Santa Luisa de Marillac y San Vicente de Paúl, ¿eran antifeministas?

por | Feb 2, 2018 | Benito Martínez, Formación | 0 comentarios

Situación de la mujer

En el siglo XVII eran distintos el mundo de la mujer campesina y el de la mujer noble, y no se les puede aplicar indistintamente la situación de la mujer en aquel siglo. Pero intuimos que en general la mujer era un ser humano excluido de la sociedad. Lo viene a poner el abad Michel de Pure en boca de una de las heroínas de su novela La Précieuse: “Yo fui una víctima inocente, sacrificada a motivos desconocidos y a oscuros intereses de familia, pero sacrificada como una esclava, atada, aplastada, sin tener la libertad de exhalar suspiros, de manifestar mis deseos, de poder elegir. Se aprovechaban de mi juventud y de mi sumisión, y me enterraron, o mejor, me sepultaron viva en el lecho del hijo de Evandro”[1]. Y lo podrían decir María de La Noue, mariscala de Temines, casada a los 13 años con el señor de Chambret, de 55 años, brutal, enfermo y cubierto de úlceras[2]; y tantas mujeres como cuenta Tallement des Réaux.

La mujer raramente podía elegir su destino ni actuar civilmente como una persona libre. Estaba excluida de la ciudadanía política o derecho a ejercer el poder político, con excepción de las Reinas Regentes. Cuando Luisa de Marillac pretende firmar el contrato de la instalación de las Hijas de la Caridad en el hospital de Angers, los administradores se oponen porque es mujer, y unicamente se lo permiten cuando san Vicente, director de las Caridades, se lo autoriza como delegada suya (II, 7, 11, 12). Estaban excluidas de la ciudadanía civil o derecho de propiedad y de disponer de sí misma, a excepción de las viudas que tuvieran bienes suficientes para criar a los hijos, como lo era la señorita Le Gras; y de la ciudadanía social o derecho de participación igualitaria en la vida pública, pero tampoco esta privación se aplicaba a la señorita Le Gras, porque tenía que defender los derechos de su hijo menor de edad.

Si lo tenemos en cuenta, no debieran escandalizarnos dos frases crueles, pero significativas que escribe Mme. De Sévigné sobre las mujeres jóvenes que quedan viudas: “Las jóvenes viudas no tienen apenas de qué lamentarse; serán felices por ser dueñas de sí mismas o por cambiar de amo”. Y la segunda: “Triste consuelo es la esperanza de verse viuda, pues este favor del cielo es siempre demasiado tardío, y nuestros mejores tiempos se han pasado ya cuando ese día llega”. Y lo escribe una mujer bella y rica, nieta de santa Juana Francisca de Chantal, que quedó viuda a los 25 años con dos hijos y rechazó a numerosos pretendientes. Y nos consta que también los rechazó Luisa de Marillac, viuda joven y guapa con un hijo (SV. I, 198).

Desde el momento en que nacía una niña quedaba definida, con independencia de su rango social, por la dependencia a un hombre, padre, marido, hermano o tutor. A Luisa de Marillac un Tribunal de Justicia le puso un tutor para que defendiera sus bienes (D 825). Hay una perfecta continuidad del papel del padre y del marido, y ella formaba parte del patrimonio de uno de los dos. A la autoridad del primero sucede el poder del segundo. Eran sus responsables legales, a los que tenía que estar sumisa, y ellos la guardaban y la defendían de las violencias de la dura realidad de aquel siglo. Soltera o casada estaba considerada como una menor y podía ser tratada y aún golpeada por el marido como lo había sido por el padre. Si las comedias de Molière tuvieron tanto éxito, en cierto modo se debe a que reflejan fielmente la cruda realidad en que vivían las mujeres.

