Mal 3, 1-4; Sal 23, 7-10; Hebr 2, 14-18; Lc 2, 22-40.
Hoy celebramos la fiesta de la Presentación del Señor.
El Niño Jesús, con José y María, cumplen la Ley “para liberar a los que por temor a la muerte estaban, de por vida, sometidos a la esclavitud” (Hbr 2, 15). Y en esta presentación en el Templo, el Espíritu Santo actúa –como en un adelantado y humilde Pentecostés– en los demás protagonistas del relato: el anciano Simeón y la profetisa Ana.
Simeón toma en brazos al Niño y lo reconoce y proclama como Salvador y luz para todas las gentes. Y Ana comenzó a “hablar de él a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén”. ¿Hacen así los padres y los abuelos con sus niños? ¿Les presentan a Jesús como el Salvador? A no pocos de ellos se lo impide el exceso de trabajo, la falta de fervor cristiano y las series de la televisión. Pero, ¿qué les daremos, si no les damos lo mejor que tenemos, que es Jesucristo?
Hoy salimos con las velas encendidas al encuentro del Señor que viene y se presenta a su pueblo. Como lo dice un himno litúrgico: “Da la bienvenida a Cristo, el Rey; abraza a María, porque ella es la verdadera puerta del cielo y te trae al glorioso Rey de la luz nueva”.
Gracias, Jesús, que vienes a nosotros, los alejados, los que caminamos con la vida oscurecida. Y vienes para darnos luz y sentido y salvación. Danos que nosotros, como Ana, sepamos testimoniarte, con alegría y sin miedo, para el bien de nuestros hermanos y hermanas.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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