorde con la ciencia moderna. Jesús en un momento en que presenta a los discípulos el programa de vida cristiana, afirma: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá”… Y la víspera de morir, dice a los apóstoles: “Lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Pedid y recibiréis”. El hombre sí está capacitado para enderezar, corregir o controlar las leyes en bien de la humanidad. Al hombre no sólo se le permite anular los efectos desastrosos de la naturaleza sino que tiene obligación de hacerlo. Jesús vino al mundo a traer a los hombres la salvación definitiva en la eternidad y la temporal en la tierra. El cristianismo no es una religión para alcanzar la felicidad únicamente en la gloria; también lo es para vivir dichosos en la tierra.
La fe de cada persona
Al leer estos textos nos convencemos de que todo lo que le pidamos Dios nos lo concederá, con una condición, exige la fe. Hay abundancia de textos que atestiguan esa exigencia: Al centurión: “Anda que te suceda como has creído”; a la hemorroisa: “Animo, hija, tu fe te ha salvado”; a la cananea: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”; “Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate a allá’, y se desplazará”. Es el hombre de fe sincera el que puede quitar este o aquel dolor. Si tiene fe verdadera, posee capacidad de hacer el “milagro” en cada ocasión. “Tanto pudo la fe de las hermanas [de Lázaro] que sacó al muerto de las fauces del sepulcro” (S. Cirilo de Jerusalén).
La fe no podrá nunca destruir el mal general ni el sufrimiento universal: sería antinatural y antidivino; tampoco la fe tiene capacidad para detener el caminar del tiempo hacia la vejez y la muerte: sería aberrante. Igualmente, la fe es impotente para quebrantar o cambiar el curso intrínseco de la naturaleza: el hombre se convertiría en el dios rival del verdadero Dios. No sería un dios, sería el superdios de lo absurdo y de lo imposible, es decir de un universo inexistente: los huracanes, incendios, terremotos, etc. cumplen sus leyes y siguen su curso natural. No se trata de pedir lo imposible, se trata del poder de la fe para evitar o curar enfermedades.
Lo difícil es tener una fe capaz de mover las montañas. Una fe que no sólo convence de la posibilidad, sino que siente, “sin dudar”, poder cambiar una ley de la naturaleza. Ya lo afirmaba san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: “Aunque la fe por el nombre es una sola, en realidad es de dos clases. Un género de fe es aquel que pertenece a los dogmas… Otro género de fe es aquel que Cristo concede en lugar de algunas gracias… una fe capaz de hacer cosas que exceden las fuerzas humanas. Pues el que tuviese una fe semejante podría decir a este monte: “vete de aquí al otro lado, y se iría”. Y el que guiado por esta fe dijese eso mismo, confiado en que se hará y sin dudar, entonces recibe, como una gracia, esta clase de fe… Adquiere, pues, esa fe que depende de ti y te lleva hasta el Señor para que él te dé esta otra que tiene poder sobre la naturaleza”.
Pero la fe divina de hacer milagros debe estar animada por la caridad, el amor, y sin amor no hay fe, por eso solo los santos son capaces de hacer milagros. Más que vituperar a Dios por no escuchar nuestra plegaria debemos acusarnos nosotros de falta de fe, de ausencia de amor, de no ser santos. Dios siempre atiende nuestras súplicas, porque está esperando que activemos esa segunda fe que nos ha dado por gracia y que la hagamos crecer por el amor necesario para erradicar este o aquel sufrimiento.
No es que nuestro Padre desoiga nuestras oraciones, es que nuestra fe vacila cuando pedimos a Dios. Al vacilar pierde fuerza de actuación y se convierte en debilidad. “Si Dios quiere y no puede vencer el mal y, con su gracia, nos capacita para hacerlo nosotros, no cabe otra actitud cristiana que la de luchar contra el mal” (A. TORRES QUEIRUGA). La fe en plenitud por el amor da sentido a nuestra existencia y quita la espina de por qué Dios Padre permite que el coronavirus ataque a seres inocentes.
P. Benito Martínez, CM
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