Hace unos días, arreglando papeles, encontré una de esas historias que solía leer en la juventud. El texto me golpeó dos veces de forma contundente; de esos golpes que te sitúan ante una realidad y que te hacen entender mejor las cosas. Sobre todo me hizo reflexionar respecto a lo que me gustaría vivir en esta cuaresma. La historia es la siguiente:
Había un viejo sufí que se ganaba la vida vendiendo toda clase de baratijas. Parecía como si aquel hombre no tuviera entendimiento, porque la gente le pagaba muchas veces con monedas falsas que él aceptaba sin ninguna protesta.
Cuando le llegó la hora de morir, alzó sus ojos al cielo y dijo: «¡Oh, Señor! He aceptado de la gente muchas monedas falsas, pero ni una vez he juzgado a ninguna de esas personas en mi corazón, sino que daba por supuesto que no sabían lo que hacían. Yo también soy una falsa moneda. No me juzgues, por favor.»
Y se oyó una voz que decía: «¿Cómo es posible juzgar a alguien que no ha juzgado a los demás?»
Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente.
Me golpeó primero lo que dice el sufí gritando al cielo: “Yo también soy una falsa moneda”. Me sentí directamente aludido.
¿Que hay en mí de “falsa moneda”, de “fraude”? ¿Soy verdaderamente lo que digo ser, lo que aparento ser, aquello a lo que Dios me ha llamado?
Entonces comprendí que esta cuaresma se me ofrece como un camino hacia la autenticidad, como un viaje al desierto. Jesús definió con claridad su misión cuando pasó esos cuarenta días en el desierto, su “cuaresma”.
En el desierto deberé encontrarme con lo que realmente soy. Frágil, sin más seguridades que el amor infinito de Dios quien confía en mí y me pide confiar en Él y caminar. Ir a lo profundo del desierto para llegar a lo esencial, a lo que es fundamental en mi vida y en el proyecto que Dios tiene para mí. Para limpiar mi mirada y ver lo que soy y lo que estoy llamado a ser. Sin más seguridades que el amor de Dios; sin justificaciones, sin miedo.
Ir al desierto (por el camino de la oración, de la escucha sincera de la Palabra, de la reflexión, del discernimiento) para poner las cosas en su sitio: ¿Qué actitudes, valores, entusiasmos he ido dejando por el camino de la vida? ¿He perdido la frescura de la fe, la confianza del niño, los sueños del joven? ¿Cómo podría recuperar todo aquello que me hacía vivir la vida con más alegría, con menos complicaciones, con más ilusión? ¿Tal vez deba sacudir ese polvo que se nos pega siempre al andar por los caminos y que le va quitando brillo y transparencia a nuestra vida, la cual poco a poco va reflejando menos la luz del evangelio y los valores del Reino?
¿El cansancio, las desilusiones, el conformismo están opacando mi visión esperanzada hacia el futuro, hacia el horizonte?
Ir al desierto para lavar mi mirada en el manantial del amor de Dios y poder ver con sus ojos, sin el filtro de mi egoísmo. Poder mirar lleno de realismo y también de esperanza mi falta de autenticidad, los ángulos “fraudulentos” de mi vida. Poder mirar con realismo, pero también con esperanza que todo esto que ha pasado en mí no tiene la última palabra; que puedo recomenzar mil veces porque, si mi nombre es “falsedad” e “incongruencia”, el nombre de Dios es “Misericordia”.
De esta forma, la cuaresma se convierte para mí en la posibilidad de un verdadero camino pascual hacia la autenticidad de mi vida. “Ser o parecer, ésa es la cuestión”.
Luego viene la conclusión de la historia con que comenzábamos y me conecta un segundo golpe, que ahora es casi un knock out: “Muchos pueden actuar amorosamente. Pero es rara la persona que piensa amorosamente.”
¡Qué desafío tan grande!, ¡que grados altísimos, inexplorados por mí, a los que estoy llamado en mi seguimiento y configuración con Jesucristo! ¡Qué baño purificador tan profundo necesito para llegar a esa salud de espíritu y pureza de corazón!
Estoy llamado no sólo a actuar amorosamente (que ya sería mucho para mí), sino a “pensar amorosamente”. ¿Cómo alcanzar estos extremos insospechados del amor? ¿Cómo llegar, no sólo a actuar, sino a pensar, a mirar y a sentir bondadosamente?
Tengo que limpiar mi mirada en el manantial del amor de Dios; tengo que lavar mis pensamientos y mi corazón en su misericordia. Porque el amor nace en el corazón y se expresa, primero, en la mirada y los pensamientos. Luego tiende puentes para llevarme al prójimo, tomando formas distintas: caridad, solidaridad, cercanía, perdón, paciencia, acogida, escucha…
¡Qué hermoso desierto puede ser mi cuaresma! Un desierto que se puede ir llenando de flores para que la Pascua del Señor me encuentre un poco florecido, más auténtico y verdadero
P. Silviano C. c.m.
Fuente: Evangelio y Vida, México
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