Lev 13, 1-2. 44-46; Sal 31, 1-11; 1 Cor 10, 31–11,1; Mc 1, 40-45.
Comprendo a este leproso del evangelio de hoy. Jesús rompe la ley, y lo toca. Él queda curado. Pero Jesús le prohíbe que cuente lo sucedido. “Más él se puso con entusiasmo a pregonar la noticia”. ¿Cómo callarse una gratitud y una alegría tan grande? Algo parecido sucedió con el samaritano del grupo del de los diez curados (Lc 17, 11ss). Jesús les dijo: “Vayan y preséntense a los sacerdotes”. Pero el samaritano, en cuento se supo curado, se saltó el aviso de Jesús y regresó a darle las gracias. Y Jesús lo aprobó: “No quedaron limpios los diez, ¿dónde están los otros nueve?”.
¿Por qué quería Jesús que el leproso guardara silencio sobre su curación? Porque la gente es muy milagrera y, al saberlo, ya no
buscarán a Jesús, sino los milagros de Jesús; no al Dios de los dones, sino los dones de Dios. Sucede lo mismo cuando le llaman Profeta, Mesías o Hijos de Dios. Ellos tienen una idea previa de lo que eso significa y como si fuera un vestido se lo ponen a Jesús. Pero Jesús no es profeta, o mesías o Hijo de Dios a la manera que ellos lo piensan.
Cómo lo sea, sólo se aprende de él, de su vida, su muerte y su resurrección. No son esas palabras las que revelan a Jesús, es Jesús el que revela qué significan en su caso esas palabras. Sólo en él aprendemos quién es.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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