Y como estaba subordinada al marido, la mujer adúltera podía ser encerrada en un convento o condenada a muerte, mientras que el adúltero solamente era condenado al destierro temporal o a pagar una multa; y como la matriz no transmite nobleza, la noble que se casaba con un plebeyo perdía su nobleza, pero conservaba su categoría el gentilhombre que se casaba con una mujer plebeya[3]. Y si la mujer estaba sometida al hombre que le daba techo para cobijarse, a la mujer trabajadora se la pagaba menos que al hombre. Toda mujer que pensara casarse no podía ser una carga para el marido, o llevaba una buena dote entre las capas altas de la sociedad o trabajaba, si era de clase pobre; de lo contrario, ningún obrero o campesino se casaría con ella. De ahí que las chicas pobres empezasen a trabajar a los 12 años con el fin de tener un ajuar cuando se casaran.

La muerte del marido ocasionaba tremendas consecuencias sociales, económicas y sicológicas, a no ser que la viuda tuviera bienes suficientes para educar a los hijos con cierto desahogo, como era el caso de la viuda Le Gras que sólo tenía un hijo. Sin embargo, éste fue el principal motivo por el que fracasaron las primeras conversaciones para encontrarle mujer, y amenazó con romper las conversaciones con la familia de la segunda joven con la que se casaría. Luisa de Marillac lo comprendía y la disculpa ante Vicente de Paúl: “Entro en los sentimientos que la prudencia humana da a esta buena joven que, por el conocimiento que tiene de él y de los pocos bienes que yo puedo dejarle, ve que no puede esperar llegar nunca a reunir una fortuna, teniendo entre los dos apenas para sostener una pequeña familia, y como de ordinario las cargas caen sobre los que menos medios tienen para sobrellevarlas, el pensamiento de la muerte y de dejar unos pobres huérfanos, la lleva a temer meterse en ese peligro” (c. 311). Los matrimonios eran un negocio familiar. Los representantes de las dos partes trataban los bienes que aportaría cada uno de los futuros esposos tanto en comunidad de bienes como parafernales, y este contrato era irrompible ante los jueces, a no ser para consagrarse a Dios en el sacerdocio o en religión. Nadie, ni siquiera los padres, podía oponerse a una mujer soltera o viuda a entrar en un convento. Más, frecuentemente eran los mismos padres los que empujaban y obligaban a varias hijas a hacerse religiosas para conservar la herencia del primogénito o la dote de otra hermana a la que pretendían casar con alguien de categoría. La dote que pedían los conventos era inferior a la dote matrimonial de las nobles y burguesas. Esta costumbre, admitida por la Iglesia como una llamada normal a la vocación, explica en cierto modo la abundancia de vocaciones femeninas.

Una escapatoria a esta situación era la piedad -la devoción, se decía-. La autoridad del clero debilitaba la autoridad del jefe de familia y daba cierta autonomía a las mujeres de alta alcurnia. En contraste con la superioridad que la sociedad daba al hombre, el ideal ético y la piedad daban la posibilidad de superar al hombre. Otra escapatoria era visitar a las religiosas en su convento y convertir el locutorio en un lugar donde las mujeres víctimas de la violencia conyugal podían desahogarse. 

Formación en humanidades

Para la formación de una joven había tres alternativas: convento, internado laico y las pocas y vulgares escuelas elementales de caridad, generalmente fundadas por instituciones religiosas para niñas sin recursos económicos.

En aquel siglo no había escuelas para niñas, porque las mujeres ni podían ni debían estudiar. Y esto -decían- por cuatro motivos: Primero, porque la mujer no está dotada del mismo entendimiento que el hombre; segundo, porque si se igualara en conocimientos al marido, desaparecería la sumisión femenina al varón y no querrían hacer las faenas domésticas; tercero, porque en una sociedad donde la mortandad infantil era inmensa, el papel social de la mujer era engendrar, difícil de cumplir si se dedicaba a los estudios. Y más peligroso aún, las mujeres instruidas estarían capacitadas para enseñar a los varones, que quedarían avergonzados, como lo experimentó santa Luisa en algunos pueblos (D 803). Peor aún, podrían participar en las decisiones cívicas e influir en leyes obligatorias para los hombres. Cuarto, había otra razón que se podría llamar ética. En una época en que la moral cristiana dominaba todas las esferas de la sociedad, no se podía tolerar que niños y niñas, aunque fueran menores de 8 años, estudiaran en la misma clase. Estaban totalmente prohibidas las escuelas mixtas.

