La mañana del día 13, viernes, los participantes del Simposio se dividieron en 6 grupos lingüísticos (inglés, francés, español, italiano, portugués y polaco) para asisitir a diversas conferencias sobre nuestro Carisma Vicenciano. La primera programada para el grupo de lengua española estuvo a cartgo del hemano paúl Stuardo Alberto Marroquín:
Así como la sal está para dar sabor a la comida, así está la Espiritualidad Vicentina para dar dar sentido a la vida de los pobres. Todo el ser y quehacer de la Familia Vicentina en el mundo está encaminado a generar espacios y tiempos que lleven a la vida en plenitud de los preferidos de Dios.
En algunas ocasiones, nuestra espiritualidad puede verse distorsionada y apartarse de su fin, de su razón de ser. Esos momentos son peligrosos, pues así como la sal puede perder su sabor, así la Familia Vicentina puede convertirse en un grupo de personas que ocupan un espacio y un tiempo eclesial, pero solo están de adorno en un salero, perdiendo su sabor salado y su forma de granos.
Por tal razón, dentro del contexto de la celebración de los 400 años de nuestro carisma y bajo el lema de “Fui forastero y me recibiste”, se hace una reflexión desde la base bíblica, sobre la experiencia de la persona creyente-vicentina y su compromiso profético con quien vive la experiencia de ser forastero.
Es una invitación a no perder nuestro sabor propio, nuestra Espiritualidad Vicentina, y buscar una reflexión y conversión continua para responder a las distintas realidades sufrientes en el mundo.
A continuación, el texto completo de la charla:
Espiritualidad Vicentina y Profecía: La sal nunca debe perder su sabor
La sal es imprescindible en la cocina. Es un ingrediente que no puede faltar en cualquier comida. La sal, como se dice popularmente, es la que da el sabor a las comidas.
Pues bien, querida Familia Vicentina, después de esta introducción muy somera sobre la sal y dentro del contexto de la celebración de los 400 años de nuestro carisma, podemos pensar en alguna analogía aplicable para nuestra vida, en el ser y quehacer de nuestra vocación, en la vivencia de nuestra Espiritualidad Vicentina.
Pensemos en una rama de la Familia Vicentina o en la Familia Vicentina en su conjunto en una región o un país, tal como los granos de sal, juntos en un recipiente, en la cocina. Granos de sal que se han hecho conscientes de su vocación, del llamado que Dios les ha hecho y que han decidido estar dispuestos, para dar sabor a la vida de las personas empobrecidas. (Mt 5, 13)
La Familia Vicentina reconoce que tiene un “sabor salado especial”, su espiritualidad, que Dios mismo le ha dado, esto es su capacidad de amar a las personas más empobrecidas y reconocerles como sus hermanas, pues les ha sido dado un corazón de carne y no un corazón de piedra. Además, al tener consciencia que tienen ese sabor salado especial, saben que están para sazonar, como un ingrediente vital, la vida de quienes considera sus amos y señores: aquellas personas que por alguna razón sienten que sus vidas no tienen sabor o aquellas personas que han sido exprimidas hasta quitarles casi todo su sabor. Son las personas a quienes se les ha hecho creer que no sirven para nada, más que para ser arrojadas a la basura.
Esta Familia Vicentina, sabe que su misión de ser sal para el mundo de las personas empobrecidas, está en manos del Gran Cocinero: Dios, el encarnado en Jesús de Nazaret y hoy sufriente en las personas crucificadas de la Historia. El Gran Cocinero confía en esa sal especial que tiene, en esa espiritualidad de la Familia Vicentina, para darle sabor a la vida de sus predilectos.
Hay algo importante que ocurre en este proceso de darle sabor a la vida de las personas empobrecidas, las predilectas de Dios: tal y como ocurre con la sal en la cocina, al agregarse los granos de sal a una sopa que tiene tomate, zanahoria, cebolla, yuca y carne, la sal dejará de ser grano para convertirse en sabor diluido, sabor que penetrará cada vegetal, cada pedazo de carne. No se verán los granos de sal en la sopa, pero sí se sabrá que los granos fueron echados en la sopa al probar su sabor. Ocurre una transformación del sabor, es decir, una transformación del amor, un amor que la Espiritualidad Vicentina le llama afectivo y efectivo.
