La Biblia nos dice que Dios quiere nuestra amistad, y narra el gran esfuerzo que hace por caminar con la humanidad desde el tiempo en que paseó con Adán por el Edén. Tan apasionado era su deseo que, después de que Adán y Eva pecasen, trabajó intensamente a través del tiempo para devolver a la humanidad a un lugar de encuentro con Él, y, haciéndose hombre en Jesús, poder caminar con nosotros en la vida[1], porque este gran Dios nuestro es más amigo del hombre que el hombre mismo.
San Pablo indica que Dios quiere caminar a nuestro lado en la tierra, porque nos ama, y hace notar que fuimos amados “cuando aún éramos pecadores”[2]. Incluso cuando ni siquiera existíamos. La criatura no es amada porque existe, sino que existe porque es amada. Por amor a nosotros Dios se hace hombre en Jesús que llegará a ser tratado como un delincuente maldito. Se trata de un amor tan gratuito, que alcanza al hombre pecador, aunque esté alejado de Dios. Toda la historia de la salvación manifiesta que Él quiere caminar en la tierra al lado de sus criaturas con independencia de que éstas sean más o menos amables. El amor de Dios hace amable lo que no es amable.
No hay más Dios que el Dios que camina al lado de los hombres, y no hay más hombre auténtico que el que permanece, guiado por el Espíritu Santo, al lado de Jesús que invita a los suyos a permanecer a su lado y a vivir en plena comunión con Él y con su mensaje, a vivir un dialogo filial, la escucha, la reflexión de su Palabra y el alimento de su pan de vida: “El que me come vivirá por mí” (Jn 6,57).
Jesús desea caminar a nuestro lado como un amigo y espera que con libertad dejemos que su luz alumbre nuestros sentimientos y actitudes. Con ello nuestra confianza crece, la alegría nos inunda y relativizamos nuestras tragedias personales con humor. Porque quien se siente amado y experimenta la presencia de Dios en su vida, vive como una persona llena de esa alegría que se manifiesta en nuestro rostro, en la “cara de redimidos” que Nietsche echaba de menos en los cristianos. Lo cual no significa que esté ausente el sufrimiento, pero cuando llega somos capaces de vivir en paz y esperanza. La presencia de Dios a nuestro lado nos lleva a superar miedos e inseguridades, sabiendo que todo lo imposible es posible, que la utopía del Reino es viable, porque la construye Cristo. Por eso, nuestro ministerio y carisma han de vivirse desde la confianza, la libertad, la alegría y la esperanza: “¿Dónde está, muerte, tu victoria?” (1 Co 15,22)
Para el cristiano su centro es sentir que Dios camina a su lado y le ofrece perdón y amor a todos los hombres, especialmente a los más pobres y pequeños de la tierra; porque el cristiano sabe también que no tendrá vida, si su vida no desemboca en un compromiso de amor a los otros. Caminar al lado de Jesús lleva a querer comunicar “todo lo que ha oído al Padre”. Jesús no tiene secretos para nosotros; él se comunica desde la amistad sincera, quiere darse a conocer en intimidad, mostrándonos que el Padre es amor sin límites, y desea que el cristiano abra su corazón a la Palabra y guarde silencio, meditando todo lo que el Hijo a través del Espíritu va poniendo en su corazón. Así, cuando hable de Dios a los demás, hablará, desde la experiencia, de lo que ha visto y oído.
Sentir que Dios camina a nuestro lado cambia nuestra vida
Cuando sentimos que Dios camina a nuestro lado, nos llenamos de gozo y deseo de hablar de Jesús en todas partes. No nos importa el momento, el lugar o la situación para testificar lo grande que es Dios y lo mucho que ha hecho en nuestra vida, porque nos enamoramos de Jesús y queremos testificarlo con todo el corazón, sin importar las circunstancias y las personas que nos rodean.
Lo malo es que, después de un tiempo, ese sentimiento se va enfriando, y nuestra vida espiritual se va secando. Ya no encontramos razones suficientes para dar nuestro tiempo y nuestro servicio a los pobres; dejamos de buscar la presencia del Señor, creyendo que podemos vivir sin ella; tristemente, Jesús ya no ocupa el primer lugar en nuestra vida y, sin darnos cuenta, nos volvemos cristianos simplemente creyentes. Nos hemos olvidado de dónde nos sacó Dios, por qué o para qué estamos aquí. Hemos olvidado que camina con nosotros y quedamos dominados por los síntomas de la tibieza:
- Apatía Espiritual: falta de interés hacia los asuntos de Dios, sentimientos apagados, pasividad, falta de cuidado, rutina, hacer todas las cosas de Dios en forma mecánica y rutinaria: la oración, la convivencia, el servicio, las reuniones. Lo opuesto a la apatía es el compromiso. Estar comprometido con Jesús significa vivir totalmente a su servicio. Es tener pasión por él y por su Reino.
