Jesús habla a menudo del Reino de su Padre. Una de sus parábolas que lo describe termina con la frase: «Algunos que ahora son los primeros serán los últimos. Algunos de los que actualmente son los últimos serán los primeros». ¿Cómo saber quién será el primero y quién el último? ¿Cómo decidir quién pasa y quién no pasa por esa puerta tan estrecha? Jesús presenta un par de escenarios:
¿Podría ser comer en compañía de Jesús? Es decir, ser miembro de una comunidad eucarística, ser miembro inscrito de una Iglesia y parroquia? Jesús dice que no, que de por sí eso no lo hace. «Sólo porque comiste y bebiste en mi compañía y eres miembro de la Iglesia no significa que vayas a entrar».
¿Podría ser saber lo que Jesús enseña? Es decir, escuchando lo que dice y apreciando el significado de las diferentes partes del Credo de los Apóstoles? Una vez más, el Señor dice que no: «Sólo porque me oísteis enseñar en las calles y sabéis las respuestas correctas no os hace entrar por la puerta».
Entonces, ¿qué es lo que el Señor dice que habilita a una persona? Muchas cosas, pero quizás la más clara es vivir de acuerdo a Sus Bienaventuranzas: ser honesto, dar consuelo a los que sufren, cuidar de los pobres, hacer cosas que traerían un mundo más justo. En otras palabras, no sólo la asistencia a la Iglesia ni la capacidad de recitar enseñanzas oficiales, sino también las acciones: hacer las cosas que Jesús, Dios en persona caminando por el mundo, vive y modela para nosotros. La cuestión del «qué se debe hacer», tan central en el espíritu vicenciano, seguramente se aplica aquí.
Quiero centrarme en una respuesta que se manifiesta no sólo en las bienaventuranzas sino también en Isaías (Is 66, 18-21). A través de las palabras de ese profeta Dios proclama: «Vendré para reunir las naciones de toda lengua; vendrán para ver mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones. Y de todas las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos». Y algunas líneas más adelante: «La ofrenda que quiero que pongas delante de mí, lo que más me agradará, es que reúnas a la gente, que hagas todo lo que puedas para ‘reunir a todos tus hermanos y hermanas de todas las naciones’, para que viviendo en comunión unos con otros, entres en mi Reino».
Una respuesta rápida a esta tarea podría ser «¿Eso es todo? ¿Estás bromeando, Dios? ¿Quieres que salga y trate de derribar algunas de esas barreras pendencieras que separan a la gente entre sí, cosas como la raza, el color, la religión, las diferencias familiares, el nivel de educación, la disparidad de riqueza, y los vecindarios?»
La respuesta de Dios sería sí. A través de su Hijo Jesús, Dios anuncia: «En mi Reino la justicia, la dignidad y la acogida se dan a todos, sin distinciones. Y todo esto para ser realizado con obras, con hechos, con acciones y no sólo con intenciones (estos hechos, por supuesto, fortalecidos con mi fuerza). Cualquiera que dé pequeños pasos para construir un mundo como este obtiene el paso a través de esa puerta angosta».
Hay otras cosas como la oración y la generosidad que mantienen ese pasillo abierto. «Pero cualquier cosa que hagas para ‘reunir a todas tus hermanas y hermanos de todas las naciones’, trae consigo la entrada al Reino de Dios».
Un pensamiento final. Jesús nos dice que este Reino de su Padre está viniendo, viajando hacia nosotros desde el futuro. Pero también insiste en que está aquí, ciertamente en su propia vida, muerte y resurrección, pero también en los esfuerzos por construir la unidad. Es esa combinación de meta asegurada y esfuerzo presente lo que abre nuestros ojos a la gloria de Dios cuando viene a resplandecer en medio de nosotros.
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