Sin embargo, hace falta decir algo más. Para que estos granos de sal se transformen en sabor diluido y penetrante, deben pasar por el fuego, deberán hervir junto con cada ingrediente de la sopa. Eso se convierte en un paso imprescindible.
Para la Familia Vicentina, el texto de las Bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) se convierte en el camino para reconocerse como granos con un sabor salado especial y luego transformarse en sabor diluido, pasando por el fuego.
¿Qué significa ser sal desde la Espiritualidad Vicentina?
- Significa asumir el espíritu del pobre, asumir su causa como causa propia, no ser ajeno a su realidad dolorosa ni evadir las causas de su sufrimiento y pobreza.
- Significa llevar un consuelo, ser consuelo afectivo y efectivo para quienes sufren y están tristes porque su vida les es amenazada por la injusticia y la indiferencia.
- Significa hacerse nada con los desposeídos, y buscar juntos las posibilidades de vida para heredar la tierra para todos, una tierra que brinde lo dignamente necesario para cada ser humano.
- Significa padecer con las otras personas, asumir sus dolores, sufrimientos, decepciones, desesperanzas y frustraciones, y no dejarles, no abandonarles. Ser solidarios y estar a su lado.
- Significa amar a las personas empobrecidas y sufrientes con transparencia, sin dobles intenciones, sin pretender ganar honor, poder, privilegios ni obtener algún tipo de premio, ni siquiera ganarse el cielo. Simplemente amar con sinceridad, porque se reconoce en las personas empobrecidas a hermanas y hermanos.
- Significa buscar y construir la paz, no solamente rezar por ella. Es la paz que conlleva la vida plena para todos y busca garantizar la justicia, la equidad, la solidaridad y la fraternidad. Es la paz de reconocerse y sentirse un solo pueblo, con un solo corazón.
- Significa asumir la persecución, las calumnias, los insultos, los maltratos, el sufrimiento por causa de la práctica de todo lo anterior. Incluso asumir la muerte, el martirio a causa del Reino de Dios y su justicia. Significa llegar hasta las últimas consecuencias, pero con alegría. Con la certeza de haber vivido a plenitud la razón de ser. Con la certeza de haber cumplido lo que Dios esperaba que hiciéramos: darle sabor a la vida de muchas personas que viven desabridas; darle sabor a muchas realidades políticas, económicas, sociales, religiosas y culturales que generan víctimas, que practican las injusticias, que son netamente inhumanas.
Precisamente, en esto último está el fuego que hace penetrar el sabor salado especial en cada ingrediente de la sopa. Es el sabor de quien se hace y vive como testigo del amor de Dios. “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Esto dijo y vivió Jesús de Nazaret. Sólo quien ha vivido siendo sal que da sabor a los últimos, va a sufrir el fuego de la persecución del mundo, no le va a caer bien a quienes generan sufrimiento e injusticias. Para la Familia Vicentina en el mundo, ese será el fuego que probará que efectivamente se ha cocinado y ha dado sabor, penetrándolo todo en la sopa.
Esta es la dimensión profética de la Espiritualidad Vicentina. Es la consecuencia de ser y estar con las personas empobrecidas y denunciar con coraje y radicalidad todo el pecado que genera muerte, hambre, desnudez, migraciones forzadas, enfermedad, sed, violencia, marginación y exclusión. La dimensión profética de esta Familia Vicentina le lleva a no hacer pactos con la corrupción, con el narcotráfico, con explotadores, con opresores, con gente violenta y sanguinaria. Esta profecía le lleva a distanciarse claramente de quienes están generando más pobreza e injusticia. Ya lo decía Jesús: “no se puede servir a dos amos” (Mt 6, 24).
Esta dimensión profética de la Espiritualidad Vicentina le lleva a vivir su entrega, a diluirse en la sopa y penetrar todos los vegetales y carnes con su sabor salado especial, pero haciéndolo con alegría y así anunciar el Reinado de Dios, generando esperanza, justicia y paz.
Lamentablemente, algunas veces ocurre que algunos granos de sal, de este gran salero de la Familia Vicentina, con ese sabor salado especial, están tan contentos de estar juntos en el recipiente que los contiene en algún lugar de la cocina, se sienten tan felices que no se quieren separar, que no están dispuestos a ser disueltos en ninguna comida, no quieren que el Gran Cocinero los tome y los agregue a la sopa. Se rehúsan a separarse y diluirse, y prefieren quedarse juntos por mucho tiempo, no permitiéndose ser lo que son. Se la pasan tan bien juntos, disfrutan tanto viéndose a sí mismos y vanagloriándose de ser esos granos con ese sabor salado especial, sintiéndose muy importantes y llenándose de un insano orgullo. Contentándose algunas veces con dar paliativos, buscando calmar síntomas y no curar las enfermedades.
