Introducción
Antes de hablar de la Espiritualidad de la AMM permítanme que diga unas palabras acerca de la Espiritualidad en general, y más en concreto, acerca de la Espiritualidad cristiana.
El término Espiritualidad designa, en el ámbito cristiano, las relaciones personales del hombre concreto e histórico con Dios, con todo lo que esas relaciones incluyen en actitudes y formas de expresión, sobre todo consideradas desde un punto de vista subjetivo.
La Espiritualidad es el conjunto de motivaciones fuertes y profundamente evangélicas que fundamentan y dan sentido a nuestra esperanza, a nuestra fidelidad y a nuestro compromiso con la Iglesia, para vivir el seguimiento de Cristo, alentados por el Espíritu Santo.
Es un modo histórico de comprender y asumir el Evangelio, los pasos de Cristo por esta vida terrena, la vida marcada y guiada por el Espíritu. Por este carácter histórico, la Espiritualidad no es algo etéreo, sino algo en lo que hay que estar profundizando constantemente para dar respuesta desde el Evangelio a las necesidades del hombre, teniendo presente el contexto sociocultural en el que tiene que vivir su vida de creyente.
La Espiritualidad se irá definiendo según vaya siendo nuestra adhesión a Cristo desde una fe personalizada, vivida en comunión con otros creyentes.
Centrándonos más concretamente en la Espiritualidad cristiana, podemos decir que es un estilo o forma de vivir una vida en Cristo y en el Espíritu, que se acoge por la fe, se expresa en el amor y se vive en la esperanza, dentro de la comunidad eclesial. Un teólogo, especialista en el tema, la define como “una forma de vivir inspirada por el Espíritu motivada y enraizada en la forma de vivir Jesús su vida terrena”.
Resumiendo, diría que Espiritualidad, en la vida del bautizado, es todo aquello que se haya iluminado, marcado o conducido por el Espíritu de Jesús. El Espíritu es siempre el verdadero y definitivo protagonista. La historia de la Espiritualidad ha dejado bien sentado que la Espiritualidad deriva todo ella de la acción del Espíritu Santo en la vida de los que creen en Cristo, que alcanza la totalidad de la existencia, y que, aunque el hombre ha de esforzarse en responder a la obra del Espíritu, sin embargo, es el Espíritu quien tiene plena iniciativa.
Una breve alusión a la antropología como base de toda Espiritualidad. La antropología es hoy uno de los condicionamientos más fuertes para el planteamiento de la Espiritualidad. Toda Espiritualidad tiene necesariamente una base antropológica que es imposible ignorar o prescindir de ella. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la presupone.
El Concilio Vaticano II puso de relieve el valor realmente decisivo de los valores antropológicos referidos a la Espiritualidad en general y particularmente a la de los laicos. El Decreto “Apostolican Actuositaten” afirma: “deben conceder gran importancia a la pericia profesional, al sentido familiar y cívico y a todas las virtudes relacionadas con la convivencia social, como son la honradez, el espíritu de justicia, la sinceridad, la bondad, la fortaleza de ánimo, sin las cuales no puede darse una vida auténticamente cristiana”. (AA. 4)
La vida espiritual abarca toda la existencia del cristiano. No consiste solamente en las prácticas de piedad, sino que ha de informar y dirigir toda nuestra vida y también todas nuestras relaciones con las demás personas y realidades. Es necesario llegar a comprender que ser espiritual es propio de quien ha asumido todo su ser de persona, y se puede decir que quien no vive la Espiritualidad no ha asumido plenamente su ser de persona.
I características de la espiritualidad de la AMM
Vamos a reflexionar sobre la Espiritualidad de la AMM, que es una Asociación eclesial, laical, mariana y vicenciana. Por eso voy a dar, como introducción, unas pinceladas, a brocha gorda, sobre la Espiritualidad eclesial, laical, mariana y vicenciana hoy.
1.1 Eclesial
El cristianismo de nuestra época es sensible a las dimensiones comunitarias y ve que tienen una puntual correspondencia en la revelación bíblica. El Concilio Vaticano II puso de relieve que la Iglesia es comunión, solidaridad entre las personas que la componen: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente”. (LG 9)
El objetivo principal de toda la Espiritualidad es siempre Dios, protagonista de toda vida espiritual y de su crecimiento a través de su Espíritu. La vida espiritual presupone un contacto constante con la Palabra de Dios que la ilumina y alimenta. La meta es lograr la santidad que es la participación en la vida del Dios trascendente, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo.
La Espiritualidad es la prerrogativa de las personas auténticas que han verificado una elección axiológica decisiva, fundamental y unificante, capaz de dar sentido definitivo a la existencia. Del Diccionario Nuevo de Espiritualidad (E. Paulinas. 1983) entresaco unas líneas de la Espiritualidad eclesial contemporánea:
- La Espiritualidad como experiencia de Dios, fruto de un descubrimiento personal, que ha ido creciendo y madurando basándose en el amor y en la aceptación de una misión en su plan de salvación de toda la humanidad. El ambiente actual no es ya el de la cristiandad, en que la fe era un hecho colectivo. Es el de “comunidades de contraste” que viven juntas su fe, la comparten y se ayudan a vivirla en este ambiente de increencia, de indiferencia religiosa. Ya K. Rahner, hablando la “Espiritualidad antigua y actual”, pronosticó que “el cristiano del futuro será un “místico”, es decir, una persona que ha “experimentado” algo, o no será cristiano”.
