Guiadas por el espíritu
La misión de la Hija de la Caridad, como la del profeta, es dar esperanza a los pobres, y les da esperanza, si su mensaje está avalado por el Espíritu Santo, a cuya acción debe acomodarse en todo momento, como hacían los profetas. Jesús en la última Cena anunció a los apóstoles que cuando él se fuera, enviaría el Espíritu, quien les explicaría todo lo que él les había dicho. Con esta frase quería decir, según santa Luisa, que el Espíritu Santo acabaría la institución de la Iglesia, le daría el poder de obrar maravillas y le infundiría la santidad de vida (E 98). Son las tres funciones que tiene una Hija de la Caridad profeta, conducida por el Espíritu Santo: afianzar la Compañía, obrar maravillas sirviendo a los pobres y alcanzar la santidad.
En Pentecostés, de una manera oficial, el Espíritu de Jesús asume esta misión. Cuando los apóstoles eligen a Matías para sustituir a Judas en el colegio apostólico, lo hacen después de pedir al Espíritu que les indique a quien ha elegido. Por la fuerza del Espíritu de Jesús, Pedro y Juan curan al paralítico que pide limosna en la puerta del templo. El Espíritu lleva a Felipe al encuentro del etíope, funcionario de la reina Candace, lo instruya y lo bautice. El Espíritu Santo da fuerza a Esteban para exclamar ante el Sanedrín que veía la gloria de Dios y a Jesús de pie a su derecha (Hch 7, 55). Impulsado por el Espíritu Santo Pedro admite en la fe a los gentiles Cornelio y a su familia, sobre los que había descendido el Espíritu Santo mientras les anunciaba el Reino (Hch 10, 34-38).
La Iglesia, que se va extendiendo bajo la acción del Espíritu Santo, acude a Él en los problemas difíciles, como era no obligar a los gentiles a ser circuncidados ni a cumplir la ley de Moisés. La Iglesia se reúne en el llamado Concilio de Jerusalén y guiada por el Espíritu deciden «no imponer más cargas que las indispensables» (Hch 15, 28). El Espíritu Santo siempre lleva a buscar lo fundamental en el mensaje cristiano, dejando a un lado miedos y dudas que pueden impedirle actuar en medio de nosotros.
El Concilio Apostólico es el modelo de cómo deben ser nuestras actuaciones, si queremos contaminar el mundo de esperanza. En el servicio a los pobres y en la vida de comunidad nos hemos empeñado en aumentar «las cargas indispensables», en lugar de suavizarlas. Es frecuente defender dogmáticamente los menores detalles que consideramos patrimonio del cristianismo o de la Compañía, y cuando el Espíritu Santo, abriéndose personalmente paso, desecha las cosas accidentales, fruto de las circunstancias, los lugares y el tiempo, para intentar recuperar lo que es esencial a nuestra consagración y a nuestro carisma, somos incapaces de captar el paso del Espíritu Santo, intentando conservar, contra viento y marea, lo que siempre se ha hecho y del modo que se ha hecho.
Lo decidieron los apóstoles conducidos por el Espíritu Santo: «hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros”. Si fuéramos conscientes de esta sumisión al Espíritu en nuestras reuniones, no impondríamos nuestras convicciones o nuestros modos de ver las cosas, nos pondríamos a la escucha y nos dejaríamos empapar por la acción del Espíritu Santo.
El espíritu Santo en la Compañía
Como los profetas bíblicos, tenemos la necesidad de sentir el influjo del Espíritu Santo. Necesitamos tomar decisiones colectivas e individuales contando con Él, como lo pedían aquellas primeras Hermanas que expusieron sus ideas y sentimientos en la famosa conferencia que propuso santa Luisa para el día de Pentecostés de 1648.
A veces da la impresión de que el Espíritu de Dios se ha apagado y el pueblo nos ve como profetas que han perdido la valentía, el fuego y el soplo del Espíritu que enciende cada día hogueras de ilusión y de esperanza en todos cuantos se abren a su presencia y se ofrecen como morada suya. El Espíritu Santo habita en nosotros, nos quita el miedo y nos hace intrépidos, decididos y libres en el anuncio de la Buena Noticia de Jesús. Santa Luisa lo explica muy bien en aquellos Ejercicios que hizo en 1657. El Espíritu nos empuja a construir nuestra vida espiritual, comunitaria y de servicio sobre el amor, la unión, la solidaridad, la acogida y la entrega, que son las virtudes que llevan a los pobres a confiar en las Hijas de la Caridad. Querer edificar nuestro profetismo sobre otros cimientos distintos del Espíritu divino, sería construir en falso.
