Las teofanías paganas y la Venida cristiana
La Iglesia tomó del latín la palabra Adviento o Advenimiento que se empleaba para celebrar las apariciones de los dioses paganos en sus templos. Pero, como el Dios de los romanos se hacía presente en el emperador, el culto imperial celebraba al Dios que aparecía entre los hombres en la figura del emperador, y el pueblo saludaba su visita a tal ciudad como un Advenimiento de su Dios presente en el emperador.
En tiempos pasados la llegada de un rey o un presidente a una ciudad traía una serie de privilegios y exenciones de impuestos tan ventajosos que sólo el anuncio de su venida llenaba de esperanza a los habitantes del lugar. Y todavía la venida de un gran personaje del gobierno o de la economía es recibida con ilusión y esperanza de mejorar la industria, el comercio o la situación de una región.
Los cristianos tienen presente la venida de Jesús al final de los tiempos para recapitular en él toda la creación. Y era la única venida que esperaban los primeros cristianos, cuando san Pablo escribió las cartas a los tesalonicenses. En el siglo IV, en España y en Francia se comenzó a hablar de la venida de Jesús el día de Navidad y de España y Francia pasó a toda la Iglesia.
Desde san Bernardo, además de la primera venida de Jesús en Navidad y de la última al final de los tiempos, la Iglesia declara la venida del Espíritu de Jesucristo, el Espíritu Santo, continuamente al interior de los hombres. Una venida del Espíritu que dura toda la vida, nos reviste de las virtudes de Jesús y nos convierte en Cristo. Sentir o experimentar la presencia ininterrumpida del Espíritu de Jesús llena de esperanza para afrontar con ilusión un compromiso cristiano y vicenciano. De ahí que la conversión en el Adviento sea un cambio de vida hacia la esperanza, convencidos de que vivir la vocación vicenciana de servir a los pobres es vivir la esperanza de que no estamos solos.
La esperanza cristiana transforma la historia
La esperanza abarca la existencia entera del hombre y le convence de que Dios quiere su felicidad en la otra vida, pero también en ésta. Y Jesús, al prometer enviarnos su Espíritu para salvar y hacer felices primordialmente a los pobres, exige nuestra colaboración, de tal manera que la salvación o el Reino de Dios no vendrá a la tierra si no es con el esfuerzo de los cristianos y la ayuda del Espíritu Santo. Esta es la verdadera esperanza que convierte a los vicencianos en la esperanza de los pobres.
El mundo moderno prescinde de Dios y confía totalmente en el potencial humano que puede lograr un progreso indefinido de la sociedad. Y a esta confianza en el hombre adulto, capaz por sí mismo, sin la ayuda del Espíritu divino, de construir un futuro siempre mejor, la llaman esperanza laica. Sin embargo, muchos empiezan a dudar de que el futuro pueda traer nada bueno y se habla del «fin de la historia», para decir que el destino del hombre no existe, que ya no contamos con una meta que dé sentido al camino de la humanidad. Se intenta orientar al hombre a vivir como si no hubiera futuro, a instalarse en una fugacidad conformista de que sólo cuenta el momento presente.
La visión cristiana toma conciencia de que la ciencia y la técnica no garantizan por sí solas un futuro más digno al ser humano, pero no es malo que, abandonadas las grandes palabras de lo que el hombre es capaz de darse a sí mismo, se valoren las pequeñas cosas y se disfruten como bienes del Creador. No es mala una esperanza humilde en lo cotidiano. Lo malo es que para lo grande y lo pequeño, para el futuro y el presente no se confía en la fuerza divina como fundamento último de la esperanza.
Para paliar la necesidad que tienen los hombres de esperar en algo, la cultura descreída asume supersticiones y creencias ancestrales, horóscopos, astrología, la reencarnación o la conciencia cósmica de la Nueva Era, que aniquilan al hombre como persona libre. Junto a estas formas de falsa religiosidad o en estrecha connivencia con ellas, se encuentra el fenómeno del culto a la productividad como única meta de la vida. Pero, si no hay otra vida en la que creer y por la que luchar, si todo está escrito en los astros o en las leyes del destino, si lo único seguro es sacar partido a la situación en la que nos pone la vida, brotan las conductas insolidarias.