Y por eso se cuidan unos a otros, para que no puedan ser separados, para que no sean llevados a ser mezclados en una sopa y disueltos, para que no terminen dándole sabor a los vegetales y a la carne que tenga la sopa. Evitan pasar por el fuego, le huyen a su dimensión profética. Parece que esos granos de sal piensan que su vocación es pasársela bien juntos, antes que ser separados y diluidos en una gran sopa. No han descubierto que, al ser diluidos en una sopa, van a ser mucho más unidos, se convertirán en un solo cuerpo, un cuerpo llamado sabor en toda la sopa y ya no les podrán separar nunca (Jn 12, 24-25).
Al pasar el tiempo, mucho tiempo, estos granos de sal que se rehusaron a darle sabor a las sopas, a las comidas, con tal de estar juntos cuidándose y no dejándose mezclar con el agua, menos dejarse cocinar por el fuego, finalmente, terminan juntos pero sin sabor, insípidos, perdiendo su sabor salado especial y hasta su forma de granos. Sin darse cuenta habrán perdido su esencia. Dejaron de ser sal y se convirtieron en un montón de granos insípidos juntos, pero que no sirven para nada, solo hacen bulto, ocupan espacio.
El Gran Cocinero, al descubrir estos granos inservibles, sin sabor, no le quedará más que tirarlos a la basura. Serán desechados por no ser lo que estaban llamados a ser. Ya no servirán para nada. Pobres granos de sal, que tuvieron un sabor salado especial en un tiempo, pero por creer que su razón de ser era mantenerse amontonados, juntos y cuidarse a sí mismos de no ser diluidos en las comidas, perdieron su sabor y terminaron por ocupar espacios inútilmente. Triste fin de estos granos insensatos, incoherentes, que negaron su razón de ser en la cocina: dar sabor a las comidas. Se creyeron buenos, lo mejor de lo mejor, creyeron haber ganado el cielo y no se quisieron insertar en la realidad. No quisieron dejarse amar por las personas empobrecidas ni se dieron permiso para amarles. (Mt 25, 31-46)
En la Familia Vicentina, algunas veces, nos hemos dedicado a la pompa, a darnos fama, a cuidar nuestra reputación de sal con buen sabor, a cuidar de no mezclarnos con el resto que no son sal. Quizás por eso ahora nos podríamos estar percibiendo insípidos; a lo mejor estamos perdiendo nuestro sabor salado y esa es la razón por la cual podemos ser simplemente desechados. Podría dar la impresión que ya no servimos para nada, pues hemos perdido nuestro sabor.
En el Evangelio según San Mateo, inmediatamente después de las Bienaventuranzas, Jesús dice: “Ustedes son la sal de este mundo. Pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo podría recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se le tira a la calle y la gente la pisotea” (5, 13).
Es un versículo francamente lapidario. Quien tenga oídos que oiga, diría Jesús.
Celebrar los 400 años de nuestro Carisma como Familia Vicentina es recuperar nuestra identidad de granos con un sabor salado especial, recuperar nuestra esencia. El lema “Fui forastero y me recibiste” (Mt 25, 35), nos compromete a hacer la opción clara y expresa por las personas migrantes, indocumentadas, sin derechos, desplazadas, ilegales, refugiadas y sin tierra.
La palabra forastero aparece, por lo menos, unas 107 veces en la Biblia. En el Antiguo Testamento, especialmente en el Pentateuco, los Salmos y los Profetas se hace una amplia alusión a los forasteros, pero sin separarlos de las viudas y los huérfanos. Son un mismo grupo de personas. La concepción más profunda acá, es que un Dios que abandona a estas personas: forasteros, viudas y huérfanos, no es el Dios verdadero. Sólo alguien verdaderamente creyente en el Dios liberador del pueblo, obrará con respeto y justicia, garantizando la dignidad de éstas personas (Dt 10, 18-19; 14, 29; 24, 14; Sal 94, 6; 146, 9; Jer 7, 6; 22, 3).