Sor Juana Elizondo solía decir: «Debemos estar atentas para saber por dónde quiere llevar el Espíritu Santo a la Compañía». Acaso lo tomó de esa conferencia del 31 de mayo de 1648 en la que santa Luisa y la mayoría de Hermanas hablaron sobre el influjo del Espíritu Santo en ellas y en la Compañía. Las Hijas de la Caridad, todas, están convocadas por el Espíritu Santo a hacer una profunda reflexión y oración para buscar con verdadero interés la voluntad de Dios.
Desde el comienzo de la Compañía los fundadores recalcaron que la Compañía está compuesta de comunidades y de personas, y que el fundamento de la vida en comunidad es la unión que debe hacer el Espíritu Santo, como hace la unión en la Trinidad[1]. Las Hijas de la Caridad están obligadas a integrar y no dividir la comunidad. Lo fundamental es la unidad, la unión que nace de lo más indispensable, el amor que el Espíritu Santo ha depositado en nuestros corazones (Ro 5, 5). Nos perdemos en palabras de exigencia, de radicalidad y no sentimos a la persona que tenemos delante.
El Espíritu viene cuando «todos los discípulos están reunidos» (Hch 1, 14). Si no hay comunidad no habita en ella el Espíritu Santo. No basta con “estar juntas”, hay que estar unidas, compenetradas en “un sólo corazón y un alma sola” (Hch 4, 32). Es la unidad que Jesús pide al Padre en la última Cena. Es el anuncio de la comunión trinitaria. En esta tarea hay que empeñarse guiados por el Espíritu Santo.
Tanto los fundadores como las Hermanas comprendieron que la vida comunitaria sería desagradable si el amor no las unía, pues eran destinadas en función de la necesidad de los pobres y no de las simpatías. Muchas de ellas se conocían por primera vez en el destino. La compañera se le daba sin que ella la eligiera, había peligro de divergencias y sólo el amor que da el Espíritu Santo lograría la unión (c. 15).
Las cuatro normas del Concilio de Jerusalén inspiradas por Santiago: abstenerse de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la impureza, de los animales estrangulados y de la sangre (Hch 15, 21), quieren facilitar la convivencia entre los diversos grupos de la comunidad, sea cual sea su procedencia. Y la esperanza llenó a todos los cristianos de la comunidad de Antioquía que interpretaron las cuatro normas no como una imposición pesada, sino como un respiro liberador pudiendo considerarse miembros del pueblo de Dios, a pesar de no estar circuncidados ni sujetos a las prescripciones de la ley.
También las Hijas de la Caridad tienen unas normas que sirvieron para las primeras Hijas de la Caridad y valen para las actuales, revivir la consagración, vivir la pureza, no escandalizar y sostener a las débiles. Si las vivimos, manifestaremos esperanza fuera y dentro de la comunidad.
Si la unidad de la Iglesia brilla por seguir al Espíritu que inculca lo esencial sobre lo accidental, también nuestras comunidades brillarán, cuando busquen la fidelidad a la doctrina de nuestros fundadores, y no una seguridad que actúa más como freno que como acicate de crecimiento en el amor. Sabemos que los caminos del Señor, a veces, no coinciden con los nuestros; pero entonces el Espíritu Santo nos guiará hasta encontrar en la oración los caminos del Señor.
Intercambios y revisiones
En nuestro carisma se van introduciendo impurezas y desviaciones. Para profundizar y vivir nuestra vocación de una forma auténtica, necesitamos intercambios, diálogo, comunicación, sin llevar posturas preconcebidas, y dejando espacio a la actuación del Espíritu. En los tiempos fuertes de estudio y revisión, nuestra fidelidad al Señor tiene que estar continuamente renovándose; de lo contrario muere.
En estas reuniones lo más interesante es tener una disposición personal y comunitaria de acogida y apertura profética al Espíritu que actúa en el grupo y en cada uno de nosotros. ¿De qué servirían los intercambios si, al abordar los temas de estudio y reflexión, no estamos dispuestos a cambiar nuestras ideas? Necesitamos libertad interior, sin prejuicios, sabiendo que mi colaboración, bajo la acción del Espíritu, ayudará a encontrar la voluntad de Dios, que se va manifestando a través de estas reuniones. De ahí la importancia de esta tarea profética que el Espíritu nos encomienda.
