El encuentro con la samaritana

por | Mar 1, 2019 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Feminismo es una palabra y una ideología que se han hecho populares. En 2017 «feminismo» fue declarada palabra del año por el diccionario estadounidense Merriam-Webster. Y los movimientos feministas parece que están en expansión. El Papa Francisco comentaba la intervención sobre pederastia de la experta en Derecho Canónico, Linda Ghisoni, subsecretaria del Dicasterio para los Laicos, Familia y Vida, que fue la primera mujer en hablar en esta reunión de jerarcas de la Iglesia que se celebra en el Vaticano. El pontífice afirmó que “invitar a hablar a una mujer no es entrar en la modalidad de un feminismo eclesiástico, porque a fin de cuentas todo feminismo termina siendo un machismo con faldas” (Segunda jornada el 22 de febrero de 2019 sobre “abusos a menores”). Ello me ha animado a reflexionar sobre varios pasajes de los evangelios que tiene por protagonistas a las mujeres. El primero es el encuentro de Jesús con la samaritana (Jn 4, 1-42).

Jesús y la samaritana, de Paolo Veronese (1528–1588)

Jesús es el manantial de agua viva

Jesús, en el camino que va de Galilea a Jerusalén, tiene que atravesar Samaría. Desde la destrucción del Reino del Norte, Samaría había sido poblada por gente extranjera. La religión de estas gentes admitía a Yahvé como Dios, pero mezclada con tradiciones de religiones paganas. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob.

Ir a coger agua era trabajo propio de las mujeres y el pozo era el lugar donde se encontraba el amor. Si un joven quería encontrarse con una joven iba al pozo del pueblo, a donde iba ella a coger agua. Cuando se cambiaban miradas varios días, iban a casa diciendo que le gustaba aquella chica o aquel chico y se pasaba al proceso matrimonial entre las dos familias. En la fuente el criado de Abrahán encontró a Rebeca, y Jacob, a Raquel. Y Juan recalca que el pozo de Sicar es el pozo donde Jacob se enamora de Yahvé. La vida espiritual empieza por enamorarse de Jesús y hacerlo su centro, como decía san Vicente: “Nada me agrada que no sea en Jesucristo” (ABELLY, I, 78).

Es lo que quiere decir Juan en el episodio de la samaritana. Presenta a Jesús como el único capaz de saciar la sed de amor. Jesús, cansado del viaje, se sienta en el borde del pozo[1]. Es decir, se sienta sobre el manantial, sobre la fuente, no junto al pozo. Lo especifica san Juan para indicar que Jesús es el manantial: Yo soy el manantial de agua viva. Y vuelve a insistir en ello al señalar que era hacia el mediodía, cuando el sol está justamente encima y la sombra de Jesús se proyecta dentro del agua con la que se identifica. Será en otro mediodía, sobre la cruz, cuando Jesús dirá tengo sed. Y no es un misterio que el manantial de agua diga que tiene sed. Santa Luisa explica que esta sed es la de que sus méritos sean aplicados a todas las almas… ¡Tengo sed! Esta palabra se la dirige a los hombres para darles a conocer que quiere aplicarles los méritos de morir en cruz, pero no puede aplicárselos sin el consentimiento de cada alma (E 33).

Quien ama a Jesús tiene sed de su Espíritu, deseos de identificarse con él, de ser él. El amor es expansivo y tiene sed de poseer al amado. La sed de amor a Jesús lleva a seguirlo e imitarlo, a revestirse de él, a convertirse en él, de tal modo que haga suya su oración, su confianza en el Padre, su compasión a los pobres, y asimile sus virtudes de humildad, sencillez y caridad, y se transforme en Cristo.