Desde principio del siglo XVII comienza a brotar débilmente una nueva mentalidad de protesta que asumirá el movimiento de las Précieuses (de precio), estimulado por dos razones religiosas: Primera, si sabían leer, la lectura fijaría más fácilmente las enseñanzas de la religión en las niñas; y segunda, hay que capacitar a las futuras madres para que enseñen la doctrina católica a sus hijos, como lo hacían las madres hugonotes con la doctrina calvinista que se extendía por todo el Estado. Estas dos razones influyeron en determinadas instituciones religiosas para establecer escuelas de niñas. Bárbara Bailly cuenta que Luisa “tenía mucho celo por la salvación de las almas, yendo por los pueblos para instruir a las niñas pobres y poner escuelas” (D 803).

Amparándose en esta mentalidad se empezó a enseñar a las niñas la religión, la moral, manejo de hilos y aguja, algunas operaciones aritméticas que las facilitaran llevar la economía casera y la lectura-escritura. Tengamos presente que entonces se enseñaba a leer, primero en latín y luego en francés. Hasta 1650 no se impondrá la pedagogía de Port-Royal de enseñar a leer directamente en francés.

Sin embargo, a escribir se las enseñaba con cautela, porque muchas maestras no dominaban la escritura y para impedir que escribiesen a los chicos. San Vicente en una conferencia viene a decir a las Hermanas que se ejerciten “en la lectura, para haceros capaces de enseñar a las niñas” (IX, 58), pero en otra conferencia las anima a aprender a leer y escribir “para que podáis escribir vuestros ingresos y vuestros gastos, dar noticias vuestras a los lugares apartados, y enseñar a las pobres niñas de las aldeas” (IX, 212). Santa Luisa, por lo contrario, cuando dice que las Hermanas debieran emplear el método de las Ursulinas, afirma con toda claridad: “no me refiero a la escritura porque no creo convenga que las niñas aprendan a escribir” (c. 210).

Sobre todo, se enseñaba a vivir la religión y la deferencia con las personas de categoría. Cortesía que aprendió Luisa de Marillac, como se ve en las relaciones con las señoras de la Caridad del Hôtel-Dieu, a pesar de las muestras de confianza que le daban.

Aunque nos parezca ridículo, también influyó en la apertura de la instrucción femenina, el papel que la sociedad daba a la mujer de ser útil al marido, que encontraba una esposa culta con quien dialogar y con quien poder asistir a los salones sin desentonar. De ahí que a mitad del siglo XVII aún los conventos y las nuevas congregaciones religiosas prepararan a las jóvenes para el mundo más que para el convento.

La instrucción femenina avanzaba lentamente entre la necesidad y la desconfianza, para evitar que las mujeres se convirtieran en rivales de los hombres, pero apoyada en la antropología de aquel siglo. El hombre y la mujer son diferentes sexualmente y esa diferencia implica una desigualdad de inferioridad para el sexo débil en una sociedad jerarquizada por pactos implícitos entre los hombres que necesitaban la fuerza física para la agricultura y la guerra. La misma igualdad proclamada en los Derechos del Hombre y del Ciudadano por la Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa de 1789, se refiere a la igualdad entre aristócratas y plebeyos, y no entre hombres y mujeres. La instrucción femenina era una preocupación secundaria para la sociedad, como escribe Martine Sonnet: “En la medida en que el principio de la igualdad de los sexos sigue siendo una quimera, a pesar de los esfuerzos prodigados por profesores con talento, el acceso de las mujeres al conoci­miento continúa obstruido”.

