La Navidad es una explosión de alegría por las calles repletas de colores, luces, árboles iluminados, niños jugando con vestidos llamativos por sus colorines. Papá Noel y las caravanas de los Reyes Magos lanzan caramelos a la gente. Llegan las vacaciones escolares de Navidad y todos se divierten. En las casas preparan el Árbol con luces y dulces o el Nacimiento de Belén. Si Cristo ha nacido, ningún creyente debiera estar triste, porque la fe ya tiene una base firme y la vida camina siguiendo a Cristo hacia la felicidad eterna. El Nacimiento de Jesús es una Buena Noticia y un mensaje de alegría. En la Anunciación el ángel invita a María a vivir la alegría mesiánica: “Alégrate, llena de gracia”. Y Jesús llama felices a los discípulos porque sus ojos ven y sus oídos oyen que ha llegado la Buena Nueva de la salvación universal.
La alegría emoción humana
La alegría es una emoción del ser humano. Por eso, es imposible definirla. Sólo se la experimenta. Si alguien nunca la ha experimentado, jamás sabrá lo que es estar alegre por mucho que se le quiera explicar. Pero, ¿quién no ha sentido alguna vez que la alegría le produce un bienestar general y le pone contento? Sobre todo, llena de alegría comprobar que las promesas divinas se cumplen en nosotros, que Dios cuenta con nosotros y le somos útiles en la salvación de los pobres. Es la llamada a la alegría que solían hacer los fundadores a las primeras jóvenes que entraron en la Compañía por haber sido llamadas por Dios para servir a los pobres, alcanzando con ello la salvación en esta vida y en la otra. Por eso tenían que servirlos con alegría.
San Vicente insistía a santa Luisa, cuando comenzó a dirigirla, que buscara la alegría, que estuviera alegre. Desarrollarse como persona llena de alegría y de felicidad, sin identificarlas, ya que la felicidad nunca se da sin alegría, mientras que la alegría puede darse sin felicidad. Es la experiencia que llevó consigo santa Luisa durante su vida de sufrimiento, al tiempo que animaba a Sor Isabel Martin y a Sor Magdalena para que vivieran alegres en medio de sus enfermedades y dolores.
La formación debería ser un aprendizaje de la alegría. Las formadoras y las Hermanas Sirvientes tienen que ser personas alegres, pues para “enseñar a poner alegría” hay que vivirla como personas humanas con el carisma vicenciano y ver lo positivo en cada hombre y en cada cosa. La tendencia del hombre a la felicidad y a la alegría se sustenta en el convencimiento de que en el mundo hay mucho bueno posible de alcanzar, aunque la vida esté construida con altibajos de alegrías y tristezas, de goces y sufrimientos. Si se aceptan, las cosas sencillas dan alegría.
El anhelo de ser feliz y vivir contentos está arraigado en el corazón del hombre y va unido a la búsqueda de dar sentido a la propia existencia. Lo demuestra la experiencia cotidiana, cuando son tantos los que buscan infructuosamente esta felicidad alegre en las múltiples ofertas de la cultura del mundo, y son también tantos los que la buscan en el Dios que nace en Belén el día de Navidad. Su esperanza es la fuente de la alegría. Y de la tendencia a la alegría surgen los valores del optimismo realista, del talante positivo, de la seguridad, autoestima y satisfacción por la obra bien hecha.
Santa Luisa aconsejaba a las Hermanas que hicieran unas recreaciones amenas y san Vicente enseñaba un trato cordial para sentir alegría: “Principalmente por esto, tenéis que procurar tener siempre, en vuestro trato, ese respeto cordial, que testimoniaréis por medio de la reverencia y del rostro alegre. Pero, ¿qué es lo que tenemos que hacer, me diréis, para aparecer con el rostro sonriente, cuando el corazón está triste? Hijas mías, os lo digo, que vuestro corazón esté alegre o no, importa poco, con tal que vuestro rostro esté alegre. Esto no es disimulo, porque la caridad que tenéis con vuestras hermanas está en la voluntad; si tenéis la voluntad de agradarles, esto basta para que vuestro rostro pueda manifestar alegría”.
