Han llegado el verano y las vacaciones, cuando parece que podemos abandonar algunas rutinas, costumbres y hábitos espirituales, pero teniendo en cuenta lo que decían san Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico de Ozanam: que nunca se deje la eucaristía diaria, a poder ser comunitaria, a no ser por servir a los pobres.
Encarnación y Eucaristía
El P. Alméras, primer sucesor de san Vicente, en 1669 mandó que las Hijas de la Caridad que hubieran hecho los votos en cualquier fecha los renovasen en la fiesta de la Encarnación, porque fue el 25 de marzo de 1642 cuando Luisa de Marillac, Sor Bárbara Angiboust, Sor Isabel Turgis, Sor Enriqueta Gessaume y otra Hermana hicieron los votos por primera vez en la Compañía. Por qué eligieron ese día, no se sabe; acaso por el cariño que Luisa de Marillac tenía a la encarnación del Hijo de Dios.
Santa Luisa escribía que en el instante en que la segunda Persona de la Trinidad se encarnó en el seno de María los hombres se incorporaron a la Humanidad de Jesús y quedaron salvados. Y añadía que el Espíritu Santo le había comunicado “la cercanía del cumplimiento del designio de Dios sobre la naturaleza humana para la unión perfecta que quería realizar con ella” (E 98). Pues Dios tiene impaciencia por que se realice en la tierra esa unión sin esperar a la otra vida. Unión que se consuma en la Eucaristía. La Eucaristía es una exigencia de la Encarnación. Sin la Eucaristía la Encarnación quedaría inacabada; sin la eucaristía no hay nada que valga la pena en el mundo ni tiene sentido la creación. Es lo que parece quiso reflejar Andrés Rublev en su famoso icono “La Trinidad”. Al poner la eucaristía en el centro de las tres divinas Personas parece querer reflejar que el proyecto del amor de la Trinidad era darse al mundo por la Encarnación perpetuada en la Eucaristía. Y también lo reflejó santa Luisa en una meditación: “su amor por nosotros no se contentó con la Encarnación, sino que queriendo una unión inseparable de la naturaleza divina con la humana, la ha hecho en la invención del Santísimo Sacramento del Altar, en el que habita la plenitud de la divinidad en la segunda Persona de la Trinidad; y esta unión es medio para la unión del Creador con su criatura” (E 67).
Se propaga la oración de interiorización para mejor sentir la presencia divina y se admira a los contemplativos porque experimentan la presencia de Dios, sin embargo, la eucaristía es mucho más, pues Jesús entra con su cuerpo en quien comulga para que se vacíe de sí y se llene del Espíritu divino, como inculcaba san Vicente. El santo cuenta que el fenómeno místico de ver el alma de santa Juana Francisca de Chantal unirse a la de san Francisco de Sales lo tuvo celebrando la Misa (X, 141). Y santa Luisa tuvo en la comunión muchas de sus experiencias místicas.
Eucaristía comida redentora de la Nueva Alianza
El Hijo de Dios, encarnado en el seno de María, tenía la intención de llevar una vida como la nuestra y cuando, hacia los treinta años, descubrió la misión que le había encomendado el Padre, estuvo dispuesto a cumplirla hasta la muerte. En el Jordán descubrió su mesianidad y en el camino a Jerusalén comprendió su divinidad y la misión de prolongar su presencia terrenal en la Eucaristía, como el culmen de la Encarnación, muerte y resurrección. Al mandar en la última cena “haced esto en memoria mía”, declaró que la eucaristía es el monte Calvario donde se realiza la salvación humana. En la Última Cena quiso celebrar la Pascua, pero también instituir la Eucaristía como Nueva Alianza.
Cuando Jesús anunció la Eucaristía, muchos discípulos lo abandonaron. Al volverse a los apóstoles les exigió una adhesión de fe al sacramento eucarístico, preguntándoles si también ellos querían marcharse. Estaba dispuesto a dejarlos irse si no creían en la Eucaristía. Así se comprende que los apóstoles estuvieran preparados para recibir a Cristo eucarístico en la Ultima Cena, porque ya antes habían creído en ella.
Como una imagen de la Eucaristía, Isaías profetizó que “Yahvé Sebaot hará a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos” (25, 6s). Isaías presenta la época mesiánica como un gran festín al que acuden todos los pueblos sin luto ni llanto. Será una comida suculenta, como un signo de la nueva época mesiánica del final de los tiempos, en los que prevalecerá la justicia, el amor y la paz.
