Esta solemnidad es una magnífica ocasión para traer a nuestras mentes y, sobre todo, a nuestros corazones, como hacen los hijos buenos y agradecidos con sus padres, la figura, la imagen, la vida de nuestro padre fundador; imagen y figura que fue de carne y hueso, como nosotros; una vida en la que se hizo presente la debilidad y la fortaleza, lo humano y lo sobrenatural.
Personalmente, me gusta comparar la vida de Vicente de Paúl a un camino, un camino espiritual, que suelo dividir en dos grandes etapas.
La primera, que va desde 1581 a 1610, es decir desde su nacimiento hasta su llegada a París, corresponde a un tiempo en el que la naturaleza humana está sobre la gracia o el Espíritu, es decir, un tiempo en el que la debilidad humana es más fuerte que la gracia. Si bien de niño Vicente fue modesto y de adolecente piadoso; de joven, incluso siendo ya sacerdote, se mostró, sin embargo, con ambiciones materiales y horizontes reducidos.
La segunda, que va del año 1610 hasta su muerte, es una etapa en la que, gracias a la apertura libre al amor gratuito del Señor, el Espíritu se sobrepone a la naturaleza humana; es la etapa en la que providencialmente Dios lo puso en medio de los pobres y lo hizo caer en la cuenta que la misión de un sacerdote tiene como fin prioritario, como sucede con la misión de Jesucristo, evangelizar y servir a los pobres y marginados, y desde éstos a todos los demás. Posteriormente, él expresaba esta experiencia del modo siguiente:
“Sí, nuestro Señor pide de nosotros, decía a los misioneros, que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros. Tenemos muchos motivos para humillarnos en este punto, al ver que el Padre eterno nos destinó a lo mismo que destinó a su Hijo, que vino a evangelizar a los pobres y que indicó esto como señal de que era el Hijo de Dios y de que había venido el mesías que el pueblo esperaba (Lc 4, 18; Mt 16, 26)… No hay en la Iglesia de Dios una compañía que tenga como lote a los pobres y que se entregue por completo a los pobres… y de esto es lo que hacen profesión los misioneros: lo especial suyo es dedicarse, como Jesucristo, a los pobres. Por tanto, nuestra vocación es una continuación de la suya, o, al menos, puede relacionarse con ella en sus circunstancias. ¡Qué felicidad, hermanos míos!, ¡Y también, cuánta obligación de aficionarnos a ella!…
Y añade:
“…dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el Reino de los Cielos y que este Reino es para los pobres ¡qué grande es esto! Y el que hayamos sido llamados para ser compañeros y para participar en los planes del Hijo de Dios, es algo que supera nuestro entendimiento, ¡qué hacernos!… no me atrevo a decirlo… sí, evangelizar a los pobres es un oficio tan alto que es, por excelencia, el oficio del Hijo de Dios! Y a nosotros se nos dedica a ello como instrumentos por los que el Hijo de Dios sigue haciendo desde el cielo lo que hizo en la tierra…” (SVP XII, 80).
Fueron, por consiguiente, los pobres quienes lo llevaron a descubrir que Jesucristo, además de ser adorador del Padre, es también misionero del Padre, es decir, enviado para anunciar la Buena Nueva del Reino a los pobres. A este Cristo san Vicente se abraza con todo su corazón y toda su alma, y, en adelante se convertirá en carne de su carne y hueso de sus huesos. No se trata de una experiencia intimista, una experiencia que se queda en el puro encuentro sin ir más allá. ¡De ninguna manera! Jesucristo lo pone en camino para continuar su misión evangelizadora y servidora de los pobres.
Entra san Vicente en la doble vertiente de la vida de Cristo. Por una parte quiere continuar la misión de Cristo en cuanto manifestación de la infinita misericordia de Dios hacia el hombre, hacia los pobres, y por otra intenta seguir a Cristo en su amor hacia el Padre, en su intento de dar la vida por los demás. Ambas dimensiones se implican mutuamente en la vocación de san Vicente, que resulta así inseparable del amor y servicio de los pobres: “Es preciso, manifiesta a los misioneros, que sepamos enternecer nuestros corazones y hacerlos capaces de sentir los sufrimientos y las miserias del prójimo, pidiendo a Dios que nos dé el verdadero espíritu de misericordia, que el espíritu propio de Dios: Pues, como dice la Iglesia, es propio conceder misericordia y dar espíritu” (SVP XI, 341; E.S. XI, 233-234).