- Espiritualidad comunitaria. Hacer comunidad, estar en comunión, vivir unidos son palabras claves de la antropología intersubjetiva actual. Superado el individualismo, la autosuficiencia humana, hoy se habla del hombre como un ser interdependiente, dialogal, “un ser para” y “un ser con”.
- La Espiritualidad como compromiso con el mundo. La prueba más evidente de que vivimos una autentica experiencia de Dios es el compromiso en la construcción de la civilización del amor. No hay amor a Dios que no implique amor, solidaridad con todo hombre. Dios no es parcial en su amor. Se le escapa el corazón hacia las víctimas del desamor porque son las que más necesitan de su amor. Hacia esas mismas víctimas se le debe escapar el corazón a todo hombre amigo de Dios. La pasión que Dios mete en el hombre amigo de Él es trabajar para que todos los hombres vivan y sean felices.
1.2 Laical
- Dentro de la Espiritualidad eclesial quiero resaltar la Espiritualidad laical ya que la AMM es una Asociación laical. La Espiritualidad laical es ante todo y sobre todo una Espiritualidad “cristiana”, una Espiritualidad “cristocéntrica”. Tiene como inequívoco punto de referencia siempre la Persona misma de Cristo: sus palabras, sus valores, sus planteamientos, su valoración de las personas, cosas y acontecimientos, sus comportamientos frente a las diversas circunstancias de la vida.
- Es una Espiritualidad centrada en torno a la misión de Cristo que es el anuncio y la realización iniciada del Reino de Dios en la historia, como horizonte permanente e imprescindible de toda vivencia del Misterio cristiano.
- Es una Espiritualidad que hace presente y prolonga en el tiempo el Misterio del Verbo encarnado. Una Espiritualidad encarnada, convencida, en frase de Pablo VI, de que “no se salva el mundo desde fuera. Es necesario, como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hacerse una misma cosa, en cierta medida, con las formas de vida de aquellos a quienes se les quiere llevar el mensaje de Cristo”. (Encíclica Eclesiam Suam no.80)
- Es una Espiritualidad que, por ser precisamente cristocéntrica, está inspirada y sostenida, como recuerda el apóstol Pablo (Rom 8, 1-7), por el Espíritu de Jesús resucitado, liberador de todos los hombres y de todo hombre. Una Espiritualidad que, desde la plena docilidad al Espíritu, está penetrada de creatividad, de lozanía, de frescura, de agilidad en las respuestas, de ductilidad frente a las exigencias del Amor, de sensibilidad frente a los Signos de los tiempos en los que y por los que habla Dios hoy, tanto al hombre creyente como a la entera comunidad eclesial (GS 4,11,44)
- Es, por otra parte, una Espiritualidad bautismal, basada en el sacramento de la iniciación cristiana: el Bautismo que nos incorpora al Pueblo de Dios y nos va haciendo a través del Espíritu sus miembros vivos y activos. Por el Bautismo participamos de la triple condición de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, como aspectos diversos pero profundamente entrelazados entre sí, del único Misterio de Cristo.
- Ofreciéndonos a nosotros mismos y estando dispuestos a entregar lo que somos y tenemos a favor del Reino participamos del sacerdocio de Cristo (LG. 34); anunciando el Evangelio con palabras y obras y denunciando las injusticias que existen en este mundo vivimos nuestra vocación de profetas (LG. 35) (Cristifideles laici no. 14); dando la vida por amor para que otros vivan y teniendo a Cristo Rey como el valor absoluto de nuestra vida participamos de la función regia de Cristo. (LG. 36)
- Es, por último, una Espiritualidad teologal, cimentada en convicciones profundas de fe, impulsadas por la esperanza y consumadas por el amor.
- La experiencia espiritual cristiana requiere para que sea verdadera y auténtica vivir las tres virtudes teologales que ponen en estrecha unidad profundas dimensiones del hombre con la plenitud del Dios trinitario revelado en Jesús. Sólo en Jesús hemos creído que Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu; pero, al mismo tiempo, en Jesús hemos sabido que el hombre es fe, es esperanza y es amor. Fe como aceptación en lo visible de lo trascendente y como aceptación agradecida del Dios que se nos da en Jesús; esperanza como lanzamiento y apertura del hombre hacia un futuro por hacerse y como espera de una promesa hecha definitiva en Jesús de que el Reino vendrá porque de algún modo ya está; amor como respuesta al Dios que nos amó primero y en cuyo amor podemos darnos totalmente los unos a los otros No se puede hablar de una auténtica Espiritualidad cristiana allí donde falten, y en la medida en que falten, la fe, la esperanza y el amor
1.3 Mariana
“En relación con su deber ser místico y teologal, la Iglesia se encuentra a sí misma en María, madre y esposa inmaculada, porque ella, al haber sido elevada como persona individual a su misión, difundida y universalizada por la potencia del Espíritu, se convierte en principio de toda eclesialidad. La Espiritualidad mariana, tomada en su sentido exacto es, por lo tanto, idéntica a la Espiritualidad eclesial que precede a toda diferenciación de los diversos carismas”.