Esta ansia de divinidad se lleva dentro. Todos buscan la felicidad y necesitan a alguien que aplaque esta sed de felicidad eterna, al igual que Miguel de Unamuno, cuando respondía a un amigo que le reprochaba que su búsqueda de eternidad era orgullo: “No veo orgullo, ni sano ni insano. Yo no digo que merecemos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello ni hay alegría de vivir ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo esto de decir: «¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!» ¿Y los que no nos contentamos con ella?”[2]

Vaciarse de uno mismo

San Vicente de Paúl decía a los misioneros: “Buscad a Dios en vosotros, ya que san Agustín confiesa que, mientras lo andaba buscando fuera de él, no pudo encontrarlo; buscadlo en vuestra alma, como en su morada predilecta; es en el fondo donde sus servidores, que procuran practicar todas las virtudes, las establecen. Se necesita la vida interior, hay que procurarla; si falta, falta todo” (XI, 429s). Y concluía que la vida interior se reducía a vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo, a rechazar las máximas del mundo y asumir las máximas del evangelio (XI, 417s). Enraizarse en Cristo, con los mismos sentimientos que tuvo Jesús es la espiritualidad vicenciana cuando se va a los pobres o se vive en comunidad (1Co 2, 6s).

Nadie puede ponerse un vestido nuevo si no se despoja del viejo, nadie puede revestirse de Jesucristo si no se despoja de sus intereses: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga” (Lc 9,23). Y lo escuchamos en el diálogo con la mujer samaritana: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy mujer samaritana? Jesús le respondió: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. Es mujer religiosa y quiere encontrar a Dios por medio del culto del Templo, pero el culto del templo no la conduce al espíritu y a la verdad. Jesús, antes de llenarla del agua viva de su manantial, le pide que se vacíe de ese culto equivocado, de sus sentimientos contra los judíos, de su orgullo de ser samaritana y de su vida material en busca de maridos: Llama a tu marido. -No tengo- Es verdad, has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido. Con esta simbología del marido Jesús exige vaciarse de todo lo que no es Dios, hasta de los quereres más íntimos, si impiden revestirse de su Espíritu que llena de luz y fuerza para pensar y querer como él.

Cuesta vaciarse de los pensamientos y quereres terrenos, y viene una mujer de Samaría, problemática y separada de los judíos por la pureza del culto y las tradiciones, y se vacía fácilmente en una breve conversación con Jesús, porque tenía sed de Dios. Acaso esto es lo que nos falta. Tenemos muchas teorías y lo que nos falta es sed de Dios. Nos falta oración (XI, 734).

Revestirse del Espíritu de Jesucristo

Cuando un hombre o una mujer son engendrados, el Espíritu Santo viene a ellos y en el bautismo los incorpora a la Humanidad de Jesucristo, pero cuando llegan a la edad de tener libertad y poder decidir, les pide que voluntariamente sean ellos quienes se revistan del Espíritu de Jesucristo. Santa Luisa de Marillac decía que “después de llegar al uso de la razón, de nosotros depende que esa gracia se nos siga otorgando” (E 19). Y se lo aplicaba a las Hijas de la Caridad, porque el fundamento de su vida espiritual está en la entrega a Dios, en la que experimentan la presencia del Espíritu de Jesús, que día a día las encamina a vaciarse de los intereses, egoísmos, autosuficiencia y sentimientos que las impidan revestirse de Jesucristo con el esfuerzo de sus brazos.

Una Hija de la Caridad difusa en miles de amores tiene que abandonarlos para llenarse del amor a Jesús, y una vez saciada, enseñarles a los pobres a descubrir que Jesús los ama y que ella ocupa su lugar, porque se identifica con él, revistiéndose de su Espíritu y ejerciendo el mismo servicio de Jesús, decía san Vicente a los misioneros: “Él escogió como principal quehacer el de asistir y cuidar a los pobres… Si se le pregunta: ¿qué es lo que has venido a hacer a la tierra? A asistir a los pobres. -¿A algo más?- A asistir a los pobres” (XI, 34). Si la Hermana va al pobre con la compasión, la humildad, la sencillez y la bondad de Jesús, los pobres la recibirán como la enviada de Jesús.