Esta experiencia contribuirá grandemente para que Jesucristo y los pobres se conviertieran para Vicente de Paúl en las dos más grandes pasiones de su vida. Un verdadero místico de Jesucristo evangelizador y servidor y, por ende, un místico de la caridad. En los pobres, despreciables a los ojos del mundo, contempla los representantes de Jesucristo.
“…Al servir a los pobres, decía a las Hijas de la Caridad, se sirve a Jesucristo, Hijas mías, ¡Cuánta verdad es esto! Sirven a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Como dice san Agustín, lo que vemos no es tan seguro, porque nuestros sentidos pueden engañarse; pero las verdades de Dios no engañan jamás. Vayan a ver los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontrarán a Dios. ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Van a unas casas muy pobres, pero allí encontrarán a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto!” (SV IX, 240)
Y a las hermanas que van a partir a una misión, les dice: “Entonces, ¿para qué tienen que ir a ese sitio? Para hacer lo que nuestro Señor hizo en la tierra. Para imitarlo, ustedes devolverán la vida a las almas de esos pobres heridos con la instrucción, con sus buenos ejemplos, con las exhortaciones que les dirigirán para ayudarlos a bien morir o recobrar su salud, si Dios quiere devolvérsela. En el cuerpo, les devolverán la salud con sus remedios, cuidados y atenciones. Y así, mis queridas hermanas, harán lo que el Hijo de Dios hizo en la tierra. ¡Qué felicidad!”
También a las Damas de la Caridad (hoy llamadas Voluntarias Vicentinas) las anima diciéndoles: “El mismo Cristo quiso nacer pobre, recibir en su compañía a los pobre, ponerse en lugar de los pobres, hasta decir que el bien y el mal que hacemos a los pobres los considera como hechos a su divina persona… ¿Y qué amor podemos tenerle nosotros a Él sino amamos lo que Él amó? No hay ninguna diferencia, señoras, entre amarle a Él y amar a los pobres de ese modo, servir bien a los pobres, es servirle a Él… (SVP X, 954-955).
Todo esto, pues constituye el camino en el que Vicente de Paúl tuvo una experiencia humana y espiritual, de pecado y de gracia. Una experiencia en la que al final el amor gratuito del Señor triunfa sobre el pecado y convierte a nuestro fundador, no en un ángel, sino en un santo, “el santo del gran siglo”, como lo llamó uno de sus biógrafos. El Cristo del siglo XVII, como lo llaman otros.
Pienso, por último, que este camino espiritual vicentino es un desafío para todos nosotros, que constituimos la Familia Vicentina. Nuestra tarea hoy es asumirlo y empezar a recorrerlo. En primer lugar, desterrando, con la ayuda del amor del Señor, toda tentación de pecado que pretenda encerrarnos en el egoísmo y en ambiciones puramente humanas y materiales, y, en segundo lugar, entrando en comunión con Jesucristo para que con un gran espíritu de libertad, como lo hizo San Vicente, nos identifiquemos con su persona con su misión de evangelizar y servir a los pobres y marginados de este mundo, de tal manera que, como sucedió con el señor Vicente, Cristo y los pobres se conviertan un día en las dos grandes pasiones de nuestra vida, que nos permitan hacer de nuestras congregaciones, asociaciones y grupos vicentinos al mismo tiempo que verdaderos movimientos espirituales, verdaderos movimientos apostólicos, evitando así que sean como una especie de empresas u ONGs, que dan a sus miembros trabajo y compromiso, pero no ESPÍRITU, y que éste lo busquen en otros movimientos y/o congregaciones que están muy lejos o no tienen nada que ver con el espíritu vicentino.
Que en esta tarea tan humana y espiritual, tan hermosa y noble, nos sintamos acompañados permanentemente por el Espíritu del Señor y por la maternal presencia de María Milagrosa.
Por último, quiero compartirles un brevísimo, pero muy profundo poema de Dom Pedro Casaldáliga, obispo emérito de la diócesis de San Félix de Araguaia, Brasil, eximio poeta de los pobres. Dice así:
Cuando al final de los tiempos el Señor me pregunte: ¿Has amado? Y yo le mostraré mi corazón lleno de nombres.
Ese fue Vicente de Paúl: amor y corazón lleno de nombres. Eso debemos ser nosotros los vicentinos y vicentinas de hoy y siempre.
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