Como todas las relaciones vitales, la relación con María va evolucionando con el ritmo de la historia, en constante fidelidad a la palabra de Dios y a las exigencias de los hombres de nuestro tiempo. Las líneas maestras de esa fidelidad las marcó Pablo VI en la MC, llamada con acierto la Carta magna de la Espiritualidad mariana. Resalto brevemente algunas:
- En el itinerario del cristiano, la relación con María se impone como una exigencia de la fe (LG 67), pero también como un elemento de santificación y estímulo para el compromiso y la esperanza: “una ayuda poderosa para el hombre en camino hacia la conquista de su plenitud”. (MC 57)
- La vida de comunión con María exige la superación del egoísmo, supone morir al hombre viejo, raíz de todo pecado personal y estructural: “Ella, la liberada de pecado, conduce a sus hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el pecado”. (MC 57)
- La Virgen atrae a los fieles tras la estela de su santidad, llevándolos a asimilar las sólidas virtudes evangélicas practicadas por Ella en el contexto de una Espiritualidad bíblica de acogida y de adoración a Dios, de lectura profética de la historia y de compromiso activo por la salvación de los hermanos. (MC 57)
En María encuentra el cristiano un espejo para volver a conquistar su identidad y para acortar la distancia existente entre su realidad y el proyecto de Dios sobre él. (Stefano de Fiores)
1.4 Vicenciana
Tiene como fuente el Misterio de la Encarnación. Y se caracteriza por el encuentro con Cristo a través de los pobres. Cristo nos revela el amor infinito de Dios a los hombres, es encarnación de ese amor y sabe que viene al mundo a salvarlos y no a juzgarlo ni a condenarlo. Los rasgos del Cristo vicenciano, punto de referencia de nuestra Espiritualidad, son “Adorador del Padre, Servidor amoroso y Evangelizador de los pobres», y estos rasgos son lo que tenemos que encarnar los que queremos seguirle para “continuar su vida y su misión”.
Sólo la mirada de fe permite descubrir, reconocer en los pobres a Cristo y servirles con su mismo espíritu: “cuando se sirve a los pobres se sirve a Jesucristo…y esto es tan verdad como que estamos aquí” (SV XI, 240).
La misión pertenece al núcleo de la Espiritualidad y actividad de Vicente de Paúl. El vicenciano tiene que ser en todo lo que es y hace “revelador del amor de Dios, Buena Noticia de Dios para los hombres, especialmente para los pobres”.
Los miembros de la AMM debemos vivir preocupados siempre en solidaridad con los pobres, evangelizándolos y dejándonos evangelizar por ellos. Las obras de justicia, misericordia y compasión deben respaldar nuestras palabras para ser creíbles.
La Espiritualidad vicenciana está enriquecida por tres misterios a los que San Vicente hace referencia al hablar de María: la Inmaculada, la Anunciación y la Visitación. Estos tres misterios marcan su ser y hacer misionero: el “dársenos Dios” -la Inmaculada-, el “darnos nosotros a Dios” -la Anunciación- y el “darnos a los pobres dándoles a Dios” -la Visitación-. (A. Dodin).
Estas dimensiones espirituales y misioneras no pueden faltar en la Espiritualidad de las ramas de la Familia Vicenciana, especialmente en la rama más mariana, la AMM
II.- Dimensiones de la espiritualidad de la AMM
2.1 La fe como fundamento y apoyo
La frase puesta en labios de Dios, en el primer libro de la Historia de la salvación, el Génesis, “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18) tiene un significado muy profundo. El hombre, por estar hecho a imagen y semejanza de Dios, por ser amor, es un ser necesitado, mendigo de Dios y de los demás.
Nos encontramos hoy ante una antropología fundada en la intersubjetividad. No existe perfeccionamiento ni autorrealización en el ser humano que no consista en vivir para y con los otros. El hombre “no puede encontrar su plenitud, si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (GS 24). La verdad del hombre es abrirse al otro.
Desde la misma dimensión de la fe también se insiste en este aspecto comunitario. La Iglesia es la comunidad de los creyentes en Cristo, misterio de comunión: “Está unida en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (LG 4). No podemos creer ni salvarnos solos. La fe nace en la comunidad y hay que vivirla, celebrarla y compartirla en comunidad, en común unión con los demás. Un cristiano no pude privatizar nada y menos su experiencia de Dios, fruto de su vida orante.
La fe es un don que Dios nos da en embrión. Nuestra tarea, además de vivir la vida agradeciéndosela, es cultivarla para que crezca y sea fuerza orientadora y dinamizadora de toda nuestra vida. Tenemos dos cauces para llevar a cabo esta tarea: uno personal que implica alimentar nuestra fe con oración, sacramentos, lectura y meditación de la Palabra de Dios… y otro comunitario que implica compartir nuestras experiencias de fe, nuestras experiencias de Dios con los demás. El fruto de este doble cultivo será el crecimiento y apoyo mutuo en la vivencia de nuestra fe.
