El servicio directo a los pobres requiere de un serio y coherente auto-examen, una profunda oración y la voluntad de convertirse. Habiendo pasado siete años en la parroquia St. Vincent de Paul en St. Louis, Missouri, involucrado en distintas obras de servicio para los pobres de la zona, reflexioné sobre lo que caracterizaba mi servicio cuando este mejor reflejaba el carisma de San Vicente de Paúl de evangelizar a los pobres.
Debo incluir algunas prevenciones. No sirvo con perfección, no me doy completamente, ni trabajo perfectamente. Nadie lo hace. Así que la pregunta que me hago es «¿soy un ejemplo de la vida e ideas de san Vicente?» San Vicente de Paúl fue un hombre enérgico, fuerte y de impulso. Si me mido con él, yo soy menos. Es fácil entonces que la bondad y la santidad de Vicente se conviertan en un obstáculo más que en una llamada, en ser un ejemplo de inusual intervención divina más que un ejemplo de un ser humano como yo, llamado y abierto a la gracia de Dios que transforma toda la creación
En segundo lugar, mi comprensión del carisma de servicio de Vicente a los pobres nace de la experiencia. Viene de ser un vicenciano, formado en el espíritu vicenciano, y llamado a servir con otros vicencianos. Mi entendimiento también ha sido influenciado por otros, más específicamente por Dorothy Day, cuyas obras he leído y cuyo espíritu está vivo en el movimiento del Trabajador Católico.
El ministerio como una llamada
Comenzaré con algunas palabras sobre la llamada al ministerio. Es esencial que una persona conozca y experimente su ministerio como consecuencia de una llamada directa del Señor. Para algunos la llamada suena así: somos amados por el Señor y llamados a vivir una vida de servicio. Nuestra llamada al servicio es la experiencia preeminente en nuestras vidas del amor que Dios nos tiene. No servimos simplemente porque es bueno hacerlo, o porque sea parte de la agenda liberal, o para demostrar nuestra bondad. Servimos primero y más puramente porque, en el amor, hemos sido llamados y nuestra respuesta es elegir devolver el amor. No estamos obligados a servir; servimos porque somos del Señor, bendecidos con esta llamada. Esta llamada es vida para nosotros. En resumen, se nos da el don de la vida. Respondemos sí a la llamada tan completamente como podemos. Y entonces nos llenamos de más vida.
Reconocer nuestra llamada requiere fe. Somos creados en el amor, llamados a la vida en el servicio de los demás. Vemos, con la claridad de la fe, la realidad del Cuerpo Místico. Esto, quizás más que cualquier otra cosa, caracterizó la actividad de Vicente de Paúl. En los pobres, en los que servimos, vemos y conocemos al Señor. Vemos a Cristo crucificado, sufriendo a menudo en la persona de nuestros hermanos y hermanas, quebrantados por el desempleo y la ociosidad forzada; luchando para alimentar, vestir y alojar a sus hijos con pocos ingresos y un desafío constante. Aquellos acosados con los demonios de la enfermedad mental, atados por la adicción a la cocaína, o por la pérdida de los hijos, reflejan los sufrimientos de Jesús. Nuestros hermanos y hermanas que encuentran en las calles y en el alcohol la única realidad que desean vivir ya, huyendo del daño y la responsabilidad, son miembros del cuerpo roto de Cristo.
Creemos y, porque creemos, vemos. En la fe, lo que vemos no sólo conduce al miedo o a la repulsión, la ira o la compasión; en la fe lo que vemos nos lleva al amor. Como hemos sido amados y llamados, también amamos. A medida que amamos al Señor crucificado, cuya vida se derrama por nosotros, también amamos a nuestros hermanos y hermanas en quienes vemos al Señor, y así servimos. A medida que servimos descubrimos que nuestro servicio nos lleva a la fe. Servimos y nuestra fe se encarna. Con la fe encarnada vemos y, viendo, somos llamados a amar.
