Gén 49, 29-32; 50, 15-26; Sal 104, 1-7; Mt 10, 24-33.
“No les tengan miedo… el que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé a su favor ante mi Padre de los cielos”.
Cuando el sol sea ya un anciano y deje de brillar, tú aún vivirás –así lo esperamos– en la hermosura de Dios. Cien siglos o mil millones de siglos no son nada para los resucitados con Cristo. Entonces, como hoy, lo importante es vivir con él, confesarlo púbicamente con la vida y la palabra. Somos amados por él, no sólo por su misericordia, sino también como personas en que se goza, más que el mejor artista en su obra o el mejor padre en el hijo del que se siente orgulloso y complacido. Eso es algo de lo que nos dice Jesús en este evangelio: que si hoy lo vivimos y confesamos, él se declarará en nuestro favor ante el Padre celestial.
En contra nuestra –como un mastín voraz– está nuestro miedo. Miedo al qué dirán los demás, miedo a la conversión que nos desinstala, miedo a dejar nuestras míseras murallas, esas que construimos creyendo que nos protegen. O miedo a asumir nuestra historia colectiva en sus aspectos dolorosos. ¿Vamos a mezclarnos nosotros –los buenos, los inteligentes, los progres– entre esa masa de anticuados y pecadores?
Ah, Señor Jesús, nunca dejes de protegernos contra el miedo, el orgullo y la comodidad. Quiero vivirte y confesarte; es mi mejor dicha, y como una cucharadita del gozo de que tú puedas decirme un día: “Bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor”. Y todo es y será gracia tuya.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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