En la actitud solidaria, de acogida, de valoración, de amor hacia viudas, huérfanos y forasteros se reconoce al creyente en Dios y a la persona que es plenamente humana. La Ley de Dios acoge a todas aquellas personas que no son acogidas por las leyes del “Mundo”. La Ley de Dios rebasa las leyes de los “legales”, de los “nativos”, y da derechos y garantías para que aquellas personas a quienes les está negada la justicia y el reconocimiento de su dignidad humana, sean incluidas en plenitud. Las viudas, los huérfanos y los forasteros son el los ilegales, los sin derechos, los desprotegidos, los desplazados, los refugiados, los campesinos sin tierra (Ex 12, 49; Lev 24, 22; Dt 5, 14).
La Ley de Dios, pues, es la ley que te humaniza, la ley que te recuerda que eres imagen y semejanza de tu Creador. Esta Ley de Dios siempre buscará recordarnos que todos los seres humanos somos migrantes, somos forasteros en esta Tierra, en esta Vida. Nadie es dueño de la Tierra más que su Creador. Por lo tanto, todos los seres humanos, por esta Ley de Dios que no deja a nadie por fuera, garantiza la vida digna y plena de toda la humanidad (Ex 22, 20; Lev 25, 23; Sal 39, 13).
Los forasteros, al igual que las viudas y los huérfanos, son los más protegidos por Dios, recordando que el Pueblo de la Alianza fue esclavo y fue forastero, sufrió mucho y por tanta invasión, esclavitud y guerra tuvo muchas viudas y huérfanos, anduvo errante y Dios fue errante junto con él. Dios se hizo forastero, caminante, indocumentado, ilegal, junto con su Pueblo. Dios se constituyó en el Consolador y Juez de las Viudas y el Padre de Huérfanos.
Dios es, entonces, el Dios de ilegales, de los sin derechos, de los que no son, de los no reconocidos, de los invisibilizados, de quienes están sólo esperando la muerte porque no son acogidos por nadie. Son los rostros sufrientes de Cristo.
Esta Ley de Dios está por encima de todas las normas legales o leyes de cualquier Estado. En el Nuevo Testamento, la Ley de Dios está directamente relacionada con las Bienaventuranzas y con el llamado Juicio Final. Jesús fue claro al decir que no venía a abolir la Ley, sino a darle pleno cumplimiento. Por ello su radicalidad en la opción por los pobres, una opción que se da porque el Espíritu de Dios está en él. Esta opción le hizo proclamar que los últimos serán los primeros, pues para el Padre, son sus predilectos, y si los últimos tienen garantizada la posibilidad de vida en plenitud, será el signo claro de que el Reinado de Dios se ha cumplido.
Los forasteros son personas empujadas a la mendicidad económica, a la marginación o exclusión jurídica y a la opresión psicológica. Viven el desarraigo, el destierro, la incertidumbre, el miedo y la inestabilidad, muchas veces en sus propios países. Es un conjunto de vulnerabilidades que hacen que su vida esté en riesgo constante. Se convierten en las personas que pueden ser utilizadas por otras que se aprovechan de su condición. Muchas veces explotándolas laboralmente, pagándoles sueldos miserables y en condiciones inhumanas. Son personas que se convierten en mercancía del negocio de la Trata de Personas.
Se debe tener claridad que en el término forastero no se incluye al extranjero que se hace legal o nativo porque tiene con qué pagar, y con ello se hace sujeto de derechos, de leyes estatales que le amparan.
Según la Ley de Dios, el forastero rompe el encierro de lo nativo y se abre a la dinámica amplia de lo familiar. Invita a recibir, a acoger al forastero como alguien de la propia familia, como un hermano más (Lev 19, 34; Dt 23, 8). Esto se debe hacer por amor, amor de Dios y amor hacia los últimos. La grandeza del amor de Dios se muestra en la protección a los pequeños. Los forasteros, junto con las viudas y los huérfanos, son quienes abren con su presencia, un camino claro y directo que conduce a Dios y, por ello, San Vicente de Paúl nos invita a darle la vuelta a la medalla, pues en la persona de los forasteros, claramente se descubrirá a Jesús Crucificado (Mt 25, 40.45). Quien ama a estos ilegales, a los sin derechos, ama a Dios. Esta es la prueba real y concreta del amor de Dios. Sólo desde Dios se les podrá reconocer a los forasteros como humanos y como hermanos. Ellos son signo, son sacramento de Dios. Como bien nos ha dicho San Vicente de Paúl, “Dios ama a los pobres y, por consiguiente, ama a quienes aman a los pobres.