Al amar debemos servir. Nuestro servicio es a veces inconstante, temeroso, siempre incompleto. Pero, a medida que servimos, descubrimos al Señor y nuestra llamada. Servimos, y nuestra llamada es animada y vigorizada. Profundizamos nuestra fe; nuestra visión se amplía; nuestras oportunidades de amar se hacen más profundas y llenas, y en todo esto nos llenamos de vida.
Marcas distintivas del carisma del servicio
Para describir el carisma de servicio vicenciano, nos podemos hacer unas cuantas preguntas. Estas preguntas perfilan y dan forma al carisma. Aunque ninguna de ellas es una cita directa de san Vicente, estoy seguro de que son preguntas que él mismo se hizo a sí mismo y a los que reunió a su alrededor para servir a los pobres de Francia durante el siglo XVII. Permítanme plantear estas preguntas para ayudar a resaltar la imagen de lo que significa el carisma de Vicente de Paúl.
1) Compasión
¿Podemos ver al Señor en nuestros hermanos y hermanas, y actuar con compasión? En Mateo 25, 31-46 leemos «tantas veces como lo hiciste por uno de estos, el más pequeño de mis hermanos y hermanas, tú lo hiciste por mí». ¿Cuál es nuestra reacción ante esto? ¿Somos capaces de ver con la mirada de la fe, la presencia del Cristo sufriente en nuestros hermanos y hermanas, los pobres sufrientes? ¿Qué vemos? ¿Qué estamos abiertos a ver? He encontrado que es fácil ponerse romántico aquí. La privación que marca la pobreza, como señales reveladoras de nuestro egoísmo y pecado, no es una visión edificante. Tal privación puede enmascarar la humanidad de una persona. Escuchar las divagaciones inconexas y sin sentido de un esquizofrénico no es una conversación entretenida. Guiar a un alcohólico borracho a un asiento en las comidas para los pobres requiere fuerza, pero ninguna gran habilidad o sabiduría. La debilidad humana, el talento aparentemente desperdiciado, y la negligencia deliberada son más que oportunidades para la compasión.
Vicente nos dice que veamos más allá. Debemos ver, aunque débil y vacilantemente, a Jesús el Señor, roto, herido y necesitado. Y así vemos al Señor y no tenemos miedo de seguir mirando, no importa lo abrasadora o abrumadora que pueda ser la visión. Vemos al Señor, y así nuestros corazones se mueven más allá de la simpatía y la compasión. Nos movemos a una posición que cree que nuestras vidas se unen, de una manera u otra; nuestras heridas son compartidas, porque estamos juntos. Nos unimos para consolar, aliviar, cambiar, confrontar. Aquellos que están llenos del carisma de Vicente de Paúl saben de manera poderosa lo que es el Cuerpo de Cristo. Todos somos hermanos y hermanas en el Señor, una verdad terrible de creer si sólo vemos la privación. Esta es una verdad llena de una fuerza enorme cuando nuestra visión en la fe lleva a la compasión, una compasión que conduce inevitablemente a una solidaridad real y duradera.
En cada persona llamada a servir, el don de la compasión es un rasgo vivo y creciente. La compasión no nace ya crecida en ninguno de nosotros, y debe ser nutrida para que pueda crecer. Debe ser alentada y convocada. Al igual que un niño que aprende a caminar, cuyos primeros pasos se hacen con cuidad por miedo a caer, así también nuestros esfuerzos por vivir compasivamente. Comenzamos y probamos, a veces fallamos, y luego crecemos en esta habilidad. Nuestros intentos de responder con compasión nos llevan a intentarlo de nuevo.