La consecuencia de haber desterrado la esperanza en Dios y haberla depositado exclusivamente en la razón y en las fuerzas humanas es preocuparse exclusivamente de uno mismo. Peligrosa consecuencia porque ha encontrado un campo abonado en la doctrina de la salvación individual que la Iglesia católica propaga desde siempre. Y sin olvidar la salvación personal, hay que tener en cuenta la salvación universal. Las Hijas de la Caridad no deben esperar la venida continua del Espíritu del Señor únicamente como una salvación individual y una reconciliación con Dios de cada Hermana, sino como la realización del Reinado de Dios que traiga la unión comunitaria, la solidaridad con los pobres y la paz a toda la creación. Recordando que la venida del Señor en Belén es el final del Antiguo Testamento y este se escribe como un adviento en el que todo el pueblo hebreo -y no tanto cada judío- esperaba que se cumpliesen las promesas de los tiempos mesiánicos, cuando los hombres vivirían reconciliados y solidarios, las Hermanas, al igual que los judíos, tienen que vivir y actuar conducidas por la esperanza.
La desilusión
Los abandonados necesitan urgentemente la esperanza para no caer en la desilusión. Cuando se sienten impotentes para salir de la pobreza, se dan cuenta que han perdido el tren del bienestar y están en un apeadero donde no tiene parada ningún tren. Quedan excluidos de la sociedad. Más alejados del apeadero se encuentran los que por la edad o por no tienen dotes naturales superiores, caen en la apatía, incapaces de salir en busca de un trabajo digno y difícil de encontrar acorde con su categoría.
Si no en el mismo grado, sí puede aparecer entre las Hijas de la Caridad el peligro de vivir también ellas desilusionadas. Ante su vida espiritual, se consideran débiles e imperfectas. Siempre con los mismos pecados y rodeadas por la apatía que pueden mostrar las compañeras, les cuesta avanzar en la vida espiritual. La esperanza las anima con la frase de Jesús: Venid a mí todos los que estáis desilusionados y desanimados y yo os aliviaré, porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. Es la promesa de un hombre que también era Dios y nunca deja de cumplirse.
En la vida comunitaria pueden quedar insatisfechas las cinco necesidades vitales que buscamos para alcanzar la plenitud humana de las que habla Erich Fromm: sentirse querida, sentirse valorada y útil, lograr la identidad de ser ella, encontrar sentido a la vida y sentirse segura en la existencia. Cuando una Hermana no se siente amada o valorada, cuando ya no sabe quién es o no encuentra sentido a su vocación, cuando no se siente segura, pierde la ilusión de avanzar. Necesita asirse a la esperanza que le proporciona la certeza de la venida del Espíritu de Jesús. Todas las Hermanas quieren y esperan que se cumpla la promesa de Jesús: si alguno me ama, el Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él, pues no son ellas quienes han elegido a Jesús, sino él quien ha elegido a cada Hermana.
En la vida de servicio, sensibles a la llamada del evangelio se desaniman al no recibir refuerzos jóvenes y contemplar la situación económica y social de un mundo insolidario y herido por guerras, atentados, catástrofes naturales y oleadas de migrantes abandonados que sienten cómo el buitre de la desesperación los acecha para despedazarlos. Ante tantos obstáculos es fácil verlo todo negro. Sólo la esperanza en el Espíritu de Jesús, convertida en fuerza liberadora, mantiene a las Hermanas firmes en el esfuerzo.
La desilusión brota cuando una Hermana no tiene confianza en ella misma o cuando no espera que Dios venga en su ayuda. Si no confía en ella, vive el conformismo de la mediocridad, y sin la esperanza en el Espíritu divino, queda inmóvil, aplastada por las dificultades, sin coraje para avanzar.
Las Hijas de la Caridad, esperanza de los pobres
Los pobres sienten ilusión y esperanza si las comunidades de las Hijas de la Caridad viven de un presupuesto ajustado y dispuestas a desprenderse de muchos bienes para construir una sociedad nueva, en la que exista un reparto más equitativo de caudales y de oportunidades, signo de un reino de Dios.
