Cuando el sacerdote Vicente de Paúl se encontró con la señorita Le Gras -entre diciembre de 1624 y enero de 1625- ella había cumplido 33 años, tenía un hijo de once años y un marido enfermo de muerte. De aquí en adelante, Luisa de Marillac quedó tan unida a Vicente de Paúl, que la persona de este hombre se proyectará continuamente en su vida, mientras que ella será el soporte firme de innumerables obras de caridad. Era pequeña, delgada y nerviosa, de salud fuerte, afectiva y de conversación agradable; es decir, una mujer apropiada para ser una amiga encantadora. Veneró y amó profundamente en Dios a Vicente de Paúl y este la amó tiernamente en nuestro Señor. Fueron amigos y lo fueron toda la vida con una amistad sincera e inquebrantable. Una amistad alejada de todo el peligro del que san Vicente alertaba a las Hijas de la Caridad y sobre el cual la señora Le Vayer le pedía consejo “Todo lo cual hace que ella quiera muy tiernamente a ese director y que tenga en él mucha confianza. Lo que le apena es que tiene miedo de que esta amistad tan tierna y que es recíproca perjudique a su conciencia e impida su perfección, ya que observa en él cierta libertad desde hace un año… Esto hace que le preocupe querer a una persona tan tiernamente; y, además, ha hecho muchas veces propósito de corregirse de estas debilidades que le reprocha su conciencia, sin embargo, no ha sabido ser fiel en la huida de las ocasiones, aunque ya no sienta la pasión con tanta violencia, sino sólo una simple inclinación a verlo y a conversar con él” (VIII, 277).
Encuentro con Vicente de Paúl
La vida de la señorita Le Gras quedará marcada por el encuentro con este sacerdote con quien, al principio, le desagradaba dirigirse. San Vicente penetra en su espiritualidad y la dirige según es ella, como un amigo leal, aunque no tiene inconveniente en abandonar su dirección por ir a misionar a los pobres. Para ellos le pide favores, ropa y algo de dinero, como se hace entre amigos.
Vicente de Paúl conocía el misterio doloroso de su nacimiento y su infancia abandonada, y le dio el cariño de amigo que inconscientemente buscaba aquella mujer. Él la dirigía desde un año antes de morir su marido y conocía su tragedia. En mayo de 1629 Luisa de Marillac piensa que debe dar un cambio a su vida de pequeña burguesa, y el 6 de mayo, después de unos pequeños Ejercicios espirituales, decide virar el rumbo de su vida y se ofrece a Dios para ayudar a Vicente de Paúl en las labores con los pobres. De estar centrada en la santidad a solas con Dios y de buscar el bienestar de su hijo seminarista, pasa a una santidad de participación. Así comenzó su amistad entrañable con Vicente de Paúl. Este le señala el objetivo de examinar y animar las Caridades de los pueblos, ella añade enseñar y catequizar a las niñas sin escuela (SV. I, 132-133), que se convertirá en el punto cero de la Fundación de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
Naturaleza de la amistad
Los dos habían leído en san Francisco de Sales[1], que la amistad es un sentimiento nacido del amor recíproco que se tienen dos o varias personas y no se basa en los lazos de la sangre ni en el atractivo sexual. Lo cual implica que el fundamento de su amistad residía en la bondad que cada uno veía en el otro y en la otra; se apoyaban en la igualdad que el sacerdote daba a la Señorita sin querer imponerse, y en la unión afectiva que se creó entre los dos. Fue una amistad que convirtió a dos personas en una sola para el bien de los pobres. La amistad penetró hasta la intimidad de sus vidas, aunque matizada con el respeto que aconsejaba santa Luisa a las Hijas de la Caridad: “Nuestras Hermanas se acordarán de tener gran respeto a los sacerdotes, principalmente al que está en el hospital, con el que no deben tener ninguna familiaridad y si la necesidad requiere que le hablen, lo harán siempre las dos juntas o una de ellas acompañada de otra persona” (E 55).
La amistad que sentían los dos fundadores quisieron que la vivieran las Hijas de la Caridad en la comunidad, considerada como un grupo de amigas que se quieren, porque las Hermanas necesitan la amistad, de lo contrario la comunidad se rompe y la Hermana queda hundida en la soledad[2]. La movilidad y los destinos no matan las amistades. Son conocidas las personas que confiesan emocionadas que allí por donde pasan hacen y dejan buenas amistades. Lo que destroza una comunidad es lo que veía san Vicente: que las Hermanas que no encuentran amigas dentro de la comunidad las buscan fuera (IX, 797). Este es uno de los motivos por el que san Vicente y santa Luisa insistían en que tuvieran un tiempo de recreación todas juntas[3]. Pues la amistad se sustenta en el trato frecuente y cordial de las personas que llegan a conocerse, a tolerarse y a apoyarse, sobre todo, cuando el servicio es pesado o está sobrecargado. Comunicarse en comunidad fomenta la confianza mutua y el amor de amigas que impide lo que se llamaba amistad particular[4].