2) Debilidad
Estoy convencido de que Vicente se preguntó: «¿Soy lo suficientemente débil para servir?» ¿Somos débiles y necesitados, no enfermos o incapacitados? Ser necesitados significa que también nosotros estamos abiertos a ayudar; no somos autosuficientes y absolutamente independientes. La persona que sirve, un hombre o una mujer llamado desde el amor a servir a los pobres, debe ser débil, no debe ser tan fuerte que no necesite nada, o que siempre pueda ayudar, siempre sabiendo lo que es correcto, siempre teniendo disponibles los recursos y la energía necesarios. Nadie es tan perfecto, o lo tiene todo, como para no hacerse preguntas o tener heridas interiores. Más personalmente: ¿cómo puedo estar abierto al sufrimiento y al dolor si no lo esperimento yo mismo? San Pablo afirma que es en la debilidad que el poder de Dios alcanza su corona y es suficiente. Así conocemos y vivimos la verdad de que, en nuestra tarea de servicio, la vida de Jesús es suficiente.
A menudo una vida de servicio con sus demandas puede abrumar. Intentar ser inteligente, sabio, poderoso e ingenioso no es una respuesta. Necesitamos mirar primero al Señor que nos da poder cómo somos y nos da lo que necesitamos para servir en este mundo roto. Un servidor no lo hace todo, no lo soluciona todo; un servidor sirve y confía. En la debilidad se esfuerza y lucha por ayudar, consolar, cambiar, perdonar. Un servidor que confía no tiene miedo a la debilidad y, por lo tanto, no es vencido por ella. Un servidor que es débil y sabe que el Señor le da lo que necesita, da y da de nuevo y nunca se agota. Uno que es lo suficiente débil para servir nunca se cierra, aunque esté cansado; nunca desespera, aunque esté abrumado. Uno que es lo suficientemente débil como para servir confía lo suficiente como para unirse a la muerte del Señor, para llevar la resurrección del Señor a aquellos a los que él o ella es llamado y enviado. Tal debilidad, mientras rechaza la fuerza y la autosuficiencia, necesita coraje.
3) Coraje
Y entonces pregunto: ¿somos suficientemente valientes para servir? ¿Estamos listos para comenzar lo que bien pudiera fallar, o no mostrar resultados mensurables o discernibles? Se necesita coraje para arriesgarse, no a ser temerario, sino a ser arriesgado, para empezar algo que no podemos controlar y confiar en que habrá un camino a encontrar en la aparente locura; la vida y la plenitud requiere un enorme valor. La vida es arriesgada, aunque a menudo intentamos cambiarla y ordenarla para que no sea así. A menudo tratamos de hacer sólo lo que sabemos que podemos. El servicio a aquellos cuyas vidas están marcadas por la privación es arriesgado; la privación puede hacer que la vida parezca loca o ilógica, aleatoria, sin sentido y fuera de control. Si ayudamos a uno, tres más vienen a nuestroencuentro. Esto exige energía, sabiduría y recursos. ¿Qué hacemos cuando no podemos cambiar nada, cuando como en el Calvario sólo hay amor y presencia? El servicio de los pobres requiere coraje basado en la confianza, no en la fuerza externa. No es de extrañar que Vicente haya hablado con frecuencia y contundencia sobre la confianza en la Divina Providencia. No es ninguna sorpresa que tal confianza descansa en el valor.
4) Compromiso con la pequeñez
Y si somos lo suficientemente débiles, suficientemente valientes, y suficientemente confiados, ¿estamos listos para cambiar y abandonar lo necesario para servir? La mayoría de los que responden a la llamada del Señor para servir y estar con los pobres, no son y nunca fueron financieramente pobres. La mayoría proviene de familias estables, con seguridad económica y oportunidades. Muchos están bien educados y se les han dado muchas oportunidades de desarrollarse, comprenderse a sí mismos y soñar con lo que podrían llegar a ser. El servicio de los pobres requiere un compromiso con la pequeñez; hacer cosas ordinarias, con la gente señalada como ordinaria. Llegué a la parroquia de San Vicente desde la facultad en un seminario universitario. Me encantaba enseñar y pensar. Yo era bastante bueno en mi labro, y suficientemente listo; tenía un buen vocabulario. Descubrí que los pobres no necesitaban de esto y no quedaban impresionados. Encontré que debía abandonar las recompensas que obtuve de la enseñanza y hacer esto libremente, o no podía ser servidor de los que había sido llamado a servir. Requiere desnudarse, es un cambio doloroso. Tenía que estar listo para dejar de hacer cosas «significativas» y «profesionales» para escuchar, alimentar, dar refugio, estar con los pobres. ¿Estamos dispuestos a dar y cambiar, a aceptar lo pequeño y ordinario, y en la fe ver la dignidad? ¿Podemos renunciar a las recompensas rápidas y discernibles por nuestros esfuerzos? A veces nuestro servicio se parece a poner una tirita, ayuda poco y no cambia nada. ¿Estamos dispuestos a ser despojados de esas esperanzas y sueños, esos propósitos y deseos que nos impiden ver la vida plena y real con los pobres? Podemos dejar de ver a los pobres y sus necesidades; podemos dejar de oír su llamada de socorro y compasión si estamos demasiado llenos, o demasiado rodeados de cosas, o necesitando demasiado para tener éxito.