Dame de beber es el grito que lanza el pobre. Las Hijas de la Caridad ocupan el lugar de Jesús en la tierra, pero ¿escuchan el grito de sed que lanzan los pobres? No esperemos a que los pobres llamen a la puerta. Su pobreza ya está gritando, pidiendo de beber y que nos acerquemos a ellos; somos nosotros quienes tenemos que ir a buscarlos. Jesús era un viajero, buscando a los pobres que no suelen ser amados. Y si el pobre no llega, lo espera, como a la samaritana. Aunque el otro esté lejos tiene la posibilidad de responder al amor de Dios. Jesús fue al encuentro de la samaritana manifestándole aquello que tenía dentro: tengo sed de ti, obligándola a responder también con amor.

Revestirse del Espíritu de Jesucristo para vivir en comunidad

Jesús lleva la conversación a la vida de la samaritana en su pueblo, una vida como debiera ser. Antes de ir al pobre, hay que vaciarse en comunidad, como en un gimnasio, de la autosuficiencia y la doblez, y revestirse del Espíritu de humildad, sencillez y caridad. En el gimnasio de la comunidad nos adiestramos en no hacer problema de bagatelas ni a demonizar a la Hermana que no gusta. En comunidad se aprende a vivir las relaciones comunitarias y a conocerse en lo positivo o en lo negativo del carácter, en las debilidades, en el bienestar y en las fatigas de la historia afectiva de consagradas.

Mientras las Hermanas se ejercitan en comunidad en revestirse del Espíritu de Jesucristo, maduran para tomar la postura de Jesús. Jesús comienza por la humildad, rebajándose, pidiendo un favor. No le importa quién tiene la verdad. El favor indica necesidad en él y posesión en ella. Ella responde con ironía: tú judío… yo samaritana y encima mujer…, pero Jesús no se da por aludido. Busca que la mujer sienta sed de Dios.

Jesús se ofrece con toda sencillez a ayudarla, pero ella vuelve a responder con ironía: Acaso eres mayor que nuestro padre Jacob… [los judíos siempre superio­res]. Tampoco Jesús quiere coger la ironía. Él busca lo que puede interesarle a ella: no tener que venir a buscar agua, y se presenta con la sencilla autenticidad de ser él el manantial de agua. Ante esta proposición ella cambia de postura y ya no le llama judío, sino señor.

De nuevo Jesús se preocupa de lo que a ella le interesa, el problema de su marido, y Jesús, sin herirla le dice que su compañero no es su marido. ¿Por qué Juan pone cinco maridos? Eran los cinco dioses extranjeros que entra­ron en Samaría después de su destrucción. Su único marido es Yahvé. Y ella da un paso adelante y le llama profeta. Jesús la va ganando. Jesús la ha ido llevando a donde él deseaba: a satisfacer su sed de Dios. Lo ha logrado sabiendo ceder y sin herir. Si en comunidad una Hermana toma esta postura, ya está revestida de su Espíritu de humildad, sencillez y caridad, ya es profeta.

La mujer dejó el cántaro y se fue a la ciudad a anunciar el encuentro con un hombre que se presenta como el Mesías. Abandonar el cántaro e ir a compartir indica el ansia de la mujer en hacer partícipes a los demás de su hallazgo. Se vacía de lo suyo, del cántaro que necesita para apagar su sed, y se reviste de Jesús, el manantial. La mujer se ha convertido en un testigo y logra que Jesús more dos días con ellos en su misma ciudad. En la escena final están todos unidos, Jesús, la samaritana, los apóstoles y los samaritanos. Revestidas del Espíritu de Jesucristo, también las Hijas de la Caridad vivirán unidas con los pobres y en la comunidad.

P. Benito Martínez, C.M.

Notas:

[1] Traduction Œcuménique de la Bible

[2] Carta a Jiménez Ilundain en ROBLES CARCEDO, L. (ed.) Epistolario Americano (1890-1936), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 1996.

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