Rom 11, 1-2.11-12.25-29; Sal 93, 12-18; Lc 14, 1. 7-11.
¿Cuántos dioses hay?– le preguntaron al niño del catecismo. –¡Uno solamente!, respondió el niño. –Y, ¿a cuántos dioses adora y ama la gente mayor?, le volvieron a preguntar. El niño se quedó confuso y titubeante. Pero, al fin, respondió: –La gente mayor adora a muchos dioses como el dinero, las malas leyes, el egoísmo, el placer, la pereza, el rencor, el “qué-dirán-los-demás”, el prestigio de los puestos, las apariencias y… otros muchos más. –Pero, de todos esos dioses, ¿cuántos de ellos son Dios? –Uno solamente, respondió el niño, y es el único que nos ha creado y nos ama, y amarle a él es la dicha mayor, la gracia mayor y la alegría. Los otros, los falsos, si nos damos a ellos, nos devoran.
Pero mientras el niño decía eso, en la casa del fariseo, los invitados a su mesa, se peleaban por los primeros puestos. Y Jesús les dijo: “Los que se ensalzan serán humillados”. Pero aquellos invitados, que eran gente mayor, no lo entendían. “Tengo que brillar ahora, aquí, en este momento, ante esta gentuza que quiere suplantarme”, así pensaban por dentro. ¿Y qué se puede hacer con personas encerradas en esa mínima circunferencia de las apariencias? Son como aquel hombre para quien hoy todo su mundo es una botella, ¿cómo mostrarle que la realidad es infinitamente mayor y mejor?
Ah, Señor, ¡cómo nos dejamos cautivar por cualquier cosa, por ridícula y dañina que sea! Danos esa gracia capaz de empujarnos –aunque sea por medio del dolor– para abrirnos a ese amor sin condiciones con que nos esperas. ¡Dánosla, la necesitamos mucho!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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