Entonces, nuestra Espiritualidad Vicentina necesariamente debe pasar por esta prueba de fuego, para saber si es real. Si no pasa por esta prueba es sólo humo que el viento lleva y trae a su antojo.
“Fui forastero y me recibiste”, implica conversión: es la capacidad, la gracia de reconocer a la persona extraña como mi hermana. Implica que su presencia me va a incomodar, me va a poner en riesgos con las leyes estatales. Asumir este lema de los 400 años de nuestro Carisma es más que recibirles y acogerles en nuestra propia casa; es más que darles de comer o beber o brindarles abrigo y techo.
Acoger al forastero es implicarnos en el reconocimiento de sus derechos, es buscar su legalidad, el acceso a trabajo digno. Es conocer su origen y su historia. Es denunciar aquellas situaciones de injusticia, de opresión, de pecado, que hicieron que no le quedaran más que dos opciones: morir o ser forastero y renunciar a sus derechos como nativo y convertirse en un ilegal.
Es preciso que nuestra Espiritualidad Vicentina, siendo congruente con la tradición bíblica y la misión de Jesús de Nazaret, incida en el ámbito político, económico, cultural, social y religioso, de tal forma, que se creen estructuras que garanticen la vida digna de cualquier persona, no importando su raza, su procedencia, su sexo, su edad, su religión o cualquier otra condición humana. Es tiempo de recuperar el sentido bíblico del ser humano: ciudadano del mundo, peregrino, migrante y errante, imagen y semejanza de Dios, hermano de las demás de su especie y de todo lo creado.
Ese será el espacio donde se nos invita a vivir con profecía el “acoger al forastero”. Hay personas que se oponen y se opondrán rotundamente al reconocimiento del forastero como nativo, como sujeto de derechos, como hermano.
Las guerras, el racismo y la explotación económica, entre otras, son las principales causas que generan millones de forasteros. Causan enfermedad, sufrimiento, muerte de inocentes. Derraman sangre que clama al cielo, tal como la sangre de Abel. ¿Cómo podemos incidir como Familia Vicentina, para contrarrestar esas causas?
Ha dicho San Vicente de Paúl que la oración nos hará capaces de todo, nos impulsará a no dejarnos paralizar por el miedo, a no hacer pactos con la injusticia ni la corrupción. Toda ley que vaya contra la Ley de Dios, estamos obligados a no cumplirla. Más allá de leyes estatales está la ley de Dios. Por sobre cualquier ley que nos impida reconocernos y amarnos como hermanos, está la Ley de Dios que es el amor. Dios es amor, dice san Juan, y quien ama está en Dios y Dios en él. Si alguien dice que ama a Dios a quien no ve y no ama a su hermano a quien si ve, es un mentiroso (1 Jn 4).
Y recordemos pues, que la sal que ha perdido su sabor, ya no sirve para nada. Una Familia Vicentina que pierda su espiritualidad y no le dé sabor a la vida, que sea indiferente ante las causas de las injusticias, de la pobreza, del dolor y sufrimiento de los pobres, es una Familia Vicentina que no servirá para nada. Una Familia Vicentina que tiene miedo de dar sabor porque se pone en riesgo, porque puede perder privilegios, poder, honor, dinero, estatus, está condenándose a ser desechada (Mt 5, 13).
Dios siga haciendo camino con y entre la Familia Vicentina en el mundo entero, dándonos siempre ese sabor salado especial y el coraje para vivir con profecía nuestra acogida al forastero.
Bendiciones hoy y siempre.
San Vicente de Paúl, ruega por la Familia Vicentina. Amén.
Stuardo Alberto Marroquín. Nacido en Guatemala, el 3 de agosto de 1974. Incorporado como Hermano en la Congregación de la Misión, el 16 de enero de 2010. Realicé mi formación inicial en Guatemala (Postulantado), El Salvador (Filosofía) y Colombia (Teología). Con estudios en Ingeniería Industrial, Derechos Humanos, Biblia (Cuerpo Paulino y Lectura Popular). Del año 2012 al 2016, presté mi servicio misionero en el Colegio San Vicente de Paúl en la Coordinación de Convivencia, la Administración y la Rectoría. Actualmente, soy Asesor de la Familia Vicentina para Centroamérica y miembro del Consejo de la Provincia de América Central.
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