Sin amor no existe la amistad madura de compartir conscientemente el mismo proyecto vocacional. Un amor de amistad que los dos amigos expresaban con el afecto y con la cercanía.
Con el afecto
Los evangelios dicen de Jesús que se conmovía ante el dolor de las gentes. Y san Vicente se conmovió, cuando la viuda del señor Le Gras le contó su vida. Por su parte, la señorita Le Gras se conmovió al ver que aquel sacerdote sacrificaba su vida por hacer felices a los pobres. Lo que comenzó por la compasión, terminó en amor. San Vicente se lo expresaba a santa Luisa, aunque nos extrañe, con frases tiernas de cariño: «Mi querida hija: ¡Cómo me consuela su carta y los pensamientos en ella consignados! Realmente, es preciso que le confiese que el sentimiento se ha extendido por todas las partes de mi alma». «¡Qué le diré ahora de aquél a quien su corazón ama con tanta ternura en nuestro Señor…! He de acabar diciéndole que mi corazón guarda un tierno recuerdo del suyo en el de nuestro Señor». «Mi corazón no es ya corazón mío, sino suyo, en el de nuestro Señor». Le escribo «para agradecerle ese frontal tan hermoso y elegante que nos ha enviado, que ayer creí que me arrebataba el corazón de placer de ver el suyo allí metido, y este placer me duró ayer y hoy con una ternura inexplicable»[5].
Y santa Luisa se lo manifestaba regalándole confituras y frutas (c. 269). Pero donde mejor queda reflejado su afecto es en la frase que escribió en el interior de una carta: “Respuesta a esta carta del señor abad de Meilleraye propuesta por nuestro muy honorable padre en enero de 1656, en la que se debe señalar el espíritu de humildad, de mansedumbre, de tolerancia, de prudencia y de firmeza, y particularmente el espíritu de Dios en él, por lo que debemos creer que actúa siempre según los efectos que Dios le hace conocer, por lo cual, que Él sea eternamente glorificado” (SV, V, 507 nt. 8).
Sor Ana Hardemont se quejaba por carta a san Vicente y no hablaba bien de santa Luisa por haberla destinado lejos de Paris, interpretándolo como una señal de que la fundadora ya no la quería. San Vicente sale en defensa de santa Luisa, la defiende y protesta enérgicamente que la santa no la había tratado mal (VII, 203). Tampoco soportó que varias consejeras se quejaran de la señorita Le Gras a sus espaldas. Reunió un consejo en el que defendió de una manera desacostumbrada a su colaboradora (X, 816s). Una señal de amistad sincera es hablar bien del amigo, no solo cuando está delante, sino también cuando está ausente. Porque ser un amigo, implica serlo en todas las circunstancias, como escribía Pascal: “Nadie habla de nosotros en nuestra presencia como habla en ausencia nuestra… Y pocas amistades subsistirían si cada uno supiera lo que su amigo dice de él cuando no está, pues entonces habla sinceramente y sin pasión… Yo apuesto que, si todos los hombres supieran lo que dicen unos de otros, no habría cuatro amigos en el mundo[6]”
Cercanía y libertad
Lo más interesante era el sentimiento sincero de estar cerca uno de otro para escucharse y ayudarse. Y cuando se hacía imposible o difícil la proximidad física por causa del trabajo con los pobres buscaban sentirse cerca por medio de la correspondencia.
La amistad sincera procura que los amigos siempre estén presentes en las necesidades. Santa Luisa en todo momento tuvo a su lado a su amigo y director Vicente de Paúl hasta llegar a decirle que de nadie había podido tener ayuda en el mundo ni apenas nunca la había tenido a no ser de él (c. 122). Por su lado, ella no cejaba de aconsejarle medidas para curarse y cuidar su salud aún en la vejez, hasta asumir trabajos para que el santo descansara, como se lo expresa en una carta: “Me molesta mucho serle tan inoportuna… Si pudiéramos llevar este sufrimiento sin que usted tomara parte, yo lo haría con mucho gusto” (c. 303). Cercanía, pero con libertad, respetándose la mentalidad distinta en algunos puntos, como eran la organización de la Compañía y la función del Superior General.
Ambos coincidieron en 1636 cambiar la cofradía en una Compañía de mujeres consagradas y para ello exigieron a las jóvenes una vocación divina y las llevaron a La Chapelle para mejor formarlas en el espíritu de la Compañía. En el año 1645, cuando los dos fundadores preparan los documentos necesarios para la aprobación eclesiástica y civil de la Compañía, Luisa de Marillac toma conciencia de una organización atrevida de la Compañía: Una sola Compañía con dos ramas, una femenina, las Hijas de la Caridad, y otra masculina, los sacerdotes de la Misión. Su visión pudo llegar a ser histórica. Por lo menos cuatro veces escribió sobre la unión natural entre la Compañía y la Congregación y las cuatro veces da la sensación de pretender una curiosa unión que hubiese cambiado nuestra historia[7].