Internados laicos

En el siglo XVII empezaban a propagarse en Paris los internados laicos que formaban a las hijas de la nobleza provinciana y a las jóvenes de clase media para un matrimonio con un noble de provincia, un funcionario o un ciudadano de clase media. Se las formaba para relacionarse con personas de clase alta, para administrar la casa, hacer las labores domésticas más comunes y dirigir a las sirvientas. Para ello debían aprender ellas mismas la limpieza, cocina y lavadero, mezcladas, a veces, con otras trabajadoras. En uno de estos internados se formó Luisa de Marillac para el matrimonio.

Todas las funciones domésticas de servicio y organización que había aprendido en el internado las necesitará para enseñárselas a las Hijas de la Caridad, chicas campesinas sin conocimientos suficientes para enseñar a las niñas, cuidar a los enfermos o dirigir y administrar hospitales y otros establecimientos.

Solamente teniendo presente su formación en aquel internado laico, podemos entender que una mujer burguesa del siglo XVII pudiera redactar reglamentos tan acertados para las Hermanas que se dedicaban a las escuelas, a los Niños abandonados, a los hospitales, a los ancianos, a los galeotes, a los pobres de las parroquias, cómo tratar, vestir y dar de comer a los niños, cómo curar a los enfermos, ocupar a los ancianos, tratar a los galeotes o emplear las toallas y las servilletas[4].

Las escuelas para niñas

Pero el enfrentamiento más audaz de los dos santos contra la marginación femenina se centró en establecer escuelas para niñas pobres y asegurar su continuidad, preparando jóvenes capaces de convertirse en maestras, como Germana. Los padres no tenían ilusión por enviar a sus hijos a la es­cuela, ya que, además de necesitarlos para el trabajo y tener que pagar las clases, sabían que sus hijos nunca dejarían de ser pobres. Preferían enviarlos a aprender un oficio. En peor situación, estaban las niñas. Las familias consideraban un lujo las escuelas femeninas. Lo más útil para ellas y para las madres, que trabajaban en el campo, era emple­arlas desde muy niñas en las faenas domésticas.

Aunque la catequesis fuera el primer fruto de la escuela y el primer motivo por lo que el Concilio de Trento había decretado que cada parroquia tuviera una escuela gratuita en los pueblos, fue un sueño irrealizable hasta que se fundaron varias congregaciones religiosas, y las Hijas de la Caridad[5].

Era la mentalidad corriente

Esta desigualdad era admitida por todos desde que Aristóteles declarara que la mujer es un varón frustrado, y santo Tomás de Aquino, que la mujer nace por un fallo de la naturaleza, y lo explica con un criterio que hoy nos suena a fábula infantil: “Considerada en re­lación con la naturaleza particular, la mujer es algo imperfecto y ocasional. Porque la potencia activa que reside en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino. Que nazca mujer se debe a la debilidad de la potencia activa, o bien a la mala disposición de la materia, o tam­bién a algún cambio producido por un agente extrínseco, como los vien­tos australes, que son húmedos”[6].

La Iglesia reconocía que las mujeres tenían alma inmortal y Cristo había muerto también por ellas, pero era aún más dura en lo tocante a la marginación. Aquella jerarquía eclesial compuesta de varones tenía presente lo que afirmaba san Pablo: “El jefe de la mujer es el hombre… No procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre”[7].

La Jerarquía eclesiástica y los teólogos encontraban en esta mentalidad social una disculpa a la escandalosa inmoralidad de bastantes sacerdotes y religiosos, pobres ingenuos -decían- seducidos por las artes eróticas de la mujer, puerta del diablo, según Tertuliano. Y asomarse a la ventana se consideraba un tachón para la mujer decente. La mujer quedaba encerrada en lo que, modernizando la expresión, serían las tres “C”: cocina, cama, convento. Desconfiaban de las mismas religiosas a las que había que encerrar en clausura dentro de altos muros[8].

