Siempre es oportuno hablar sobre la caridad. Pero, ¿con qué novedad podemos abordar este tema, aún más para un público tan ducho en el asunto, como los vicentinos? Vamos a empezar por un pasaje bíblico adecuado para este contexto. San Pablo, después de enumerar los diversos carismas (como la sabiduría, la ciencia y el don de sanación), se expresó de esta manera: «Ustedes, con todo, aspiren a los carismas más elevados, y yo quisiera mostrarles un camino que los supera a todos. […] Aunque repartiera todo lo que poseo e incluso sacrificara mi cuerpo para ser quemado, si no tengo amor, de nada me sirve»[1]. Sin caridad, nada somos. La caridad es eterna, divina y jamás acabará, como nos asegura el apóstol.

La caridad es una de las tres virtudes teologales (además de la fe —por la que conocemos a Dios— y la esperanza —por la que confiamos plenamente en Dios—). Por ella nos adentramos en el verdadero amor de Dios. Sin embargo, la caridad no puede ser vista únicamente sobre el sesgo de la virtud, sino como una manera de expresar el amor que Dios tiene hacia cada uno de nosotros y, sobre todo, hacia los pobres.

En otras palabras: para manifestar la caridad en nuestras vidas, además de vivir en «constante estado de gracia», debemos demostrar concretamente el amor al prójimo. Tanto san Vicente de Paúl, Ozanam y los demás santos de la Familia Vicenciana siguieron muy de cerca a Nuestro Señor Jesucristo, teniendo la caridad como la esencia de sus vidas cristianas.

San Vicente, durante toda su vida, se dispuso para ayudar al prójimo, pues él se consideraba «un instrumento de la gracia de Dios». No fue por nada que fuese proclamado por la Iglesia «Patrono Universal de la Caridad». Su corazón siempre estuvo puro y dispuesto a ayudar. Y he aquí el santo camino mostrado por Vicente para el día de hoy, cuando la cultura del egoísmo y del consumismo busca destruir lo divino. San Vicente no fue solo un hombre sabio, sino también un santo caritativo, que alcanzó, con gestos sencillos, su propia conversión y su santificación, dejando innumerables ejemplos para nosotros, sus «hijos espirituales» del siglo XXI.

También Ozanam fue un hombre «todo caridad», desde la infancia hasta la muerte. ¡Cuánto se parece a san Vicente de Paúl! Ozanam logró ver siempre el rostro de Cristo en el rostro de los pobres, y buscó siempre dejar que Cristo se reflejase en el rostro de los propios vicentinos. Tal vez sea este el mayor desafío que Ozanam nos propone para nuestras vidas. Fue un niño caritativo y un joven y un adulto cariñoso. Fue cariñoso durante todo el tiempo de su breve existencia en el mundo. Y nos dejó muchas inspiraciones, todas basadas en acciones concretas a favor de los pobres.

La caridad se manifiesta por varios caminos. Pero el más efectivo y transformador es por medio de la acción. Lo opuesto de la caridad, bajo esta óptica, es la omisión y la crítica vacía (la de ese tipo de gente que solo habla mal y no hace nada para cambiar la realidad). Así, para amar a Dios en la persona de los pobres necesitamos adoptar una postura y una mística de la acción. La caridad es acción. La caridad es actuar.

Uno de los pasajes bíblicos más claros sobre la efectividad de la caridad cristiana lo encontramos en la alegoría usada por Santiago: «Hermanos, si uno dice que tiene fe, pero no viene con obras, ¿de qué le sirve? ¿Acaso lo salvará esa fe? Si un hermano o una hermana no tienen con qué vestirse ni qué comer, y ustedes les dicen: “Que les vaya bien, caliéntense y aliméntense”, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué les sirve eso? Lo mismo ocurre con la fe: si no produce obras, es que está muerta»[2]. San Pablo nos exhorta: «Revistámonos de la fe y del amor como de una coraza, y sea nuestro casco la esperanza de la salvación»[3].

Pertenecer a la Sociedad de San Vicente de Paúl, o a cualquier otra de las ramas de la Familia Vicenciana, es una bendición, pues tenemos la oportunidad de vivir la caridad junto a la persona del pobre, con disposición, alegría, verdad, solidaridad y esperanza en el cambio sistémico. Necesitamos combatir la pereza, el desánimo, la omisión, la indiferencia y la desesperanza. Nuestro objetivo debe ser confiar siempre en la Providencia Divina.

No podemos terminar esta reflexión sin hablar del aspecto más importante de la práctica de la caridad: la búsqueda de la santificación. Mediante la práctica de la caridad, también nos fortalecemos espiritualmente para nuestra salvación. Además de las acciones concretas en favor del pobre, junto con una vida de oración y de acercamiento frecuente a los sacramentos, alcanzaremos nuestros objetivos personales y comunitarios.

En fin, queridos lectores, nunca está de más recordar que la «obra más importante» de Dios, nuestro Señor, fue crear al ser humano a Su semejanza. Así, en primer lugar, amar a Dios significa «amar sus obras», es decir, amar al prójimo, a nuestros hermanos. Debemos amarnos a nosotros mismos y a los demás con la misma intensidad que amamos a Dios. Y si realmente conocemos y amamos a Dios, el reflejo natural de ese amor es la caridad.

Notas:

[1]     1 Cor 12,36.13,3.

[2]     Sant 2, 14-17.

[3]     1 Tes 5, 8.

Renato Lima de Oliveira
16º Presidente General de la Sociedad de San Vicente de Paúl

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