Con la Eucaristía ha comenzado la época triunfal de Cristo, la era mesiánica, cuando el Padre recapitulará en Cristo toda la creación. Vivir la Eucaristía es vivir anticipadamente los tiempos futuros. Con la Eucaristía también implantamos dentro de nosotros ese Reino de Justicia, de amor y de paz y hacemos realidad lo que dijo Jesús: que el Reino de Dios está en nuestro interior. Celebrar la Eucaristía comunitaria con fe lleva a plenitud el amor entre las Hermanas. Hace siglos que santa Luisa soñaba con esos tiempos futuros: “La Sagrada Comunión del Cuerpo de Jesucristo nos hace participar en el gozo de la Comunión de los Santos del Cielo, que la Encarnación y Muerte del Hijo de Dios nos han merecido; habiendo sido tan completa la reconciliación de la naturaleza humana alcanzada por tal medio, que el Amor de Dios no ha podido ya separarse de ella. Y así como en el Cielo Dios se ve en el hombre por la unión hipostática del Verbo hecho Hombre, así ha querido estar en la tierra para que los hombres no estén separados de él” (E 21). Si la Eucaristía no pone la paz en el interior de la persona, hay que reflexionarlo.
La religión popular suele dar a la Misa el sentido de una comida que alimenta a la persona particular más que de un banquete que celebra una alianza, apoyándose en que Jesús deseaba que la Eucaristía no fuera únicamente la reproducción del sacrificio de la cruz, sino también que penetrara en la vida personal de los hombres como alimento, poniendo como signos visibles el pan y el vino, alimentos que nunca faltan en una comida. Quien comulga tiene “la misma carne y la misma sangre que Jesús”, según san Cirilo de Jerusalén, y nos convertimos en “consanguíneos” de Cristo (Gesteira Garza). En el diálogo que tuvo con sus discípulos durante la Cena les propuso la imagen de la vid y el sarmiento. Se recibe la sabia de la persona de Jesús como el sarmiento de la vid.
En la sinagoga de Cafarnaúm Jesús expuso su doctrina como alimento, y presentó su cuerpo como comida. “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, nunca tendrá sed. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera” (Jn 6, 35.48s). Promesa que realizó en la Ultima Cena: “Esto es mi carne, esta es la sangre de la alianza, derramada por la muchedumbre” (Mc 14, 24), frases que entusiasmaron a santa Luisa, porque “habiendo bastado su Encarnación para redimirnos, parece que el darse a nosotros en la Sagrada Hostia, es puramente para nuestra santificación, no sólo aplicándonos los méritos de su Encarnación y Muerte, sino también dándonos una comunicación de todas las acciones de su vida y haciéndonos entrar en la práctica de sus virtudes, pues desea seamos semejantes a él gracias a su amor” (E 60).
Jesús instituyó la Eucaristía para darnos su cuerpo no solo como una fuerza para seguirlo, sino también como fruto del sacrificio redentor. En la Eucaristía se renueva de forma sacramental el sacrificio del Calvario y la resurrección, se celebra la salvación de los hombres y quien comulga está salvado, por eso dijo Jesús que quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.
Participar en la Eucaristía es participar en el triunfo sobre la muerte y el pecado con la alegría del domingo de Resurrección: “Vosotros ahora estáis tristes, pero de nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón” (Jn 16, 22). El que desee vivir la vida cristiana en plenitud debe unir en la Eucaristía muerte y resurrección. Es lo que aseguraba santa Luisa: “El día de Pascua, mi meditación fue el deseo de resucitar con Nuestro Señor, y como sin muerte no hay resurrección, vi que eran mis malas inclinaciones las que debían morir y que yo debía quedar completamente destruida por medio de un amortiguamiento de la vivacidad de todo mi interior; y veía que yo no podría conseguir por mí misma, pero me pareció que nuestro buen Dios me pedía mi consentimiento, que yo le di enteramente, para obrar él mismo lo que quería en mí” (E 24).
La Eucaristía y la vida personal
En los evangelios hay dos pasajes cruciales sobre el influjo de la eucaristía en la vida espiritual. El primero está al final de la existencia humana de Jesús que quiere permanecer siempre entre nosotros en la eucaristía: Este pan es mi cuerpo, este vino es mi sangre. Haced esto en memoria mía (Lc 22, 19). Y el segundo indica la importancia de esta nueva existencia de Jesús para la salvación: Quien no come de este pan ni bebe de este cáliz tiene vida eterna (Jn 6, 53).
El cuerpo que se da en comida no es el cuerpo de Jesús en estado de vida terrena, es el cuerpo en estado eucarístico, un cuerpo animado por el poder vivificador que tendrá después de la Resurrección, pues el “yo” de ese cuerpo humano es divino, y Jesús al instituir la Eucaristía tenía conciencia de ello. Por eso pudo decir “haced esto en memoria mía” con poder para dar a este memorial un valor supremo con dominio sobre el tiempo. En la comunión cada persona come el cuerpo de Cristo, pero el cuerpo con la potencia de resucitar. San Ignacio de Antioquía escribía a los efesios que la Eucaristía es “fármaco de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir siempre en Jesucristo”. Es una esperanza escatológica, decía san Pablo a los corintios: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva” (1Co 11, 26).
