“Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos”
2 Tm 1, 1-3.6-12; Sal 122; Mc 12, 18-27.
Siguen los enemigos de Jesús con las preguntas. Ahora son los saduceos quienes, para desvirtuar la esperanza en la resurrección, le cuentan la historia de “la viuda alegre”. Aquella mujer que enterró a siete maridos, si resucitara, ¿con cuál de los siete tendrá derecho a pasearse por el cielo? Ya que los siete fueron sus esposos, ¿tendrá que caminar del brazo con todos ellos? (¡Alguna esposa con no muy buena experiencia del matrimonio nos diría que esa es la viva imagen no del cielo, sino del infierno!). Proponen, pues, una caricatura ridícula de la vida eterna. Y Jesús defiende la esperanza en la resurrección con toda energía. “Dios no es un Dios de muertos. Para él todos están vivos”.
Dios nos crea con una semilla de eternidad porque nos crea por amor, a su imagen y semejanza. Una vez que nos mira y nuestro rostro se imprime en sus pupilas ¿Cómo podría borrarse? ¿Cómo podríamos desaparecer, convertirnos en nada? ¿Cómo podría Dios permitir tal cosa?
Dios es un Dios de vivos. Te dio la vida y te la conserva cada instante, y te la conservará por siempre. Su casa es la tuya, tu patria definitiva es el cielo –si tú lo quieres–. El camino es Jesucristo.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón, cm
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