Mentalidad de san Vicente y santa Luisa

En tiempo de Luisa de Marillac aparecen unas pocas voces contra esta injusticia social en los salones de Me. Rambouillet y de Melle de Scudéry, pero sin olvidar que Melle. Scudéry no se atrevió a escribir sus novelas con su nombre, sino con el de su hermano Jorge. Contagiadas por las escasas feministas del siglo XVI como Cristina de Pisan, Margarita de Navarra o Luisa Labé, también en el siglo XVII aparecen algunas mujeres reclamando sus derechos como María de Gournay y, en un sentido apostólico o eclesial, la ursulina María Guyart [beata María de la Encarnación]. Alrededor de los derechos femeninos gira la conocida querelle des femmes o debate de mujeres.

En algunos aspectos, también san Vicente y santa Luisa pueden ser considerados defensores de los derechos de la mujer. Solo en algunos aspectos, pues los dos aceptan la situación social y no se enfrentan a ella, especialmente santa Luisa. Para comprenderla hay que tener en cuenta que la señorita Le Gras era una viuda de la burguesía que debía defender los derechos de un hijo varón menor de edad y esto le daba cierta autonomía y le atribuía ciertos derechos. Por otra parte, también a ella la habían marginado las leyes por ser mujer y tener un nacimiento oscuro. Tuvo que asumir las estructuras sociales y no se atrevió a rebelarse. Sola, sin un varón, padre o marido que la defendiera en la vida, tuvo que ser declarada mayor de edad al cumplir 19 años y poder así defender sus pocos bienes. Cansada de luchar, se dio cuenta de lo indefensa que estaba una mujer y se apoyó en un hombre, la mayor parte de su vida en su director Vicente de Paúl. Este fue uno de los motivos por el que exigía que el Superior General de la Compañía fuera Vicente de Paúl, y por el que pedía que las comunidades de Hijas de la Caridad consideraran a los superiores de los paúles como sus superiores, si residían en el mismo lugar, y por el que aceptaba que las Caridades tuvieran a un hombre como procurador, cosa que, por lo demás, exigían las leyes civiles.

El sentimiento de inferioridad femenina de la señorita Le Gras se ve comparando algunas frases de la santa con otras parecidas de la feminista Luisa Labé, o examinando el borrador del proyecto de un Hospital General que le encargaron las Damas de la Caridad: «Si se mira la obra como política, parece que la deben emprender los hombres si se mira como obra de caridad, la pueden emprender las mujeres… Que sean ellas solas, parece que ni se puede ni se debe; por ello, sería de desear que algunos hom­bres de piedad… se les uniesen, tanto para los consejos, diciendo su parecer como una de ellas, cuanto para actuar en los procesos y actuaciones de la justicia… Hay que desear… que los hombres ayudantes no se desdeñen de este papel, aun­que, hablando humanamente, parece que esta manera de actuar no sea razonable, al no ser lo ordinario» (E 77, D 558).

Vicente de Paúl, sin embargo, se liberó de esta concepción. Cierto, no se le puede atribuir las ideas modernas de la lucha feminista ac­tual; ni se lo planteó. Sería un disparate anacrónico. Él seguía un doble principio: primero, los indigentes necesitan a las mujeres, y segundo, Dios también las necesita en favor de los pobres. Y así incluyó a las mujeres en la vida social y las hizo protagonistas de sus actividades, considerándolas tan capacitadas o más que los hombres, para las acciones caritativo-sociales. 

Las Señoras de las Caridades

Empezó organizando, a través de las Cofradías de la Caridad, -hoy llamadas “Voluntarias de la AIC”- a miles de mujeres de las cla­ses altas. Para las mujeres devotas en aquel siglo, como eran las señoras de las Caridades, con una posición económica acomodada, además de darles libertad, la beneficencia era un aliciente para encontrar a Cristo en los pobres, a la vez que los pobres rezaban por ellas. Así se lo expresa san Vicente a la señorita Le Gras, cuando ésta decide dedicarse a los pobres (I, 135s).