La Iglesia tiene obligación de celebrar la Eucaristía y más que poner reglas de tinte jansenista que puedan restringir la asistencia de los fieles, debe facilitar su participación. El fruto depende de las disposiciones personales del comensal. Si Jesús con humildad se pone como manjar, también nosotros le comemos con la humildad de estar hambrientos de Dios. Quien no se siente necesitado, no tiene sitio en la Eucaristía que, además de ser alimento para caminar en la vida, se identifica con el único manjar que tiene sabiduría, que posee sabor, y celebrar la Eucaristía lleva a saborear el encuentro de amistad entre dos personas que se aman. Así lo creía santa Luisa: “La Comunión del día de Pascua me ha hecho pensar que sus hijos iban a recibir el legado testamentario de su Esposo; lo que me ha parecido era un tesoro que durante todo el año iba a proveerme de cuanto necesitara, obligándonos a escoger la vida de Jesús Crucificado como modelo de nuestra vida con el fin de que su resurrección sea para nosotros medio de gloria en la Eternidad” (E 33).
En la última Cena Jesús llega a decir que nos amemos unos a otros como él no ha amado (Jn 15, 12). Él nos amó hasta quedarse en la Eucaristía y nos dio la llave del perdón: “Si al presentar tu ofrenda en el altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda ante el altar y vete a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5, 23s). Hay que perdonar antes de comulgar, porque comulgar exige estar en paz con todos, aún con quien ha ofendido. El perdón es la llave de la fe y, si la fe dice que Cristo está en la Eucaristía, también dice que está en los pobres. No se puede recibir al Cristo de la Eucaristía y rechazar al Cristo de los pobres, porque “quien no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4, 20).
La estructura de la Misa y la comunidad
Jesús conocía la importancia de las comidas para fomentar la amistad y enseñar a sus discípulos. Esta mentalidad se ha conservado en la Eucaristía a través de lecturas bíblicas y la homilía. Conocía también los banquetes sagrados del pueblo judío celebrados en la Pascua con motivo de la renovación de la Alianza. Y, si la comida social induce a la unión de los comensales, la Comida de la Eucaristía tiene la misión de restañar los lazos comunitarios. Si la Eucaristía no une con Dios y no es el eje de la unión comunitaria, se puede dudar que se haya celebrado con el sentido de reproducir la Ultima Cena.
Las Hijas de la Caridad van a misa como una comunidad de amigas a las que ha congregado Jesucristo para ser su Cuerpo. Y lo primero que hacen, después de invocar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, es reconocer que son pecadoras. La identidad de una comunidad no está en la perfección, sino en querer liberarse del pecado. Con el acto de reconciliación confiesan que la comunidad está construida sobre el perdón para darse la paz. Cuando una Hermana perdona a la compañera revive el perdón de la Eucaristía. La Hermana que perdona acaso sólo sea consciente de disculpar a una compañera, pero en realidad está dando el perdón que ha recibido de Cristo al comenzar la Eucaristía.
Convocada también a escuchar y acoger la Palabra de Dios para meditarla en la oración y practicarla en la vida. La Palabra capacita para interpretar ese otro idioma que emplea el Espíritu divino cuando habla a través de la comunidad y de los sucesos. Las lecturas bíblicas de cada día capacitan para ser intérpretes del lenguaje de Dios y saber encontrar un camino de unidad y de vida en la comunidad.
El ofertorio es trascendental, pues el pan y vino que ofrece la comunidad, es el grano y la uva trabajados por el hombre. La comunidad ofrece a Dios algo que ha producido la naturaleza y cada Hermana ha transformado con el servicio a los pobres y a las compañeras, y lo refleja en algo concreto, como es el pan y el vino. No ofrece grano y uva, sino pan y vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre. El sacerdote le ofrece a Dios en la eucaristía comunitaria el trabajo de cada Hermana unido al de las demás Hermanas de la comunidad y el de cada pobre que no suele ir a Misa. En la eucaristía cada Hija de la Caridad se convierte en una ofrenda de sí misma a favor de los pobres y es en el servicio cuando se sacrifica, como Cristo en la cruz. En la Eucaristía cada Hermana comprende que las compañeras son sus Hermanas y los pobres son pobres suyos.
En la Eucaristía se hacen dos epíclesis, dos invocaciones al Espíritu Santo. Una, cuando el sacerdote impone las manos sombre el pan y el vino para que el Espíritu Santo los convierta en el cuerpo y sangre de Cristo y otra después de la consagración para que el Espíritu Santo una a todos los asistentes convirtiéndolos en el Cuerpo místico de Cristo. Propiamente la eucaristía se realiza entre las dos epíclesis, a las que se anteponen un acto penitencial, unas lecturas bíblicas y unas peticiones, y a las que se añade comer lo sacrificado y dar gracias a Dios. La comunidad que celebra la eucaristía participa en comunidad de bienes, decía santa Luisa (E 16) y cuando una Hermana sostiene la mano de un enfermo le hace sentir el amor de Dios. San Vicente repetía que había que dejar la eucaristía, aún los domingos, si el pobre necesitaba urgentemente a una Hermana (IX, 811), y santa Luisa se lo inculcaba a las Hermanas (c. 537, 556).
P. Benito Martínez, C.M.
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