En el pasado bastaba dejarse llevar para ser cristiano. En el presente quien se deje llevar, precisamente por eso, dejará de ser cristiano. Es muy difícil mantener la fe en un clima generalizado de indiferencia, de increencia o de un cristianismo aburguesado, sin algo, al menos, de radicalidad evangélica y apoyo de los demás creyentes. Por eso para los cristianos del siglo XXI tendrá una importancia decisiva el hecho de estar integrados en pequeñas comunidades cristianas y de vivir y compartir juntos la fe y sus experiencias: “Es necesario disponer de pequeñas comunidades cristianas en las que exista fe compartida y calor humano. En ellas nos reuniremos para compartir la fe con otros hermanos y orar o celebrar la liturgia, dispersándonos enseguida para dar testimonio ante nuestros contemporáneos de lo que creemos. La sal debe mezclarse con los alimentos y el fermento con la masa” (Comunidades de Contraste) (Carvajal -Los cristianos del Siglo XXI- Sal Terrae).
La nueva evangelización no será posible sin el desarrollo de la personalidad apostólica de los cristianos, y esto exige una oración que ayude a pasar de una vivencia de fe centrada en uno mismo a una existencia cristiana volcada hacia los demás. La nueva evangelización no tendrá fuerza en la AMM si sus miembros no captan que “todo cristiano, por el hecho de serlo, participa de la condición de enviado, apóstol y evangelizador.
Todo creyente se ha de convertir con su vida y su palabra en testigo de la fe. El testimonio cristiano brota, de manera natural, de la misma experiencia de fe cuando ésta es vivida con fidelidad y responsabilidad gozosa. No se puede creer de verdad sin sentir la necesidad de anunciar y contagiar esa fe. Cada uno ha de contar “Lo que ha pasado en el camino” (Lc 24, 35).
Muchos de nosotros convivimos o tenemos contacto con familiares y amigos que se han ido distanciando de la fe. ¿Por qué les hemos de ocultar tanto nuestra experiencia creyente, nuestras convicciones y las motivaciones que animan nuestra fe? ¿Por qué hemos de silenciar los creyentes nuestra visión cristiana de la vida, cuando otros manifiestan públicamente su actitud increyente?
Este testimonio a través del contacto personal es de gran importancia, pues, en el fondo, “¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?” (EN. 46)
Los estatutos de la AMM, al hablar del apostolado, nos recuerdan dos cosas: que “todos los cristianos, especialmente por el Bautismo y la Confirmación, son destinados al apostolado” y que “las asociaciones no se establecen para sí mismas, sino que deben servir a la misión que la Iglesia tiene que realizar en el mundo”.
Este compartir experiencias de fe, fruto de nuestra vida orante, es necesario para que en nuestras comunidades se pase de una fe vivida como en secreto y a escondidas, a una fe confesante; de una fe vivida como de incógnito a una fe testimoniada y encarnada en el mundo porque evangelizar es meter en este mundo, alejado de Dios, experiencias de Dios y de su amor. No olvidemos que los vicentinos tenemos todos una misma encomienda: “revelar el amor de Dios al mundo”. (SV)
Los Estatutos de AMM nos hablan claramente de este compromiso y de cómo necesitamos ayudarnos unos a otros: “Los miembros seglares de AMM tomen como obligación suya la restauración del orden temporal y, conducidos en ello por la luz del Evangelio y por las enseñanzas de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana, obren directamente y de forma concreta, cooperando unos con otros”.
En María, la Virgen creyente y fiel, tenemos los miembros de la AMM todo un modelo de cómo vivir y compartir juntos la fe, el paso de Dios por nuestras vidas, las experiencias de fe. Ella no privatiza su fe, sino que se siente comunidad, ora con la comunidad y comparte su fe con los demás. La visita a su prima Isabel, la reunión en oración en el cenáculo con la primera comunidad cristiana, son toda una prueba. Así lo resalta el Vaticano II: “Vemos a los apóstoles antes de Pentecostés perseverando unánimemente en la oración, con las mujeres y María, la Madre de Jesús, y a los hermanos de éste, implorando con sus ruegos el don del Espíritu” (LG 59).
Javier Pikaza en “La amiga de Dios”, reflexionando sobre esta escena de María en el Cenáculo, afirma: María tiene una vivencia solidaria de su fe. No la vive prisionera preocupándose por su salvación y santificación, la vive apasionada por la “Historia de la Salvación”. El evangelio nos habla de una María cuyo corazón vibra ante las esperanzas y anhelos de la salvación de su pueblo y de la humanidad entera. Con místico arrebato y actitud revolucionaria canta al Señor “cuya misericordia llega sus fieles de generación en generación, que levanta a los humildes y derriba a los poderosos, que llena de bienes a los pobres y despide vacíos a los ricos” (Lc 1, 46-55). Después de la muerte de su Hijo no se encierra en su dolor de Madre viuda. Sigue unida y reunida con los discípulos de su Hijo, a quienes los había aceptado como Madre al pie de la cruz (Jn 19). Pensó más en la causa por la que había muerto su Hijo que en la soledad en que le dejaba. Lucas, en el libro de los Hechos, nos presenta a María plenamente integrada y activamente participativa en la vida de la primera comunidad cristiana, la comunidad de Jerusalén. Hay que verla tomando parte en la elección de Matías (Hch 1, 26), en la elección de los diáconos (Hch 6, 5), en el crecimiento de esta comunidad.