Tampoco coincidían en determinar la autoridad suprema de la Compañía: el arzobispo de Paris o el Superior General de la Congregación de la Misión. Vicente de Paúl, enfrentado a sus misioneros que rechazaban todo lo que los desviara de las misiones, pensaba obtener más fácilmente la aprobación si dependía del Arzobispo de Paris. Vicente de Paúl tenía 65 años y era licenciado en leyes. Luisa de Marillac, 54 años, llevaba once años dirigiendo a las Hijas de la Caridad y las conocía bien. Sus hijas eran sencillas sin mucha cultura religiosa en una sociedad que daba a las mujeres un puesto secundario. La única manera de sobrevivir era colocarse al lado de una congregación de sacerdotes bien formados. La discrepancia de criterios en ningún momento rompió su amistad sincera.
Mutuamente intentaron que cada uno viviera feliz con una felicidad material, y alegre, con la felicidad espiritual de quien busca la santidad. Es el bien espiritual, superior al material para un hombre y una mujer que se querían como buenos amigos. Y cuando fundaron la Compañía, ambos se esforzaron por que las Hijas de la Caridad vivieran en comunidad buscando tanto la felicidad espiritual como la material[8].
Sinceridad, Veracidad y respeto
La sinceridad los llevaba a confiar el uno en el otro, a compartir la existencia de una manera deliberada y a encontrar transparentes sus vidas, abriéndose las puertas de la intimidad mutuamente y dejándole entrar al otro o a la otra en lo que tenían cerrado a cal y canto, creando cierta intimidad entre ellos. Su amistad fue íntima, convencidos de que necesitaban amarse. Las cartas de santa Luisa a san Vicente pueden servirnos de modelo delicado de intimidad y confidencia a imitación de aquella confidencia más íntima que tuvo Jesús con sus discípulos en la última Cena. La manera más corriente fue la de proyectar programas comunes y compartirlos. Al ponerlos en común unificaron los ideales y compartieron la misma vida, sin imponerse mutuamente ni perder la personalidad individual. Ambos supieron ceder para encuadrar en el proyecto las diferencias sin anularse.
El engaño no cuadra con la amistad. ¿Cómo podían ser amigos aquel sacerdote y aquella señora, si descubrían que se engañaban? Si no se fiaba el sacerdote de su dirigida ni la señorita de su director, era señal de que temían ser engañados.
En tiempo de santa Luisa se decía deferencia, y así llama ella al respeto, ese convencimiento que tenían de que cada uno debía ser respetado, tal como era, en su autonomía y libertad. Porque se amaban, a pesar de sus diferencias personales, consideradas más como un enriquecimiento que como una oposición. De esa manera ambos vivieron en plena libertad sin pretender adueñarse de la voluntad del otro o de la otra. El respeto mutuo les daba la igualdad que supone no impedir a la otra persona que manifieste su forma peculiar de ser, de pensar y de actuar. Se aceptaban con sus virtudes, sus defectos y limitaciones, perdonándose y disculpando sus fallos, pues el amor de amigos es comprensivo, llevando a los dos santos a guardar los secretos que se confiaban el uno al otro.
San Vicente apreció y valoró las cualidades que había descubierto en la señorita Le Gras y más que colaboradora la colocó como fundadora en un rango de igualdad. Confió en ella y depositó en sus manos la dirección de la Compañía y la ejecución de muchas obras, como los niños abandonados y la residencia del Nombre de Jesús,[9] que se salvaron y han pasado a la historia gracias a que se fio de ella. En sus cartas es corriente leer frases de amistad: «Yo iré a esbozar lo que más tarde podrá acabar usted… Le ruego a usted que aclare este punto… Usted verá quién puede hacerlo con menor dificultad… Aguardaré a que esté usted aquí para trabajar sobre este asunto… Le agradezco el parecer que ha querido darme sobre el estado de la Caridad de Beauvais… Piense, por favor, lo que hay que hacer y dígame su manera de pensar… ¡Cuánta necesidad tenemos de que venga usted para resolver los asuntos!»[10].
Hoy no existe la amistad tal como la vivieron san Vicente y santa Luisa. Aquello que sintieron los dos santos de amigos en todo y para siempre, ya no existe en nuestra sociedad dominada por el convencimiento de que todo es pasajero.
Autor: Benito Martínez, C.M.
Notas:
[1] Tratado del amor de Dios, libro 1. 1, c. XIII, 3.
[2] IX, 40, 53, 931, 951, 1018, 1019
[3] SV. XI, 842; RCCM, cap. VIII; SL. E 90
[4] IX, 1043, 1046, 1047
[5] SV I, c. 23, 28, 127, 110.
[6] Pensées, 131. Oeuvres completes, La Pléiade, Paris, 1954, p. 1126.
[7] SL. E 33, 53, c. 228, 374.
[8] RC. CM. VIII, 2; Mt 18, 15-17; santa Luisa muchas veces le pide a san Vicente que la corrija y la avise de sus defectos; san Vicente se explaya en la conferencia del 22/01/1648 “sobre el buen uso de los avisos”.
[9] Benito MARTINEZ, en Santa Luisa de Marillac, (XVIII Semana de Estudios Vicencianos). Salamanca, CEME 1991, p. 137 ss.
[10] SV, I, 281, 308, 326, 336; II, 15.
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