Los pobres molestan a la sociedad

por | Mar 23, 2018 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Como en otros tiempos se encerraba a los pobres en los llamados Hospitales Generales, hoy día se los encierra entre paredes inmateriales y sicológicas levantadas con papeleos, condicionamientos, averiguaciones y confrontaciones. La mendicidad avergüenza y atemoriza a los ciudadanos. Las ciudades son el colector final de todos los pobres porque la ciudad tiene más recursos públicos y privados para solucionar sus necesidades. Al fin y al cabo, en los núcleos urbanos siempre se puede mendigar.

En tiempo de san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac se encerraba a la fuerza en el llamado Hospital General, una especie de cárcel, reformatorio, taller y convento a toda clase de maleantes, vagabundos, mujeres de mala vida, ni­ños callejeros y a los mendigos, considerados insociables. Cada ciudad creaba un Hospital General para aliviar su presencia en las calles. Se ocultaba la basura pa­ra que no estuviera a la vista, pero no se atajaban las causas que producían tanta in­justa basura.

Para los gobernantes los únicos causantes de su miseria eran los mis­mos pobres: vagos, viciosos y simuladores de minusvalías, y había que encerrar­los: que trabajen y no cometan atropellos. En aquella sociedad cristiana se añadía la razón ética: la inmensa mayoría de esos pobres vivían como paganos sin religión ni moral. Al encerrarlos, se los podría evangelizar. Tendrían horas de trabajo, de catequesis y de piedad. En­cerrar a unos hombres que rechazaban el orden establecido, religioso, social y familiar era re­formarlos para que pudieran reintegrarse en la sociedad.

El ingreso, en teoría, era voluntario. Pero a quien no ingresaba se le negaba cualquier ayuda social. Al poco tiempo se encerraba a la fuerza. Los Hospitales Generales, mezcla de prisiones, fábricas, reformatorios y conventos no lograron sus objetivos, quedando reducidos a Asilos de ancianos. Primero, porque los mismos pobres lo rechazaban. Segundo, porque la gente humilde los consideraba de su categoría y los liberaba. Tercero, porque los acogidos resultaban gravosos a los establecimientos. Y cuarto, porque era contra la libertad de las personas que podían vivir como quisieran sin meterse con nadie.

Pero sobre todo fracasó porque la mendicidad no era cuestión de encerrar a los pobres, sino una consecuencia del sistema social. Tampoco pretendía insertarlos en la sociedad. Lo que pretendían era que los marginados asimilaran el sistema tal cual estaba constituido. Lo cual era imposible porque los cauces eran inapropiados y rechazados por los mismos excluidos.

 

El Asilo del Nombre de Jesús

Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, pensaban que los ricos sólo son los depositarios de los bienes que Dios les ha confiado. Un burgués de París entregó a Vicente de Paúl 100.000 libras para que las em­pleara en bien de los pobres. Después de mucho reflexionar y orar, se decidió a fundar con ellas un asilo donde recoger ancianos sin recursos, a mendigos y a antiguos obre­ros. Entonces no existía la seguridad social. Fue un acierto o una inspiración divina, ya que los ancianos salían de casa sin saber si volverían a entrar, pues era corriente que los pobres viejos, gastados, murieran en la calle.

Los padres paúles tenían una casa amplia llamada el Nombre de Jesús y san Vicente la reformó para acoger a 20 ancianos y a 20 ancianas. El capi­tal restante se puso en depósitos que produjera una renta sufi­ciente para sostener a los 40 ancianos que ingresaban voluntariamente y eran libres de quedarse o marcharse. Si el Nombre de Jesús fue visto con simpatía por la sociedad y deseado por los ancianos, se debió al genio organizador de santa Luisa. Cogió un papel y se puso a escribir: ventajas de hacer la obra, inconvenientes y manera de funcionar. Y resolvió instalar telares, la industria de entonces.

Pero aquellos mendigos y ancianos no sabían un oficio ni estaban acostumbrados a trabajar, e ideó una estratagema: “encontrar personas de buena condición que quisieran pasar por pobres y que su­pieran buenos oficios, aunque sólo fuera por seis meses para enseñar a los otros lo que sa­ben!”. Éstos arrastrarían a los otros al orden y al trabajo. “La dificultad estaría – añade- en que a estas personas quizá habría que darles un poco de vino o de cerveza». Y esto era peligroso, pues indicaría desigualdad e infundiría sospechas de la trampeja que había hecho.

Encontró gente honrada que se fingieron mendigos y los catalogó por oficios. Todos del gremio de tejedores. En cuanto a lo económico, no se ilusionó; sabía que “para poner el trabajo en marcha y ayudar a que continúe no hay que mirar los gastos… Hay que dar por seguro que el primer año reportará muy pocas ganancias” (E 76).

Escribe en un papel el presupuesto de cada persona al año: gastos de comida con vi­no, 105 libras, más 6 libras de luz y fuego. Hay otros gastos: 6 li­bras de ropa, 30 de la cama nueva y sábanas y 4 para cubiertos, palanganas, etc. (D 549). Valora el coste del material y el trabajo de cada peón, oficial y maestro, pues todo el que trabaja, por insignificante que sea su valor, debe cobrar, aunque sólo sea en forma de vino (D 551). Para abaratar los costes, indaga a través de las comunidades, los lugares y las épocas en que puede adquirir los materiales a precios más económicos (c.427) y para no engañar a los obreros ni ser engañada, pregunta a Vicente de Paúl los salarios que se pagan en París, sospechando que, en las afueras, los jornales estarán más bajos (c.443).

Al examinar el ba­lance de entradas y salidas, se pregunta por qué los tejedores se arruinan. Encuentra las causas en «que los obreros cuestan mucho, los al­quileres de las casas son caros y en que las familias tienen hijos». Ninguna de estas cau­sas concurre en el Nombre de Jesús. Más aún, aunque no hubiera ganancias valía la pena emprender la obra para dar empleo a muchas personas. Le propusieron hasta jóvenes sin trabajo “a los que la necesidad y la ignoran­cia empujaban a ofender a Dios (D 550).

En marzo de 1653, se inauguró la Casa de los pobres obreros como la llamaba Luisa. Después de unos meses de funcionamiento, el éxito era patente y se firmó el contrato de fundación, ratificado por el arzobispo de París. Los padres paúles se hicieron cargo del servicio religioso y san Vicente les dio algunas catequesis (X, n.85). Las peticiones de ingreso indican que los ancianos vivían contentos. De tiempo en tiempo, Luisa controlaba y lle­vaba personalmente la contabilidad de todos los telares y del trabajo de cada obrero con una minuciosidad y claridad que aún hoy nos sorprende.

Las Voluntarias de la Caridad miraban convencidas y entusiasmadas el resul­tado y concluyeron que san Vicente era capaz de crear un Hospital General para todos los mendigos de Paris. ¡Unos 40.000! Pero la iniciativa, levantó desconfianza entre los hombres influyentes en la Corte. Los funcionarios, los miembros del Parlamento y la Compañía del Santísimo Sacramento pensaban que una obra de tales dimensiones sólo podía ser ejecu­tada por hombres y hombres revestidos de una misión oficial. Criticaron el proyecto e in­tentaron parar las obras de la Salpetrière. No lo lograron, pero lograron que una obra tan ingente quedara bajo la autoridad del Estado.

Benito Martínez, CM

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