Sant 1, 1-11; Sal 118, 67-76; Mc 8, 11-13.
“Le pedían, para tentarlo, una señal del cielo”
Aquellos fariseos que discutían con Jesús –y los interiores nuestros– le piden “una señal del cielo”. ¿Otra más y según el mando y capricho de nuestro botón electrónico?
¡Señales, señales y más señales! Pero él, con los brazos extendidos en la cruz para acogernos, con la llaga de su costado para cobijarnos, con el agua que le sale para lavarnos, con su sangre para hacernos una indecible trasfusión de vida… ¡él es la señal! Y su resurrección es el sello del Padre para ratificar todo su camino.
¿Necesitamos más? ¿Hay algo más que pueda hacer por nosotros que no lo haya hecho? “Nuestro Señor Jesucristo –decía san Vicente de Paúl– es nuestro padre, nuestra madre y nuestro todo”. ¿Necesitamos alguna nueva prueba, alguna nueva señal?
Pedirle otras señales, a quien nos las ha dado todas, es una manera de menosprecio y de ingratitud. Por eso Jesús no les dio ninguna otra señal a los fariseos, y “dejándolos, se subió a la barca y se fue al oro lado del lago”. Él no vino a dar un espectáculo, sino a dar la vida y darnos vida.
Gracias, Señor Jesús, por las infinitas señales que nos has dado. Ábrenos los ojos y límpianos de todas las tinieblas que nos enceguecen.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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