2.2 La oración, vínculo de comunión con Dios y con los hombres
El orante es el que por la fe ha ido descubriendo a Dios, a Cristo como amigos. Ha palpado y experimentado que sólo ellos le dan sentido y felicidad a su vida. Su gran preocupación es no perder su amistad porque sabe lo que se juega. Por eso una de las definiciones que más me gusta de la oración es: “Cultivo de la amistad con el Cristo amigo para permanecer en su amor” (J. M. Castillo -Oración y existencia Cristiana-).
Este concepto de amistad sigue siendo, sin duda, el más adecuado para definir la esencia misma de la oración cristiana. Porque la verdadera amistad es comunión recíproca, intercambio de amor y conocimiento, diálogo y comunicación interpersonal. Implica apertura, sinceridad, confianza y, sobre todo, donación de uno mismo.
En esta misma idea y vivencia de la amistad insiste el Papa cuando, en NMI 32, dice: “En la plegaria se desarrolla ese diálogo con Cristo que nos convierte en sus íntimos: permaneced en mí como yo en vosotros… permaneced en mi amor” (Jn 15, 10).
J. A. Pagola, hablando de cómo al hombre de hoy se le está olvidando orar, afirma preocupado: “Quizás una de las tragedias más graves del hombre de hoy sea su incapacidad creciente para la oración. Al hombre actual se le está olvidando lo que es orar” (Pagola -Aprender a vivir- idat Donostia, pág. 331).
En una sociedad en la que se acepta como criterio primero y casi único la eficacia, el rendimiento y la utilidad inmediata, la oración queda desvalorizada como algo inútil y poco importante. Fácilmente se afirma que lo importante es la “vida”, como si la oración perteneciera al mundo de la muerte.
En esta sociedad productivista, consumista, no se entiende qué significa orar, contemplar, cuando lo que hay que hacer es producir para consumir. ¿Cómo es posible que la oración sea una ocupación inútil si es, precisamente, tomar conciencia de lo que Dios es para nosotros y de lo que nosotros debemos ser para los demás?
Desde esta perspectiva, la oración es una acción profundamente humana. En ella nos sumergimos en la búsqueda del sentido de nuestra propia existencia. Orar es hacerle a Dios preguntas sobre los grandes interrogantes de la vida y buscar respuesta en sus Palabras.
Sólo puede decir que la oración no vale el que no ha tenido nunca experiencia de ella. Como sólo prescinde y minusvalora la amistad quien no ha tenido ningún amigo. Los hombres que han vivido con más densidad su vida, han fraguado la grandeza de su vida y de su acción en la soledad, en la contemplación, en el diálogo con Dios, en la oración.
El orante como buen amigo es el que vive preocupado por agradar a Dios, por hacer lo que él quiera y cómo él lo quiera. Vicente de Paúl, místico para la acción, había llegado a esta experiencia. En una conferencia sobre la oración- meditación, a las Hijas de la Caridad, les da esta definición de la oración: “Es una conversación del alma con Dios, una comunicación mutua, en la que Dios le dice interiormente al alma lo que quiere que sepa y que haga, y donde el alma dice a su Dios lo que Él mismo le a conocer que tiene que pedir. ¡Gran excelencia la de la oración, que nos tiene que hacer estimarla y preferirla a cualquier otra cosa! (31 de mayo de 1648).
La oración cristiana es siempre una oración comunitaria. El hombre no puede ir a Dios, encontrarse con Dios solo. Dios no es Padre mío, es Padre nuestro. La oración es la relación filial con el Padre de una gran familia, del nuevo pueblo de Dios. El encuentro con Dios, con Cristo, nos lleva inmediatamente al descubrimiento de la fraternidad, a sentirnos inmersos en un espacio de solidaridad interhumana, a la vivencia de la comunión. En la oración halla el creyente su identidad más profunda, reaviva la conciencia de su íntima relación con el Padre, se capacita para vivir de verdad la comunión fraterna y el servicio apostólico.
La Espiritualidad apostólica, nacida de la oración nos lleva a aprender a vivir como enviados de Jesucristo, a entender y vivir la existencia cristiana como servicio a la evangelización, a sentirnos destinados a la difusión y crecimiento del Reino: “Esta Espiritualidad apostólica nace y se alimenta de la oración. La Espiritualidad del apóstol o enviado consiste en vivir desde Otro para otros, desde Cristo para los hermanos. Sólo en la experiencia del encuentro con Cristo se desarrolla la personalidad apostólica y el creyente se sabe escogido para el Evangelio de Dios” (Rm 1,1) (Pagola -Una oración nueva para una nueva evangelización- Idat Donostia).
