1 Re 3, 5-7. 12; Sal 118, 57-77 ss; Rom 8, 28-30; Mt 13, 44-52.
“Como un tesoro escondido en el campo”. Así es el Reino, nos dice Jesús. “O como el comerciante que anda buscando la perla de gran valor”. ¿Quién encontrará el tesoro o la perla?
Algunos –ajenos al cristianismo– dicen que esperar y buscar la recompensa prometida hace de la vida cristiana una cuestión mercenaria. Pero es falso.
El hombre o la mujer que se casa por dinero es un mercenario. El dinero no es la recompensa natural del amor. Pero, quien se casa por amor, no es un mercenario; el matrimonio es recompensa natural de su amor. El cristiano está en la misma tesitura que el amante. El tesoro ofrecido y deseado y lo que luchaste por encontrarlo no es un soborno hecho a Dios, es la consumación del discipulado que se acrecienta cuanto más se desea. Y así como ese deseo y lucha fue gracia, así, con más razón, lo será el definitivo abrir las manos para acoger a la Gloria que es el Reino de Dios.
Puesto que nuestro destino real es transfinito y está más allá de estas patrias, cualquier otro bien en que se fije hoy nuestro deseo sólo puede tener –en los buenos casos– una relación simbólica con aquel deseo que a tientas desean nuestro deseos. Ellos anhelan el tesoro escondido del Reino. Y ese deseo es el tatuaje de Dios que llevamos en nosotros y que tira de nosotros hacia su original. El Dios que nos quiere saciar, es el mismo que puso en nosotros la sed.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
0 comentarios