“¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Mc 8, 29)
Is 52, 7-10; Sal 39, 10-11. 17-18; 2 Cor 1, 26, 31; 2, 1-2; Mt 5, 1-12.
“¿Quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Hubo un hombre, llamado Vicente de Paúl, que contestó estas dos preguntas evangélicas con todo vigor y con toda su vida y conjuntándolas. No nació santo, pero la gracia hizo en él maravillas. Él decía de sí mismo: “Soy un pobre ciego que no podría dar una paso hacia el bien, si tú, Dios mío, no me tiendes la mano misericordiosa para guiarme”. Este “pobre ciego” fue el más clarividente: Miró a Jesucristo y lo vio entre los pobres, y miró a los pobres y los vio en Jesucristo. Y se alió con ellos, pues “el Hijo de Dios se hizo hombre no sólo para que nosotros fuéramos salvados, sino también para ser salvadores con él”.
“Los pobres, que no saben a dónde ir ni qué hacer, que sufren y se multiplican todos los días, constituyen mi peso y mi dolor”. Mientras los grandes y políticos de su tiempo desataban guerras, que hacían pagar con el hambre, la miseria y la muerte del pueblo pobre, el Señor Vicente contagiaba amor a los demás, canalizaba dineros y ayudas, creaba instituciones al servicio de los pobres, y sabía que “No puede haber caridad, si no va acompañada de justicia”.
¿De dónde tanto amor organizado, tanta perseverancia y tanta capacidad para atraer a personas de todos los estratos sociales? “Tenía su mirada fija en Jesucristo de tal manera … que podía decirse, en verdad, que la vida de Jesucristo, su Evangelio, era la única regla de su vida y de sus acciones”. Vicente caminaba desde la comunión a la comunidad y, con la comunidad, al servicio de los pobres. Y, lleno de años y de obras, falleció en 1660.
¡Gracias, Señor, por habérnoslo dado para los pobres!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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