Aprender a estar alegres
Aprender a estar alegres es un objetivo en la vida de las Hijas de la Caridad. Con la alegría no se topa nadie de improviso, hay que fomentarla día a día en el corazón, en la comunidad y en la calle, disimulando posturas molestas, pero sin importancia, de las compañeras y de los pobres e intentar sonreír, sin que haya caras largas, disfrutando de las cosas sencillas y cotidianas presentes en los momentos de conversación, descanso, trabajo, amistad, conscientes de que la búsqueda ansiosa y descontrolada de las satisfacciones conduce a la pérdida del equilibrio interior y a la tristeza.
Aceptando las propias posibilidades y limitaciones con alegría de vivir lo que somos y lo que tenemos, sin renunciar a mejorar, pero sin tener nuestra atención centrada exclusivamente en lo que nos falta. Perder el tiempo en lamentaciones o quejas inútiles sobre lo que ya ha ocurrido y es irremediable, causa desasosiego y en el desasosiego no hay alegría. Encontraremos alegría cuando nos esforcemos por descubrir que en las personas y situaciones hay más positivo que negativo, que en el fondo todo ser humano es bueno y, por ello, hay que aceptar a cada Hermana tal como es.
Haciendo una fuente de alegría de nuestras ocupaciones habituales, de nuestro trabajo, sea el que sea, como expresión de nuestra capacidad y nuestra aportación a la sociedad en que vivimos. Es uno de los ámbitos principales de la vida humana y una fuente de satisfacción y alegría más importante. Hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo, al ejercicio de obras, al servicio a los pobres emprendido con alegría, entusiasmo, constancia y amor, decía san Vicente.
Contagiando la alegría con frecuencia y creando oportunidades de «pasarlo bien» todas juntas en comida, recreación, fiestas, salidas. No se necesita mucho ingenio ni se trata de hacer cosas muy especiales, sino de hacer «especial» el estar juntas. Es el pilar que sostiene el edificio de una comunidad de amigas que se quieren de verdad.
El sentimiento de tener que morir no quita la alegría
El sentimiento de tener que morir no tiene por qué quitar la alegría. Si el sentimiento de saber que moriremos nos quitara la alegría, equivaldría a considerar la vida como una tragedia insufrible, imposible de soportar. Sufrimos y morimos, pero el Recién Nacido nos da la esperanza de que nos acoge como una parte de su Humanidad. Aunque haya momentos de felicidad en esta vida, son momentáneos y pasajeros y, por ello, hay que renunciar a la felicidad permanente y definitiva en esta tierra, pero hay que gozarla cuando llega al despertar una mañana y sentir que la alegría es posible.
La esperanza da la alegría de lo que se ha llamado el «trabajo del duelo». Has perdido al que amabas o a la que amabas más que a nadie en el mundo y la alegría te parece definitivamente imposible, tienes la sensación de que nunca más serás feliz. El sentimiento humano de soledad y dolor está presente, pero la fe y la esperanza en los creyentes empuja hacia la alegría. Y seis meses o dos años después descubres que la alegría ha vuelto a ser posible, que incluso resulta real. Ese momento en que la alegría vuelve a ser posible atestigua que todo sufrimiento pasa, que después de la tormenta viene la calma, que la confianza en el Niño nacido se ha cumplido, que en cualquier caso está en buen camino, que la alegría renace lentamente. Somos mortales y no hay alegría sin la creencia de que el Niño Nacido en Belén es un Salvador que nos llena de esperanza en la felicidad eterna, por más que Montaigne diga que «toda alegría de los mortales es mortal». La alegría que viene de Dios es inmortal.
La alegría y el amor
Si el Nacimiento de Jesús nos llena de alegría, también podemos encontrarle en los sacramentos que ponen su Espíritu en nuestro corazón y en medio de la comunidad. Jesús animará de mayor a sus discípulos: «Os he dicho esto para que participéis en mi alegría y vuestra alegría sea completa» (Jn 15,11). Quien experimenta la cercanía de Jesús, quien escucha y entiende sus palabras, siente la alegría que encuentra en el fondo de su corazón, al experimentar que Jesús ha nacido porque le ama.
La alegría agranda el corazón y el corazón es símbolo del amor. No existe un amor sin alegría. El amor al que nos invita Jesús brota de la fuente interior de la alegría. El amor de Jesús no se acabó al morir; al contrario, culminó en la cruz. Muriendo por amor a sus amigos, los capacita para amarse unos a otros tal y como él los amó: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado. El amor supremo consiste en dar la vida por los amigos» (Jn 15,12s). Que Dios se haga hombre y nazca como un niño cualquiera en Belén causa más alegría que verlo morir en una Cruz.
P. Benito Martínez, C.M.
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