Esd 6, 7-8. 12. 14-20; Sal 121, 1-5; Lc 8, 19-21.
“¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?”
La pregunta de Jesús surge –en Mc 3, 33– porque le avisaron que su madre y sus hermanos estaban allí y querían verlo. Si Jesús es el que vino a realizar la voluntad del Padre, ¿quiénes serán sus hermanos? Si Jesús es el amigo y evangelizador de pobres y pecadores, ¿quiénes serán sus hermanos? Si Jesús es el que devuelve bien por mal y hace florecer la esperanza de una vida libre de rencores, ¿quiénes serán sus hermanos? Si él nos da el nuevo mandamiento de amar como él nos ama… entonces –nos dice– “mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra”.
La nueva familia no se rige por las leyes de la sangre natural. Tiene una sangre nueva: es la sabia o vida que sube por el árbol que es Jesucristo, en el que estamos injertados. Puedo tener títulos, apariencias y todas las actas y boletas en regla, si no tengo la vida de Jesucristo, ¿cómo podría ser miembro vivo de esta nueva familia que escucha la Palabra de Dios –que es Jesucristo– y la practica? Así lo hizo su madre, María, durante su vida. La escuchaba, la meditaba y la vivió hasta la cruz.
La verdad es hermosa. Jesús es el que “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Hbr 2, 1), porque así nos hecho desde nuestro bautismo. Necesito y necesitas una vida que no lo avergüence. Por eso nos dice también: “el que se declare por mí ante los hombres, yo me declararé en su favor ante mi Padre de los cielos” (Mt 10, 32). ¡Qué alegría, si vivimos lo que somos!
Danos, Señor, la gracia de no defraudarte.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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