Momentos importantes son los Retiros y Ejercicios Espirituales para revisarnos y reconocer nuestras faltas, incoherencias, contradicciones entre lo que es nuestro ideal y lo que estamos viviendo. Comprender que la fidelidad requiere una constante transformación, que no podemos quedarnos quietos, que necesitamos estar guiados por el Espíritu Santo para buscar la voluntad de Dios, viviendo cada día el compromiso de la vocación.
¿Qué significa hoy en mi vida el totalmente entregadas a Dios para el servicio de los pobres? ¿Mi vida está impregnada de la doctrina del Evangelio vivido al estilo de san Vicente y santa Luisa? ¿Eres auténtica en el ser y en el actuar? O, por el contrario, ¿te contentas con vivir a medias, con pequeños compromisos, con ciertos apaños? ¿Mantienes las exigencias que hiciste cuando respondiste a tu vocación? ¿Qué giro te está pidiendo el Espíritu Santo por medio de sus inspiraciones? ¿Qué espera de ti en cada momento de la vida, de tu vocación, tu servicio, tu vida espiritual y comunitaria?
Vemos signos de esperanza en las nuevas situaciones que se plantean en la sociedad de hoy. Pidamos al Espíritu que nos envíe su luz y su verdad para indicarnos el camino, como san Vicente le pedía para las Hermanas que «el Espíritu Santo derrame en vuestros corazones las luces que necesitáis para caldearlo con un gran fervor» (IX, 103).
Revitalizadas personalmente por el Espíritu
La misión del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, es apoderarse de quien ha sido elegido profeta para que siga sus directrices y guíe la Compañía a implantar el Reino de Dios entre los pobres. El profeta Ezequiel nos narra una impresionante parábola sobre los huesos secos (Ez 37, 5-14). En un momento Dios le dice: sobre estos huesos secos “infundiré mi espíritu y viviréis”. Exactamente como hizo Dios en el Paraíso sobre el barro humano, «y resultó un ser viviente» (Gn 2, 7), lo mismo que sopló Jesús sobre sus discípulos, que resucitaron a una vida nueva, Dios sigue soplando e infundiendo su espíritu sobre nosotros, para que vivamos en plenitud. Vida en plenitud no es tener más, sino ser más, crecer más, esperar más. Vida en plenitud no es otra cosa que amar sin límites, porque el Espíritu de Dios es Amor.
La misión encomendada al Espíritu en cada Hermana es revestirla de las cualidades de Jesucristo e incorporarla a su Humanidad, convirtiéndola en Cristo, y así quien la vea, vea a Jesucristo y no a ella[2]. Por eso no puede haber oposición entre el Espíritu Santo y Jesucristo. Jesucristo nos habla del Espíritu y el Espíritu nos habla de Jesús. Jesucristo nos prepara para recibir el Espíritu y el Espíritu nos prepara para revestirnos de Jesús.
El viento a veces es una brisa suave que alivia y refresca (1 R 19, 11-13). El Espíritu de Dios no siempre se manifiesta en los grandes acontecimientos o en experiencias apasionadas. El Espíritu de Dios prefiere manifestarse en los quehaceres de cada día, como una suave brisa que lleva la paz y la serenidad al alma. Se manifiesta en la atención delicada a los pobres y a la Hermana de comunidad, en el gesto de cariño, en la acogida atenta, en el gesto comprensivo. Todo aquello que lleve sosiego, paz, serenidad, gozo, alegría al ser humano, es signo de la presencia del Espíritu en nuestras vidas.
Necesitamos la fuerza del Espíritu que nos cure y nos llene de energía. Si nos abrimos al Espíritu, sentiremos una fuerza poderosa que nos viene de dentro, como si alguien, no yo, actuara en mí. Es el Espíritu Santo que viene a mí, me cura y me transforma. Viene a mí para que sea su testigo. Se me comunica para que aprenda a evangelizar, a curar, a servir, a amar y a transformar el mundo, como Amigo y Defensor, como Consejero y Animador. Es como el alma para el cuerpo.
Si tenemos el Espíritu de Jesús seremos como Jesús y actuaremos como Jesús. Tendremos capacidad de perdonar, liberar cautivos, de expulsar demonios y sanar enfermos. Podremos evangelizar a los pobres y llevar a todos la misericordia y el amor de Dios. Cuando los discípulos recibieron el fuego del Espíritu superaron temores y ataduras. Hoy sigue soplando sobre nosotros para elevarnos por encima de nuestras bajezas y tristezas y poder elevar a los demás, porque «nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2 11).
Notas:
[1] SV. IV, 228-229, IX, 107; SL. c. 362,500, E 47, 55.
[2]SV. XI, 411; SL. E 98
Autor: P. Benito Martínez, C.M.
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