Entre los católicos, se levantan algunas voces y dan muestras de una desconfianza en la repetida llamada del Papa Francisco a acoger a los inmigrantes. En cambio, duran-te esta temporada de Cuaresma, abramos nuestros corazones a las muchas personas que experimentan la tragedia de verse obligadas a abandonar su país y dejemos que su testimonio nos perturbe y provoque un encuentro auténtico.
Católica desde mi nacimiento y tradición familiar, después por convicción personal, viví una infancia caótica en París con un padre policía y una educación profundamen-te racista. Cuando escuché en misa las palabras “era extranjero y me acogisteis”, yo pensé que no me concernía; personalmente yo animaba el canto de la asamblea du-rante 30 años, me ocupaba de los adolescentes y visitaba a personas que vivían solas; otros debían ocuparse de los extranjeros. ¡Cada uno su propio carisma !
Vivo en las Landas y hace poco más de un año llegaron 52 inmigrantes, todos hom-bres entre 22 y 39 años, todos Oromos, un grupo étnico políticamente perseguido en Etiopía. Como una cuestión de conciencia, oré por ellos en la misa de ese fin de se-mana.
Un día, uno de ellos se me acercó en la calle; más tarde admitirá que me encontró amistosa. Él comenzó a hablarme en inglés básico y respondí tímidamente; me invitó a sentarme y me contó su historia. Escuché cortésmente. Redwan me pidió que vol-viera al día siguiente y lo hice. Ese día recuerdo que volví a casa y lloré y dormí mal. Estaba lidiando con la trágica historia que compartió conmigo y con las lecciones del Evangelio que mi padre me dejó cuando murió hace 10 años. Cuando volví a ver a Redwan, supe que mi vida iba a cambiar. Encontré un nuevo significado en la vida. Al día siguiente, comencé a dar clases de francés en su apartamento; admito que sentí miedo, pero al final de la primera clase, me tranquilicé. Decir hola mirando directa-mente a los ojos con la mano extendida y firme, no miente. De enero a finales de mayo, las clases fueron en la sala de estar, una tras otra, hasta 8 horas por semana. Primero, a un grupo de 12 jóvenes, luego un segundo grupo de 10 y un tercero de 8 personas. Eran jóvenes que me esperaban con impaciencia, cuadernos abiertos, bolí-grafos en mano, y que competían para prepararme una taza de té, huevos revueltos, ensalada verde con limón. Estos fueron los jóvenes que me acompañaban por la es-calera y que, cada día, se confiaron un poco más. Me convertí en una hermana, una madre, una amiga. En marzo, comencé a invitar a mis alumnos a mi casa el domingo después de la misa. Como vivo a 4 kms del centro de recepción, hice varios viajes de ida y vuelta en mi pequeño Twingo. Jugamos a los bolos, “petanca”, dardos y cartas. A la 1 pm compartimos la comida, un sencillo buffet de pan, tomates, ensalada, pollo y fruta. Ellos trajeron coca-cola y fanta, prepararon y recogieron la mesa. Hacia las 2pm del primer domingo, uno me dijo que querían rezar y me sentí incómoda. Ac-tuando como si no fuera un problema, apilé sillas y mesas en mi clase, distribuí tres mantas y les dije: ¡siéntanse como en casa! A partir de ese momento, cada domingo, cada uno se turnaba para rezar y todos eran felices. A principios de junio, con la ob-servancia del Ramadán, terminaron los domingos en casa.
¡Ramadán fue un gran descubrimiento para mí! ¡Qué disciplina! ¡Que fuerza de volun-tad! Todos son musulmanes, excepto Aubushee, que es ortodoxo que una vez me acompañó a misa y con quien vimos videos sobre Jesús. Gracias a mi fe, pude enten-der la de ellos. Cuando oraban en mi presencia, oré a su lado. María ha sido mi con-fidente desde el principio, un apoyo infalible.
A menudo pienso en mi automóvil como si fuera una cámara de decompresión: cuando llego al Centro, dejo en sus recovecos las ansiedades materiales de una dami-ta francesa, mi preocupación por mi familia, amigos e incluso las de la Iglesia y todas las personas que no entienden mi compromiso. ¡Dios sabe que son muchos! Cierro la puerta, me pongo con mi mejor sonrisa y voy a reunirme con mis amigos. Al dejar el centro, mi coche acoge a todas las confesiones, todo el sufrimiento. Una oración, algunas canciones y parto de nuevo, serena.
Tengo un profundo respeto por estos jóvenes, he creado verdaderos lazos de amistad con algunos y me complace decir que he pasado uno de los mejores veranos de mi vida con ellos. Solo hay una sombra en esta escena: la falta de comprensión de mi familia y las personas más cercanas. Sin duda el miedo al otro, yo lo he vivido duran-te tanto tiempo, pero yo pensé en vano que, pasando los meses, cambiarían su pun-to de vista.
¡Gracias, Señor, por haber puesto en mi camino a estos jóvenes! ¡Gracias amigos! Galatoma hiriyoota kiyya! ¡Que la paz y la libertad vivan en Oromo y en todos esos países!
Fuente: http://filles-de-la-charite.org/
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