Educada o no, cada persona humana puede ser sabia, capaz de saber y entender lo que es importante, lo que importa, por qué estamos aquí y hacia dónde nos dirigimos. Desafortunadamente, el conocimiento puede generar orgullo, y el orgullo siempre ciega. Al ser despojados de la importancia de los dones y talentos, de su rango o estatus, pueden ayudarnos a ver y entender. La pequeñez puede ser liberadora si se abraza; no hay nada que nos engañe entonces, que nos seduzca con su importancia. Muchas personas «pequeñas» son sabias. Ya despojados, ven y entienden. Ellos aprecian y viven. Es el gran regalo de la simplicidad que nos permite vivir realmente. Pero la simplicidad viene sólo con la voluntad de cambiar, de rendirse, de ser despojado.
5) Cambio de Corazón
Hay otro forma de despojarse o cambiar que ha de ser ser abordada. Vicente sirvió toda su vida, no cumplió con el tiempo requerido y después pasó a algo mejor. Si queremos servir toda nuestra vida, entonces debemos ser despojados de la dureza de la vida mediocre o la experiencia. Se trata de una dureza adquirida del corazón, a menudo no maliciosa pero difícil, no obstante. Vivimos con el mal; los efectos reales y destructivos de la pobreza y el racismo están a nuestro alrededor. No somos jóvenes con la emoción a flor de piel, no somos corazones sangrantes. Crecemos duros, duros e inteligentes, con la inteligencia de las calles. Y es esta dureza de corazón que nace de la experiencia de la que debemos despojarnos, o no podremos servir con la vida y el poder de Cristo.
No tenemos que ser estúpidos para servir; estamos obligados a amar. Requiere que verdaderamente vayamos a amar aún cuando nuestros corazones quieran venganza y nuestras mentes ofrezcan la justificación auténtica y real. El servicio de Vicente, a imitación de Jesús, era un amor fiel y eficaz. Vicente vio y se preocupó. Conocía el toque y el poder del mal, pero eligió amar. El despojamiento de esta dureza permite que el verdadero siervo se alce contra el mal, siempre con poder sin necesidad de conquistarlo. Los siervos verdaderos son personas que se alzan ante lo que es correcto, y constantemente y consistentemente lo suscitan en otros. Son personas que aman y confían, perdonan una y otra vez, aceptan la dura y espantosa verdad de la cruz y encuentran la plenitud de la vida. Animado de esta manera, llevan un servicio que no tendrá medida ni será difícil para los necesitados. La vida enseña. Pero nos preguntamos: «¿Estamos despojados lo suficiente para saber lo que es la verdad y la vida de la cruz?»
La siguiente pregunta puede parecer inusual o incluso irónica, pero es central en una vida de servicio. ¿Somos lo suficientemente amados? ¿Somos amados y, por tanto, llenos de la vida y la capacidad que deben salir de nosotros? Es necesario vivir y actuar de tal manera que se conozca y experimente el amor de Dios por todos. La pregunta no es solo si oramos. La oración, por supuesto, es esencial. Debemos confiar en el plan amoroso de Dios, buscar sus manifestaciones en los acontecimientos cotidianos, a menudo pequeños pero reales, que son los signos del Reino. Debemos ver el amor de Dios alcanzándonos y tocándonos, llenándonos y sosteniéndonos.