Además, quedaba satisfecha la sicología de unas señoras que en el matrimonio se sentían unicamente como objeto de placer y de reproducción por parte del marido o como una pieza negociable para la fortuna de la familia. La beneficencia les daba la sensación de entablar nuevas relaciones de amor y agradecimiento con las personas a las que ayudaban. En el Reglamento de vida que Luisa de Marillac se propuso al poco de quedar viuda, vemos que entre líneas se refleja este sentimiento (E 7).

Finalmente, las señoras de la élite social gracias a la beneficencia entraban en un mundo que les ofrecía un papel más universal que el reducido ambiente de las obligaciones familiares. Era una liberación a la que no podía oponerse el marido. También san Vicente sabía que “las limosnas” eran los únicos gastos, que podían hacer las mujeres de bien sin permiso de sus maridos y aún contra su parecer. Mujeres de bien, porque dar limosnas pertenecía sólo de las señoras de alta alcurnia, entre ellas la señorita Le Gras. El lugarteniente de Beauvais intentó prohibir las reuniones de las 300 Señoras de las Caridades que había fundado en la ciudad “cierto sacerdote llamado Vicente”[9]

San Vicente comprometió a cientos de mujeres nobles y burguesas en una labor en favor de los pobres y las pasó de la sombra a la primera fila de la sociedad, prefiriéndolas a los hombres, como se lo escribía al P. Blatiron: “Y yo puedo dar este testimonio en favor de las mujeres, que no hay nada que decir en contra de su administración, ya que son muy cuidadosas y fieles”, mientras que los hombres “desean hacerse cargo de todo y las mujeres no lo pueden soportar”. Y concluye con una resolución drástica: “fue necesario quitar a los hombres”[10]. Y en otra ocasión: “Parece que el cuidado de los niños expósitos es cosa de hombres y no de mujeres. Respondo que Dios se sirve de los que quiere» (X, 939). Y animaba a las señoras de las Caridades: “en cuanto a que no es una obra para mujeres, sepan señoras, que Dios se ha servido de vuestro sexo para realizar las cosas más grandes que se han hecho jamás en el mundo. ¿Qué hombres han hecho alguna vez lo que hicieron tantas mujeres en Israel y en la historia?” (X, 945).

Se ha dicho que san Vicente tenía unas cualidades especiales para tratar a las mujeres. Lo afirma santa Luisa (D 831). Pero también hay que afirmar que era un hombre inteligente que supo captar la situación de inferioridad social de la mujer. Él había presenciado la encarnizada lucha de Bérulle contra Duval y Gallemant por dirigir a las carmelitas que habían llegado de España. Vicente de Paúl era el único hombre de la asociación, constituía la cabeza y no quería a otros hombres que pudieran desbaratar sus ideas. A pesar de ser un hombre plebeyo y ellas, mujeres de la nobleza que podían discutirle sus ideas, sabía que eran mujeres y él, un hombre y sacerdote, además.

Aunque fue constante la sintonía entre los dos fundadores y la admiración que mutuamente se sentían (D 803), tenían diferente sensibilidad ante la posición de la mujer en la sociedad, impidiendo atribuir a uno lo que es exclusivo del otro. 

Las Hijas de la Caridad

La importancia que depositan en las mujeres de categoría social baja hay que atribuírselo a los dos fundadores. Desde fuera del margen civil introdujeron en las actividades y en la vida social a las Hijas de la Caridad, que pertene­cían, con raras excepciones, a las clases bajas de la sociedad, al campesinado. De este modo hicieron protagonista a la mujer plebeya igualándola a las personas de categoría y dedicándola a obras de caridad que en aquel siglo era exclusivo de los hombres o de las mujeres pudientes[11]. Lo aclara san Vicente en una conferencia: “Podréis decirme: Ellos son hombres; y nosotras, pobres mujeres. Sabed, hijas mías, que muchas personas, incluso de vuestro mismo sexo, atraviesan los mares para ir a servir a Dios en el prójimo” (IX, 1054). 

