Solo aquellos que ayudan a los pobres y practican la caridad desinteresadamente van a comprender el contenido de esta crónica. Vamos a tratar de mostrar, basándonos en la Biblia y en el Catecismo de la Iglesia Católica, algo que los científicos estadounidenses ya demostraron: ofrecer ayudar a los demás nos sienta bien. Nos hace mucho bien a todos, no solo por los beneficios saludables que reciben nuestro cuerpo y nuestra mente por el acto de amor realizado, sino también por el favor añadido que obtenemos ante Dios al haber sido generosos y solidarios.

En el evangelio de san Lucas encontramos estas palabras de Jesús: «Dad y se os dará»[1]. Es decir: cuanto más demos a los necesitados, sin pretensiones, más bendiciones y éxitos en la vida nos concederá Dios. Ciertas denominaciones cristianas predican lo contrario, exigiendo que Dios nos dé todo aquí y ahora, si damos buenos diezmos. Pero, de hecho, la recompensa, abundante, vendrá por la práctica de la caridad con los más pobres. Por lo tanto, cuanto más demos, más Dios también nos dará y bendecirá nuestra vida. No siempre vemos los signos de esta gracia, pero existen y pueden ocurrir años más adelante, sin que nos demos cuenta.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles, san Pablo nos enseña que «debéis trabajar duro para ayudar a los débiles», y concluye: «hay mayor felicidad en dar que en recibir»[2]. Ahora bien: lo que los vicentinos hacen con sus visitas domiciliarias semanales es exactamente eso, ayudar a los débiles. Y todos sabemos la alegría que da el poder ayudar, pues mucho aprendemos de nuestros «amos y señores» y, con ellos, encontramos nuestra santificación personal. San Francisco de Asís fue uno de los santos católicos que más practicó esta sentencia de «dando es como recibimos» cuando habla de la «dama pobreza» y de la «hermana caridad»[3].

Otro pasaje notable lo encontramos en la segunda carta de san Pablo a los Corintios, donde está escrito que «si Dios proporciona la semilla al que siembra y el pan que va a comer, les dará también a ustedes la semilla y la multiplicará, y hará crecer los brotes de sus virtudes»[4]. El texto es muy claro: si actuamos haciendo el bien, seremos recompensados ​​con mucho fruto. En el Evangelio de san Marcos, Jesús promete «el ciento por uno y el Reino de los Cielos»[5] por causa del Evangelio.

Además, la práctica de la caridad perdona nuestras faltas, como dice san Pedro, en su primera carta: «ámense de verdad unos a otros, pues el amor hace perdonar una multitud de pecados»[6]. El Catecismo también nos enseña que, junto a la oración, la penitencia y el ayuno, la práctica de obras de caridad y de fraternidad son fundamentales para la vida del cristiano. Pero no podemos olvidar que la buena acción (dar limosna), si se lleva a cabo de forma maliciosa (jactanciosamente), se vuelve un mal: «Cuando ayudes a un necesitado, no lo publiques al son de trompetas. […] Cuando ayudes a un necesitado, ni siquiera tu mano izquierda debe saber lo que hace la derecha»[7].

Por lo tanto, ayudar a los pobres es bueno para el que ayuda, agrada a Dios, nos llena de bendiciones, cumple la misión evangélica en un alto grado de misericordia y contribuye a la reducción de las desigualdades sociales que existen en todos los rincones de la tierra, anticipando el reino de Dios entre nosotros.

Como mensaje final, meditemos el marco incomparable de la caridad que nos dejó el apóstol san Pablo: «El amor es paciente y muestra comprensión. El amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo»[8].

[1]     Lc 6, 38.

[2]     Hch 20, 35.

[3]     En la conocida oración atribuida a san Francisco de Asís encontramos este texto:

Señor, hazme un instrumento de tu paz.
Donde haya odio, siembre yo amor;
donde haya injuria, perdón;
donde haya duda, fe;
donde haya tristeza, alegría;
donde haya desaliento, esperanza;
donde haya sombras, luz.

¡Oh, Divino Maestro!
Que no busque ser consolado sino consolar;
que no busque ser amado sino amar;
que no busque ser comprendido sino comprender;

Porque dando es como recibimos;
perdonando es como Tú nos perdonas;
y muriendo en Ti, es como nacemos a la vida eterna.

[4]     2 Cor 9, 10.

[5]     Cf. Mc 10, 29-30.

[6]     1 Pe 4, 8.

[7]     Mt 6, 2-4.

[8]     1 Cor 13, 4-7.

Renato Lima de Oliveira
16º Presidente General de la Sociedad de San Vicente de Paúl

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