Ag 1, 1-8; Sal 149, 1-6.9; Lc 9, 7-9.
“Herodes decía: ¿Quién es éste de quien oigo tales cosas? Y tenía ganas de verlo”
Herodes Agripa, hijo de Herodes el Grande, tiene pesadillas. Mató a Juna Bautista. Por las noches, los fantasmas se le suben, como gigantes arañas, por las paredes de la memoria, y Herodes se despierta sobresaltado. Ha oído hablar de Jesús. Dicen que es maravilloso. Cuentan que hace curaciones indecibles y que ha resucitado a algunos muertos. Aseguran que es manso, misericordioso. Y Herodes, incrédulo y curioso, neurótico y supersticioso, no sabe a qué atenerse. “¿Y, si éste fuera el Bautista redivivo”. Oh, no –se dice a sí mismo– imposible, a Juan yo le corté la cabeza”.
Y Herodes tenía “ganas de ver a Jesús”. No siente necesidad, no tiene hambre y sed de verlo, tiene sólo curiosidad. Caprichosas y supersticiosas ganas. Y pasará tiempo y, un día, lo verá. Se lo enviará Pilato. Lo tendrá, ante sí y ante su Corte, herido, ninguneado, preso (Lc 23, 8-11). Aun así querrá que Jesús le haga alguna magia. Pero ante sus preguntas y burlas, Jesús no le responderá palabra.
Siento deseos de dar las gracias a Herodes. Hay una parte de nosotros, curiosa, superficial antojadiza, que se refleja en el espejo de Herodes. Le agradezco este pequeño servicio de mostrárnosla. ¿Podremos así corregirla? A veces nos hacemos una idea de Jesús –y sin tratarlo– tan frívola y sin bases, como la de este reyezuelo de Galilea. “Tenía ganas de verlo”, como el turista que quiere ver la verde rana que salta al silbido del amo.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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