Inclusión social impresionante en cuanto que la Compañía de las Hijas de la Caridad hipotecó muchas ideas y actividades audaces de Vicente de Paúl y de la señorita Le Gras que no se atrevieron a llevarlas a la práctica de inmediato por miedo a que la Compañía fuera suprimida, como era la idea de santa Luisa de hacer una sola Congregación o Compañía con dos ramas, una masculina, los Padres Paúles, y otra femenina, las Hijas de la Caridad. Por los datos que yo conozco, me atrevo a afirmar que era una relación más institucional que la que existía entre una Orden Primera de frailes y una Orden Segunda de monjas, que ella ya había podido contemplar en las dominicas con las que estudio, en las capuchinas con las que convivió y en las carmelitas descalzas a las que frecuentó, cuando abandonó el palacio de los Attichy.

Según pasaban los meses los fundadores descubrieron el potencial que encerraba aquella Cofradía de mujeres sirvientas en bien de los pobres, pero descubrieron igualmente la carga explosiva que contenía contra el sistema social de órdenes y clases.

San Vicente y santa Luisa conocían la oposición de la Corte, del Parlamento y de las clases altas de la sociedad a las Hijas de la Caridad. Y tenían sus razones. La primera era que las Hijas de la Caridad no renunciaban a sus bienes y conservaban los derechos a la herencia, y podían abandonar la Compañía en cualquier momento sin tener que pedir dispensa a los obispos o a Roma. Volver a la familia implicaba una serie de litigios continuos y juicios costosos sobre la herencia familiar. La segunda razón hoy nos escandaliza, pero así era la costumbre de aquel siglo: Esta nueva institución atrayente por su modernidad podía encandilar a muchas jóvenes de la nobleza y de la burguesía dueñas de la mayoría de las prebendas abaciales que suponían ingresos considerables para las familias y que se podían perder si sus hijas entraban en esa Compañía y no en los monasterios[12]. Si esta razón nos escandaliza, la tercera nos repugna: Las Hijas de la Caridad eran mujeres de baja categoría sin cultura y pasaban, sin embargo, a ser las directoras de establecimientos de beneficencia[13], rompiendo la escala social intocable en la sociedad civil e incluso en los monasterios y conventos. No es de extrañar que la nueva Compañía preocupara al Procurador General del Parlamento de Paris.

Aunque fuera más por motivos de castidad, tampoco a la jerarquía eclesiástica le convencía esta clase de seculares. Los escándalos y los peligros en los viajes, en las casas de los enfermos y en la misma calle no eran ilusorios. Y, además, ¿quién se hacía cargo de esta especie de religiosas si se salían? Estos fueron algunos de los motivos por los que fueron suprimidas las hijas de María Ward. Y es lo que daba miedo a las autoridades civiles: que, si abandonaban y no tenían bienes ni trabajo, aumentara el número de pobres o se dedicaran a la prostitución para sobrevivir.

Las Hijas de la Caridad, mujeres solteras

Luisa de Marillac era una santa, pero también una mujer de mundo que conocía bien los entresijos de la sociedad. Sabía los peligros que corría si una Hermana quedaba sola en casa y el escándalo que producía ver que un hombre entraba en su casa. Ella tuvo que insistir a la Duquesa de Liancourt para que descubriera la calumnia que corría por la ciudad de que habían visto a unos hombres entrar de noche en casa de las Hijas de la Caridad. Es proverbial la insistencia de los fundadores en prohibirles que dejaran pasar a cualquier hombre dentro de su vivienda, aunque fuera sacerdote. Y si quedaba sola por la noche, aconsejaba que, si a ello les obligaba el servicio de los pobres, llamaran a una vecina para que durmiera en su casa. Peores consecuencias traían si era sorprendida sola por los caminos. Un número bastante elevado de nacimientos ilegítimos era consecuencia de chicas que habían sido sorprendidas en los caminos solitarios por algún soldado o algún trabajador itinerante. Ni por motivo del destino querían que una Hermana viajara sola, asegurándole una compañera o una persona de confianza. Varias veces tuvieron que suspender el despido de una joven no apta para ser Hija de la Caridad por no encontrar a nadie seguro y de confianza que la acompañara hasta la casa de sus padres.