Las estructuras del sistema social y económico han convertido al hombre en un mero sujeto que consume dentro de una sociedad tecnológica y mercantil: quien no consume no compra, no paga impuestos y es excluido de la sociedad. A las Hermanas se las exige ejercer sin miedo un papel crítico frente a cualquier poder que pretenda olvidarse de los desfavorecidos. Pero convencidas de que, aunque no es papel de las Hijas de la Caridad proponer un determinado sistema político sacralizado, como en la Edad Media o en tiempos recientes, sí debe tener la libertad de criticar los servicios que tocan a problemas acuciantes de los pobres, como la paz, la justicia social, la participación equitativa de todos en los bienes de la sociedad, el paro, los problemas de los migrantes, las mujeres maltratadas o los niños abandonados. La esperanza cristiana o es activa o no es nada. Dios viene en ayuda de las Hermanas al tiempo que los pobres esperan en ellas.
No hay que confundir esperanza con espera, mientras llega Dios. Esperar es algo pasivo sin que tú influyas en lo que esperas, como la llegada de un tres, mientras que la esperanza es sobrenatural e influye con fuerza divina en que llegue el reinado de Dios que supera nuestras fuerzas, pero no las de Dios. La esperanza cristiana puede mezclarse con la espera humana de los no comprometidos, con la espera interesada de los egoístas y con la espera creadora de los vicencianos. Según esperemos, seremos comprometidos o despreocupados, creadores o inmovilistas. La esperanza del esfuerzo humano da confianza a las promesas de Dios. La esperanza cristiana no puede ser aquel absurdo esperar a Godot, que nunca llega, como intentó desenmascarar Samuel Beckett. La esperanza cristiana confía en que sea el Espíritu de Jesús quien hable y actúe en nosotros.
Es significativa la prudencia vicenciana de saber esperar y no adelantarse a la providencia. San Vicente y santa Luisa aseguraban que la providencia consiste en confiar en Dios y tener la esperanza de que él diga a través de los acontecimientos cuándo y cómo actuar. Creer y esperar van unidos en la Hija de la Caridad por la sencilla razón de que ella, como cristiana, no cree en un concepto ni en una ley, sino que ama a una persona que le hace la promesa de enviarle el Espíritu Santo, y confía en que la cumplirá. Ha prometido que el Espíritu divino estará en las Hijas de la Caridad hasta el final de los tiempos con la certeza de que no la abandonará nunca, porque las ama.
La Hija de la Caridad que trabaja en medio del fangal de la pobreza no se desanima y comprende que la esperanza cristiana empieza allí donde nada hay que esperar del poder humano. Porque lo que nos ha prometido el Señor es un Reino de los Cielos, un mundo nuevo que escapa a todas las posibilidades humanas de realizarlo. Sin embargo, aunque construir el Reinado de Dios rebasa nuestras posibilidades, la confianza que nos lleva a construirlo es tan grande que nos enfrasca en el trabajo con la esperanza de que Dios lo realizará a través de nosotros. Jesús promete su ayuda y su Espíritu, pero contando con nuestro esfuerzo. Él actúa en el mundo de los pobres con el esfuerzo de nuestros brazos y el sudor de nuestra frente. Si fuese Dios solo el que realiza el Reino de los Cielos seríamos los inventores de una máquina a nuestro servicio y aniquilaríamos la imagen de un Dios Padre de amor. Si Dios fuera el único realizador de nuestros compromisos y el «consolador» de nuestros desconsuelos, sería el «opio del pueblo». Jesús no prometió lo que ya podemos alcanzar con nuestra fuerza, prometió lo que sobrepasa nuestras fuerzas. La esperanza cristiana confía en su ayuda para superar nuestra debilidad. La fe produce la esperanza, pero una fe soportada por el amor. Aunque no lo experimenten, las Hermanas creen en la venida del Espíritu de Jesús a su interior y no permiten que siga pernoctando fuera, “pues solamente esa esperanza me da un enorme consuelo”, decía san Vicente, y añadía: “esto es lo que Dios hace de ordinario: primero divide y luego junta, separa y luego acerca, quita y después devuelve; en fin, destruye y restablece” (VI, 509). Cristo no fracasó en el calvario, pues resucitó, y san Vicente llamaba mártires a las Hermanas, porque día a día abreviaban sus vidas en el servicio oscuro de los excluidos, dándoles sus personas, ayudándoles y acompañándolos a vivir la esperanza.
Benito Martínez, CM
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