- Vaciedad:Sentimos una total disminución en nuestro deseo y hambre de Dios. Cuando sentíamos a Dios caminar a nuestro lado, teníamos hambre y deseo de conocer su Palabra; teníamos sed de su presencia, de la oración; pero estos sentimientos se han ido apagando poco a poco, y nos sentimos vacíos, en soledad, con angustia, con pocas ganas de hacer algo por los otros. Vamos perdiendo el sentido de nuestro vivir, viviendo cada presente sin querer preguntarnos el para qué de nuestra vida.
- Insensibilidad al pecado. Las cosas por las cuales antes nos sentíamos mal, ya no nos afectan. Lo que antes considerábamos malo, ahora lo vemos normal. Cuando sentíamos a Dios caminar a nuestro lado, cualquier mala actitud o acción, nos hacía sentirnos mal, sin ese sentimiento nuestra conciencia se endurece, incapaz de renunciar a nada.
- No sentimos compasión por las necesidades de los demás; su dolor nos da lo mismo y no hacemos nada, nos hemos endurecido, mostrando total insensibilidad hacia la unción y presencia de Dios, nos hemos convertido en el ombligo del mundo.
El Señor nos conoce
La insensibilidad al caminar de Dios a tu lado ha sido lenta. No te invadió en un solo día. Te ha ido poseyendo a través de meses y años. Por ser un proceso lento ni te has dado cuenta de lo que pasaba. Pero ahora recuerda. Compara tu situación presente con la situación del principio. Ve la diferencia, reflexiona, cambia la mente, la actitud, tu parecer. Procura crecer libre de todo, controlando las pasiones del alma.
Pero tampoco la experiencia de sentir a Dios caminar a tu lado por la calle se adquiere de repente, sino paso a paso por medio de la oración, la lectura espiritual, en especial, del evangelio y la celebración de los sacramentos.
El viaje hacia adentro te conecta con tus capacidades, dones y posibilidades; también con tus heridas, limitaciones y pecados. Abre la puerta a los aspectos positivos de la vida y pon cerco a los negativos. Así aprendes a vivir plenamente, marcado con el sello del amor y la humildad. Es un viaje para toda la vida y, acompañado por otra persona que te ayude a discernir, conlleva cuatro movimientos que pueden vivirse sincrónicamente:
- Auto conocimiento: mi historia, mi carácter, sentimientos, actitudes, reacciones, etc.
- Auto reconciliación: integrando todo lo que nos rodea y admitiéndolo como parte de un proceso, a veces doloroso, hacia la plenitud.
- Autoestima: sentir la alegría de ser uno mismo con limitaciones y capacidades, abierto a la bondad, al perdón, al crecimiento y al amor.
- Amor incondicional: ser capaz de dar, compartir, aceptar a los otros y construir proyectos comunes. El encuentro con una persona es encuentro con Cristo y crecer en el amor.
Conclusión.
Hemos de crecer en el deseo de sentir que Dios camina a nuestro lado todo el día, de relacionarnos con Él íntimamente, de gozar con su presencia. La vida se encarga de revelarnos la parte de ilusiones que puede comportar sentir que Dios camina a nuestro lado por las calles y en casa y dejar de ir a la deriva. Hemos descubierto que no somos lo que hubiéramos querido ser. La vida nos ha revelado nuestras debilidades y límites. Las circunstancias no nos han permitido desarrollar tal o cual aspecto de nuestra personalidad. Hemos perdido tiempo y hemos derrochado dones y gracias. Pero Dios permanece fiel y no nos pide nada más que caminemos a su lado con humilde disponibilidad a acogerlo. No seremos el discípulo modelo que nos hubiera gustado ser, pero podemos ser el discípulo débil y la frágil, en el que Dios irradia el amor y gracia. Y ése es, Jesús y los místicos dan testimonio, el término de todo crecimiento espiritual: “En tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46). Se trata de una segunda conversión, como la llamó Luis Lallemant[3], contemporáneo de santa Luisa de Marillac.
[1] Los Obispos Españoles en Dios es Amor (n. 36, 37)
[2] 1Jn 4,9-10; Ga 3,13; 2Co 5,21; Ro. 5,8.10.
[3] Louis LALLEMANT, La doctrine spirituelle, DDB, 1959; Javier GARRIDO, Proceso humano y Gracia de Dios. Apuntes de espiritualidad cristiana, Sal Terrae, Santande1996, p. 375 ss. François-Regis WILHÉLEM, Dociles à l’Esprit, Éd. des Béatitudes, CORDES 2004, p. 40 ss.
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