Lam 2, 2.10-14.18-19; Sal 74; Mt 8, 5-17,
“No he encontrado fe semejante en ningún israelita”
Es un pagano, no conoce a Dios. Además representa a la fuerza de ocupación romana; comanda a cien soldados (por ello centurión) que se encargan de mantener el orden en la zona, someter a los revoltosos, obligar a los que se resisten a pagar el tributo. Es un hombre enérgico, fuerte, acostumbrado a mandar y a que se le obedezca.
Pero este hombre tiene una pena: su muchacho está enfermo, y busca desesperadamente aliviarle los sufrimientos. Entonces va a Jesús y le suplica, se pone en sus manos, con infinita confianza (“Basta que digas una palabra”). El amor lo hace vulnerable y lo dispone a confiar en Jesús.
Y se abre a la fe. La fe como locura, como un salto al vacío, sin lógica, sin pruebas ni cálculos. ¿Cómo un centurión suplica a un pobre hombre, de un pueblo sometido? ¿Cómo pone su esperanza y la vida de su hijo en manos de un desconocido? ¿Qué le hace tener la certeza de que Jesús, con una palabra, sanará a su muchacho? Sólo la fe.
Si la fe no me lleva a hacer locuras por Cristo, si la fe no me libera del miedo, si la fe no me da libertad, entonces no he llegado a la fe verdadera.
Si tuvieran fe, aunque fuera del tamaño de una semilla de mostaza… (Mt 17, 20).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón, cm
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