El verdadero amor a uno mismo permite que otros nos amen. Demasiado a menudo los hombres y las mujeres permiten que su espíritu y dedicación se sequen porque no aman, o no saben amar. Puede ser un asunto arriesgado, pero no hay un ministerio de gracia sin el amor y los riesgos del amor. Podemos amarnos, no de una manera posesiva, competitiva, no fijar el amor por uno mismo como una amenaza para el amor de los demás. Podemos apreciar quiénes somos, quiénes podemos ser, y hacer y permitir que el amor de los demás nos fortalezca, nos consuele, nos enseñe a reírnos y nos permita llorar. ¿Estaremos solos, o estaremos con los demás, siendo parte de lo que es bueno en ellos, estando más unidos de lo que nunca podríamos estando solos? Nuestras hermanas y hermanos en el cuerpo de Cristo nos tocan, nos cambian, nos ablandan y nos llaman con su amor.
Por último, en este asunto del amor, ¿permitimos que los seres a los que servimos nos amen y nos respondan como son capaces? Cuando estamos agotados y cansados, atraídos por demasiadas necesidades y demandas, por una infinita variedad de tristeza y penas, fácilmente podemos preguntar «¿quién cuida a los cuidadores?» Y debemos admitir que a menudo cerramos la puerta del servicio y del amor a nosotros porque decimos que siempre debemos ser los que dan, los que hacen cosas por los demás. Muchas veces evitamos que nos ayuden los que servimos. Creamos estructuras de ayuda que impiden la reciprocidad de la atención. A menudo nos imaginamos a los pobres como siempre necesitados, ciegos a lo mucho que pueden darnos. Pueden no ser capaces de dar lo que nosotrosl es damos, o quizás lo que necesitemos en un momento dado. Pero el don recíproco sucede en verdad, si lo buscamos y estamos dispuestos a ver a los pobres como personas reales, como Cristo para nosotros, y si estamos dispuestos a aceptar lo que pueden dar. Los pobres son nuestro lugar privilegiado de la revelación de Dios, llamándonos a la fidelidad y a una nueva visión.
6) Personas de Visión
Hay más preguntas que hacerse en este asunto del servicio. ¿Somos lo suficientemente visionarios para servir? ¿Somos capaces de operar no tanto con respuestas o incluso con programas, por necesarios que sean, sino con visión, con esperanzas y sueños? ¿Podemos vislumbrar, en los momentos de reflexión y oración, el reino que Dios nos llama a crear? La vida nos enseña enseguida la brecha entre las esperanzas y la realidad; pero un siervo de los pobres nunca admite que la brecha no pueda ser reparada. El que está llamado a servir dice que el reino está siendo construido, aunque sea aún incompleto. Las personas de visión nos llevan a donde debemos ir. Él o ella no nos deja perdidos en el quebrantamiento, el dolor o el tedio del ahora. Nos unen y nos llevan hacia adelante.
La visión, estas esperanzas y sueños, deben ser alimentados, o se evaporarán poco a poco. Un pueblo sin visión, un servidor sin esperanza, no puede perdurar; se hacen pedazos y se desintegran. A través de la oración, podemos mantener las esperanzas y los sueños frescos y vivos. La oración es ese tiempo con la Fuente, la presencia en el lugar donde no se hace nada, pero todo se concibe. ¿Nos preguntamos sobre todo lo que es y lo que podría ser, todo lo que no podemos entender o controlar? Los amigos que sueñan y esperan con nosotros, que comparten su propia comprensión y visión, pueden revitalizarnos. Disminuir de vez en cuando, cambiar de lugar para recordar cuánto más podría haber en un futuro, puede alimentar nuestros espíritus. ¿Elegimos tocar lo bueno y lo grande de estar vivos, de sentir y de saber? POr difícil y peligrosa que la vida pueda ser, vivirla de todo corazón, sea llorando como riendo, cayendo y levantándose de nuevo, puede nutrir la vida, las esperanzas y los sueños.