El modelo de lo que los miembros de la AMM debe ser y hacer es María Milagrosa. Las pocas referencias bíblicas que de su vida tenemos son suficientes para saber cómo oraba María. Su oración resulta enteramente modélica para los creyentes de todos los tiempos.
María, al igual que Jesús, vive en comunión íntima con Dios. Deja que el Señor la vea: “ha mirado la bajeza de su sierva” (Lc 1, 48) y la llene: “llena de gracia. El Señor está contigo” (Lc 1, 28).
Todas las referencias evangélicas de la vida de María están en contexto y clima de oración, de silencio, de soledad: Anunciación, Visitación, Natividad, Extravío y Encuentro de Jesús, Bodas en Cana, Al pié de la Cruz, Cenáculo… La reflexión sobre estas escenas y su clima de oración llevará a Pablo VI a afirmar que “María vive orando… que María es la oración constante” (MC 18).
María, al mismo tiempo que vive una vida de oración privada, participa fielmente en la oración comunitaria. Se siente pueblo de Israel y con su pueblo alimenta con la oración su fe y la celebra. Ella sabe muy bien que no se puede ni vivir ni creer solos. La asistencia reglamentada a la Sinagoga, la Purificación, La Presentación de su Hijo, la Ida anual a Jerusalén por la Pascua son toda una prueba de sus oraciones y celebraciones comunitarias.
Hay que orar a María, pero, sobre todo, hay que orar con María y como María.
Los miembros de la AMM tienen que ser conscientes de que no pueden vivir una vida espiritual de calidad ni crecer en fe sin alimentarla en la oración tanto personal como comunitaria. Sin oración, sin apertura al Espíritu, no hay vida en filiación ni vida en fraternidad. No podemos vivir y crecer en la vida de la gracia ni ser fecundos en el apostolado sub-alimentados: “La fecundidad del apostolado depende de la unión vital con Cristo que se nutre de los auxilios espirituales”, y entre los medios para cultivar la vida espiritual y hacer fecundo el apostolado aparecen: “Oración personal y comunitaria, celebración de los Sacramentos del Perdón y Eucaristía, celebraciones litúrgicas o no, rosario, novenas…
Jesús nos lo dijo bien claro: “Sin mi no podéis hacer nada… El sarmiento sólo da fruto unido a la vid”. (Jn 15, 4)
Al inicio de este Nuevo Milenio el Papa nos pide que los centros de la AMM vayan poco a poco siendo “auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón” (NMI 33).
2.3 El servicio a los pobres: expresión de la auténtica espiritualidad de la AMM
No hay vida de fe y oración auténticas que no terminen en compromiso con el hombre. Dios al creyente, en la oración, le pregunta por los demás, por sus problemas, por sus necesidades y le apremia a que salga del caparazón de su egoísmo, se abra a ellos, se sensibilice y comprometa con sus necesidades.
El termómetro de una buena vida de fe y oración marca siempre una elevada temperatura en amor entregado y en servicialidad. Un cristiano -decía Cabodevilla comentando el Himno de caridad (l Cor 13)‑ es aquel de quien podemos y debemos servirnos siempre todos.
Hay dos clases de personas, fruto de nuestra manera de entender la vida: la egoísta y la generosa. La vida de la primera la condiciona el egoísmo que le lleva a querer mandar y a servirse de todos usándolos; la vida de la segunda la condiciona el amor que le lleva a colaborar, poniéndose a disposición de los demás. Y es que el amor nos lleva a descubrir que la vida sólo vale la pena vivirla si la vamos gastando para que otros vivan. Desgraciadamente la mentalidad egoísta tiene mucho poder en la cultura del interés que tiene enganchado a un alto porcentaje de los hombres de la sociedad de hoy.
Hablando de la increencia, en 1988 algunos Obispos afirmaban: “En la sociedad actual estamos reduciendo, con frecuencia, nuestras relaciones a un mutuo intercambio útil a placentero, donde cada uno busca siempre SU propio interés… ¿No necesitamos un espíritu nuevo de fraternidad que nos libre de ese egoísmo, que es, en buena parte, la matriz de muchos comportamientos sociales? ¿No será el redescubrimiento de la vida fraterna lo que puede salvar a tanto hombre solitario, incomunicado, enfermo?”
Y el Papa, en la NMI 42, nos dice: “Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia también en este nuevo siglo; pero si falta la caridad, todo sería inútil” (l Cor 13, 2).
El verdadero discípulo de Jesús es el hombre creyente, “enteramente para los demás”. Centra su vida en servir, en ayudar y en hacer felices a los otros. Se ofrece para el servicio: “si me necesitáis, aquí me tenéis, si precisáis de que os eche una mano, estoy a vuestra disposición”. Decía muy atinadamente Erich Fromm atacando el amor interesado: “El amor comienza a desarrollarse cuando amamos, hacemos bien a otros, a quienes no necesitamos para nuestros fines personales”
Jesús nos convoca hoy a sus seguidores a ser miembros vivos y activos de la Iglesia, “la casa y la escuela de la comunión” (NMI 43), frente a la sociedad de amos y señores, fruto del uso, abuso y explotación de los otros. En la Iglesia y en nuestra Asociación todos tenemos la misma dignidad, la más grande que se puede tener: ser hijos de Dios y todos nosotros sentirnos responsables de todos y de todo: “Para defendernos de la famosa intemperie en el interior de las sociedades secularizadas… será necesario disponer de pequeñas comunidades cristianas en las que exista fe compartida y calor humano” que sirvan de contraste e interpelan con su vida.