Toda mujer debía estar desposada con un hombre o con Jesucristo. La soltera quedaba marginada por ser mujer y por estar soltera en edad casadera; se la identificaba con una mujer disoluta y una tentadora insidiosa. En el drama de William Shakespeare Medida por medida, cuando Mariana le dice al duque Vincencio que no es doncella, ni esposa ni viuda, éste declara que entonces “no es nada”; y el solterón Lucio remacha: “puede ser una puta” (Acto V, escena 1ª).  Uno de los argumentos que expone santa Luisa al Ayuntamiento de Paris al pedir autorización para instalar una fuente en el patio de la Casa fue que las Hermanas escuchaban insinuaciones sucias y groseras de los jóvenes, cuando iban por agua a la fuente pública que tan sólo distaba unos metros de su vivienda (D 721). Esta instancia, la firmó santa Luisa sólo dos años antes de morir.

A pesar de que las Hijas de la Caridad habían sido aprobadas por el arzobispo de Paris en enero de 1655 y por el rey Luis XIV, en noviembre de 1657, lo habían sido como cofradía y para la gente las Hijas de la Caridad eran sencillamente viudas y solteras que andaban por las calles como mujeres fáciles de conquistar. Y ella, junto con san Vicente, era la responsable de la moralidad de estas jóvenes. Los dos santos sabían que la supervivencia de la Compañía dependía, y mucho, de la moralidad de sus hijas.

Notas

[1] Pol GALLARD, Les précieuses ridicules. Les femmes savantes. Molière, Hatier, Paris 1979, p. 8.

[2] TALLEMENT DES RÉAUX, Historiettes, II, (annoté par Antoine Adam) La Pléiade, Paris 1961, p. 91.

[3] Hoy indigna el caso de Jacques Chevallier, casado, que tiene por amante a su sirvienta Gillette de la Vigne, soltera, y a la que ha dado cinco o seis hijos. Acusado de adulterio, él es condenado a un año de destierro y a una multa de 400 libras, y ella, condenada a muerte y ejecutada.

[4] SL. E 43, 44, 45, 47, 48…

[5] SV. I, 179-194; SL. c. 48. Concilio de Trento, sess. XXIII, cap. XVIII. La Congregación de Nôtre-Dame, fundada en 1595 por Pedro Fourier y Alix Le Clerc; las Hijas de Nôtre-Dame de Burdeos, fundada en 1607 por la Madre Lestonac; las Ursulinas que llegaron a Francia en 1612; las Hijas de la Cruz, fundadas en 1625 por Mme. De Villeneuve. Ver Juan Luis Vives en De la institución de las mujeres cristianas.

[6] Sum. Theo. 1, q. 92, art. 1.

[7] 1 Co 11, 3.8-9.

[8] SV.1, c. 223; VIII, c. 3187; IX, p. 531, 1176-1177…

[9] SV. I, 158, en nt. Coste cita a Alfonso Feillet.

[10] SV. IV, 71. Veinte años atrás san Vicente escribió a santa Luisa: “Determinar que guarde el dinero el señor vicario es cosa que mucho conviene evitar, por la cantidad de inconvenientes que surgirían… La experiencia nos hace ver que es absolutamente necesario que las mujeres no dependan en esto de los hombres, sobre todo por la bolsa” (I, 141).

[11] SL. c. 78, 150, 191, 394, 404, 436,721; E 101.

[12] Ver Claude DULONG, La vie quotidienne des femmes au Grand Siècle, Hachette, Paris 1984, p. 282s.

[13] SL. c. 293,320; SV. conf. del 22 de octubre de 1650.

Autor: P. Benito Martínez, C.M.

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