¿Estamos dispuestos a sufrir el dolor de ser personas de visión? A menudo tenemos que soportar no sólo la risa de los que no pueden creer, sino peor, los despidos corteses de aquellos que saben más. Visiones y visionarios nos llevan a donde debemos ir, pero el viaje nunca termina. Clamamos una y otra vez por justicia. Respondemos una y otra vez a las críticas de los pobres y a su comportamiento cuando no se adapatan bien. Nadie acepta. Seguimos llamandos. Todo el mundo piensa que somos tontos, poco realistas, sin éxito. Aún así hablamos de lo que podría ocurrir si vivimos lo que creemos sobre ser el Cuerpo de Cristo, de lo que algún día el reino de Dios podría traer.
Esto nos lleva a considerar si podemos vivir, trabajar y permanecer en paz, aunque no vivamos en el tiempo de la cosecha. No sólo los demás nos rechazan, sino que a menudo nuestros esfuerzos parecen no ir a ninguna parte, no ayudar a nadie, no cambiar nada. A los que ayudamos, se van. Nunca llegamos al término, a menudo estamos demasiado ocupados, a veces no somos más que proveedores y no personas. Lo que valoramos y atesoramos más, es ignorado o mal entendido. Trabajamos y trabajamos bien, y nuestra recompensa es simplemente más trabajo. Por supuesto, lo que acabo de decir es exagerado, porque hay personas que están agradecidas y dan apoyo. Sin embargo, el desafío al celo apostólico es confiar en que sólo Dios puede pagar algunas cosas, y sólo en el tiempo de Dios. Podemos plantar y regar y nunca ver el crecimiento. ¿Podemos confiar y seguir adelante? Dios, seguramente y con tiempo, hará producir lo prometido, lo que nuestros sueños nos dicen que debe ser.
7) Personas de Propósito
Finalmente nos preguntamos, ¿somos personas de propósito, arrastradas y barridas por la llamada que Dios nos hace? Queremos, anhelamos, deseamos ver, oír, amar a nuestros hermanos y hermanas, cambiar las mentes y las estructuras que dividen, luchar diariamente por lo que es correcto. Deseamos esa energía que alimenta el celo. Deseamos y vivimos con sus picos, sus movimientos, llevándonos más lejos y más profundamente de lo que iríamos si sólo nos moviéramos por las elecciones razonadas. Los pobres demandan propósito. Si les servimos, el propósito es necesario. El propósito parece siempre una marca central de los que hacen grandes cosas; muestra gracia encarnada, y transforma nuestros dones, ordinarios y comunes, en algo más. El propósito rara vez es puro, ni fácil de planificar o controlar; pero, con todo, su riesgo nos llena y nos permite tocar, aunque sea por un momento, la plenitud que un día tendremos en la paz del reino de Dios.
Porque soy un ministro vicenciano, privilegiado de haber sido llamado al servicio, cada día soy llamado a vivir el carisma de Vicente de Paúl. Si vivo este carisma, siento su poder y crezco como siervo amoroso. Me hago regularmente estas preguntas que he planteado para mantener mi corazón y mente centrados en mi llamada y fieles al genio del santo cuyo camino yo sigo. Ofrezco estas reflexiones a cualquiera que, como yo, pudiera elegir responder al llamado del Señor para estar en servicio con los pobres. Las ofrezco, no como una lista exhaustiva o como una herramienta de evaluación. Más bien las ofrezco como una manera de conocer el poder de Dios que tanto conmovió a Vicente de Paúl, con la esperanza de que este conocimiento nos pueda llevar a avanzar en la compasión, el amor y el servicio.
Autor: James Cormack, CM.
Fuente: SPIRITUALITY TODAY, número de primavera de 1991, Vol. 43 No. 4.
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