El Papa nos ha hecho una llamada seria a una vida solidaria y a un compartir fraterno, a la hora de apostar por la caridad en el Nuevo Milenio: “Es la hora de una nueva imaginación de la caridad, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno” (NMI 50).
El Dios en quien creemos es un Dios que ama a todos los hombres. Somos sus hijos, fruto de su amor. Pero a este Dios, que nos quiere a todos con locura, se le escapa el corazón hacia los más débiles, hacia las víctimas del desamor, hacia los pobres. No es un Dios parcial, un Dios daltónico. Su presencia en la historia no es pasiva. Dios ve y actúa en la vida. Oye y experimenta el clamor y la esclavitud de sus pobres y se sirve de Moisés para liberarlos: “El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto además la opresión con que los egipcios los tiranizan. Ahora, pues, ve; yo te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto” (Ex 3, 9‑1l). La causa de los pobres es causa de Dios, se identifica con su causa. La opción de Dios por los pobres, los oprimidos, los esclavos es una constante en toda la revelación.
Jesús, el Hijo de Dios, que ha venido al mundo porque el Padre lo ama (Jn 3, 16), también opta por los pobres: “El Espíritu del Señor sobre mi porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la Buena Noticia a los pobres » (Lc 4, 18). Ha venido a inaugurar el Reino y este Reino está destinado prioritariamente para los pobres (Lc 6, 20). Él es el “buen samaritano que se solidariza con todos los tirados por esta sociedad en las cunetas de la vida, Él es el que se para, se acerca, y los cuida con sensibilidad, misericordia y compasión. Él no da rodeos ni pasa de largo como hacen hoy tantos sacerdotes o levitas insolidarios” (Lc 10, 29‑38).
Toda la vida de María es un continuo servicio pero hay, sobre todo, dos escenas muy significativas para la Espiritualidad de los miembros de la AMM en su compromiso de servir a los pobres: La Visitación y las Bodas en Caná. María se entera por el ángel que su prima Isabel está pasando por un trance difícil y necesita alguien con quien desahogarse y que le preste una ayuda. María se pone inmediatamente en camino. No piensa para nada en ella. Estaba embarazada de poco tiempo y el camino que tenía que recorrer era peligroso (Según los estudiosos es el mismo camino en el que Jesús cuenta la parábola del Buen Samaritano). Pero el que ama no piensa en lo que le puede suceder a él si atiende al necesitado sino en lo que le puede suceder al necesitado si él no lo atiende. Va a visitar a su parienta y está con ella unos tres meses (Lc 1, 39‑46). En Caná la gente se divierte, come y bebe como en toda boda, sin pensar en los demás. Pero, allí, hay una mujer que entiende de amor y por eso vive pendiente de los demás, de lo que necesiten. Sin que nadie le diga nada, observa que está a punto de terminarse el vino. Los novios, sus familiares, van a quedar en ridículo y la alegría de la fiesta se va acabar. Se acerca a su Hijo, le expone la situación y, gracias a Ella, Jesús obra el primer milagro (Jn 2,1‑13).
También María, su Madre, se solidariza con los pobres y así lo canta en el Magníficat: “Derribó del trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 52‑54). Juan Pablo II, en la Redemptoris Mater, afirma: “su amor por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat”. Paul Claudel decía irónicamente: “El Magníficat hay que cantarlo en gregoriano y en latín para que no se entienda porque es demasiado revolucionario”. Y nuestro P. General, Robert P. Maloney, hablando en el Eco (Abril 2001, pág. 134) sobre la Espiritualidad del Magníficat escribe: “Una persona que vive la Espiritualidad del Magníficat canta con confianza el Amor preferencial de Dios por los pobres. Cree también que este Amor no es simplemente afectivo sino que actúa, interviene en la historia. Es un Amor que puede cambiar el mundo del revés. En un mundo donde hay muchas tinieblas, enfermedades, penas y muertes, cree que Dios puede aportar luz, salud, alegría y resurrección”.
La AMM es una Asociación, además de eclesial y mariana, vicenciana. Los Vicentinos tenemos todos una misma misión: servir al pobre evangelizándole. Nuestra Espiritualidad tiene como fuente principal el misterio de la Encarnación. Juan Pablo II, con palabras muy similares a las de San Vicente en el siglo XVII, nos recuerda que “si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir, sobre todo en el rostro de aquellos con los que el mismo ha querido identificarse” (Mt 25, 35‑36). No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluído de nuestro amor desde el momento que “con la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre” (NMI 49). Los Estatutos de la AMM, al hablar del apostolado en el art. 16, nos dicen: “El servicio a los pobres debe ser preferencial en lo que somos y hacemos”. Pero el servicio vicenciano implica evangelización: “Evangelizar de palabra y con obras es una exigencia de nuestro carisma vicenciano”. Y el modelo para vivir esta exigencia de nuestro carisma, como para los demás, es nuestra Madre, María Milagrosa: “A ejemplo de María, Nuestra Madre, la Sierva disponible, modelo perfecto de “amor a Dios” y de “amor a los hombres”. Terminaría este apartado recordando a los miembros de la AMM lo que el Papa pide a todos los cristianos al inicio del Nuevo Milenio: “Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como “en su casa”. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras” (NMI 50).
