Jesús nos llama a la conversión y el perdón. Y permanecemos atentos a su llamamiento en la medida en que estamos listos para perdonar a nuestros hermanos.
Enseña el Evangelio que no hemos de relacionarnos con los que rehúsan hacer caso incluso a la comunidad. Pero la enseñanza no es razón para no perdonar a los que nos ofenden.
Es que se nos resalta inmediatamente la importancia del perdón. No solo hay que perdonar hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Así se le opone exactamente además a la venganza hasta setenta veces siete de Lamec.
Vengarse de manera de Lamec quiere decir, efectivamente, vengarse sin límite. Queda claro, pues, que sin límite asimismo hemos de perdonar a cuantos nos ofenden. Y realmente nada sabemos del perdón saludable del Señor pródigo no sea que estemos dispuestos a perdonar a nuestros hermanos.
En otras palabras, llenos de alegría, los perdonados y puestos a bien con Dios no salen guardando algún rencor. El perdón del Señor les infunden nueva vida; se sienten resucitados, siendo ellos solo de él. No pueden, pues sino perdonar espontáneamente y abrir las entrañas a los demás. Ausente esta magnanimidad, se pone en duda la autenticidad de la conversión y el perdón.
Y a quienes fingen la conversión y el perdón se les tomará estrecha cuenta de su insinceridad. Quizá se diga que allá ellos si les gusta mentir y arruinarse. Pero por su causa, mientras tanto, resulta blasfemado el nombre del Señor entre los no creyentes. Los creyentes insinceros velan más que revelan el genuino rostro de Dios, lo propio del cual es la misericordia (SV.ES XI:253).
Señor Jesús, enséñanos a perdonar. Y haz que seamos fermento de unidad y de paz en nuestras comunidades. Que reconciliados unos con otros te pesentemos ofrenda grata.
17 Septiembre 2017
24º Domingo del T.O. (A)
Eclo 27, 30 – 28, 7; Rom 14, 7-9; Mt 18, 21-35
Que en este Año Jubilar, del 400 Aniversario del Carisma Vicentino, comprendamos mejor el misterio del Amor de Dios y que Él nos acreciente, a todos los miembros de la Familia Vicentina, la capacidad de ser humildes para reconocer nuestra condición de pecadores, que necesitamos Su perdón para ser capaces de amar como Él nos ama, y nos dé entrañas de misericordia para saber perdonar siempre, mostrando así a los demás Su Rostro Misericordioso y experimentar de esta manera el gozo de sentirnos perdonados «así como nosotros perdonamos»…, como se lo decimos en cada Padre Nuestro que rezamos. Esto porque la misericordia suscita alegría, la alegría verdadera cuando se experimenta el perdón.
Que María, Madre de la Divina Misericordia, nos ayude, en la cultura que vimos que produce tanta tristeza, soledad, muerte y desesperanzas, nos ayude a ser reflejos de la misericordia del Padre, sobre todo ante nuestros hermanos más pobres y necesitados, ante tantos hermanos que sufren en su cuerpo o en su espíritu, que los hijos de San Vicente y Santa Luisa seamos, cada vez más, lo que tenemos que ser, para lo que fuimos llamados: ser testigos del Amor de Dios, de su ternura, de su misericordia, testigos de esperanza, de alegría, de paz y de perdón. ¡Que seamos «MISERICORDIOSOS COMO EL PADRE», como tanto se lo pedimos el año pasado, AÑO DE LA MISERICORDIA!