Conclusión
Tenemos que vivir una vida de calidad evangélica que nos ayude a ser santos. Todos estamos llamados a la santidad: ”sed santos como vuestro Padre celestial es santo”. Ese y no otro tiene que ser el fruto de una auténtica Espiritualidad que nos llevará al cultivo de la amistad con Dios y con todos los hombres; a ser, como le llamó uno de sus biógrafos a Vicente de Paúl, “místicos para la acción”.
“La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea, a la perfección de la caridad” (Cristifideles laici no. 16).
La santidad tenemos que vivirla hoy desde la experiencia del amor de Dios que nos apremia a revelar su amor a este mundo para ir transformándolo en su Reino: “La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas” (Cristifideles laici no. 17).
Hay que vivir la vida permaneciendo en el amor de Dios para dar fruto en el mundo a donde hemos sido enviados y con esa misión: “Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece en mi y yo en él, ése da mucho fruto… Separados de mi no podéis hacer nada” (Jn 15, 1-5).
El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación post-sinodal Cristifideles laici, explicitó los campos concretos de mayor importancia y urgencia en los que los laicos tienen que vivir la misión de su vocación en el mundo (36-44). Enumero algunos de los más importantes, teniendo presente la identidad y misión de los miembros de la AMM:
- La Familia. En un mundo donde la familia es atacada, donde se constata una crisis de la institución familiar, su valoración, estima y defensa constituye el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Este compromiso sólo puede llevarse a cabo adecuadamente si se tiene presente la convicción de valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia. (40)
- La Solidaridad y la Justicia. En esta cultura insolidaria e injusta los laicos están llamados a insertarse en el amplio campo de iniciativas personales y grupales nacidas para hacer frente solidariamente a las frecuentes necesidades del hombre actual, de tantos hombres tirados en las cunetas de la vida por las injusticias y corrupciones de los poderosos de este mundo de hoy. La fuente de esta solidaridad, de esta justicia, tiene que ser el Amor solidario de Dios a la humanidad encarnado en Cristo para que no se queden en mera filantropía.
- La defensa del derecho a la vida y de la dignidad de la persona. En esta cultura de la muerte, de la valoración de lo que solo produce, en esta cultura esclava del interés, los laicos tienen que defender el derecho a la vida, la promoción de la dignidad de toda persona. Todo ser humano es proyecto del amor de Dios y ha sido creado para vivir y ser feliz. Esa es la pasión de Dios por el hombre y esta pasión es la que Dios mete en todos los que creemos en Él (36-37).
A estos campos que he seleccionado de la Cristifideles laici me gustaría añadir algo que el Papa nos pide a los creyentes al inicio del Nuevo Milenio: “apostar por la caridad” (NMI 49).
El Misterio de la Encarnación es la fuente de toda la Espiritualidad vicenciana. El Papa nos recuerda que “nadie puede quedar excluido de nuestro amor, desde el momento que con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre”, y nos pide una actuación muy concreta que a los vicentinos nos viene como anillo al dedo: “tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa” (NMI 50).
¡Ojalá que todos los centros de la AMM sean las casas de los pobres y que ellos se sientan allí como en sus casas! Que éste sea el fruto de una Espiritualidad de calidad evangélica, vivida en fidelidad a la Iglesia y al carisma vicenciano, teniendo siempre como Espejo y Modelo a María, la Virgen de la Medalla Milagrosa.
Autor: Andrés Pato, CM
La AMM no es laical, es para fieles católicos, ya sean laicos, clérigos o consagrados.
El Decreto es claro:
La Asociación de fieles de la Medalla Milagrosa, compuesta por fieles laicos, clérigos y miembros de Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, fue aprobada y reconocida en toda la Iglesia, con finalidad y Estatutos propios, por Su Santidad el Papa S. Pío X, mediante el Breve Dilectus filius del 8 de julio de 1909, vinculándola a la dirección del Superior General de la Congregación de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad.
II – Naturaleza
4. La Asociación Medalla Milagrosa es una asociación pública de fieles internacional (cf. can 312 ss.), integrada por laicos, clérigos y miembros de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, que, llevando consigo la Medalla Milagrosa, la honran con una vida cristiana y apostólica.
V – Miembros
17. Miembros en general
“Todos los fieles pueden pertenecer a esta Asociación y participar de sus privilegios, con tal que lleven sobre su pecho pendiente del cuello la Sagrada Medalla, bendecida e impuesta… Los socios se complacen en repetir con frecuencia la invocación: “¡Oh María, sin pecado concebida; ruega por nosotros, que recurrimos a ti !”.” (San Pío X, Estatutos, arts. 5 y 7)
http://vincentians.com/es/estatutos-generales-de-la-asociacion-medalla-milagrosa/