Una de las grandes fiestas de la fe cristiana es la celebración de Pentecostés. El hecho más sorprendente de la historia –la Resurrección de Jesús– que lo comenzamos a celebrar en la Vigilia Pascual, culmina su plenitud festiva en la celebración del quincuagésimo día pascual o Pentecostés. Nos ayudará releer, en primer lugar, el texto de los Hechos de los Apóstoles, 1, 12-14 y todo el capítulo segundo.
Es triste constatar la poca importancia que le damos, en la vida práctica, al Espíritu Santo (y a lo sucedido en Pentecostés). Al Padre le atribuimos la Creación, al Hijo la Redención, ¿qué es, entonces, y qué hace el Espíritu Santo, si ya todo está hecho? En la lengua hebrea “espíritu” se dice “ruaj”, y esa palabra es de género femenino. Y el Espíritu es como la mejor madre de familia: hace lo que es. El Espíritu es como una madre que nos gestara según el modelo, la imagen y los rasgos de Jesucristo. Es el personal “Nosotros” del Padre y del Hijo y quiere llevarnos a ese Dios trinitario que es Amor.
Es maternal preocupación y cuidado de los demás y hace que la casa sea hogar, que la Iglesia no sea un club, sino una comunión. Nos habita, para que de verdad seamos lo que somos: hijas o hijos de Dios (Gál 4, 6), y hermanos unos de otros. Nos sostiene como criaturas y como redimidos. El Espíritu es el que nos lleva a Jesucristo, pues como ya lo decía san Ireneo –a fines del siglo primero–, como “el Hijo es el conocimiento del Padre, el conocimiento del Hijo se obtiene por medio del Espíritu Santo”. Él nos incita a aspirar siempre a más (Rom 5, 5; 8, 23), y ruega con nosotros y por nosotros como una madre (Rom 8, 26-27). Como la brújula nos señala el norte, el Espíritu nos guía a Jesucristo para hacernos como él. O, como lo decía San Vicente de Paúl, “el Espíritu Santo… da las mismas inclinaciones y disposiciones que tenía Jesucristo”.
En el cuarto evangelio, por cinco veces Jesús anuncia el envío y la venida del Espíritu Santo. Ojalá que puedas leer estos pasajes: 1°.- Jn 14, 15-17; 2°.- Jn 14, 25-26; 3°.– Jn 15, 26-27; 4°.– Jn 16, 7-11; y 5°.– Jn 16, 12-14. Es el Espíritu de la Verdad, nuestro abogado, el que nos enseña y recuerda lo que Jesús nos dijo, el que da testimonio y nos da fuerza para testimoniar con él, el que desenmascara al mundo, y el que nos conduce a la verdad “porque recibirá de lo mío y os lo anunciará”.
Pentecostés, la revolución para todos
Pentecostés es la ladera pública de la Resurrección, es la Nueva Alianza universalizada y destinada a todas las naciones. Es la Resurrección de Jesús publicitada por el Espíritu. Los discípulos que habían tenido la experiencia de la Resurrección de Jesús ahora saben que no es su propiedad privada, sino un don que tienen que compartir. Así se lo anuncia Jesús a los discípulos: “Recibirán la fuerza del Espíritu, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).
En adelante han de vivir en continua salida “haciendo discípulos” de todos los pueblos. Hemos recibido la lotería de la vida nueva y ahora la compartimos.
El Espíritu los (nos) capacita para vivir dando este testimonio y haciendo discípulos de Jesús. Para eso nos da cuatro especiales dones:
1°.– El “don de lenguas”, para que todos puedan oír en sus circunstancias y en su cultura y lengua “las maravillas de Dios”. Es la Palabra inculturada en cada medio.
2°.- El don de la “parresía” cristiana, (valentía). Aquellos, hasta hace unos días “escondidos por miedo” (Jn 20, 19), ahora proclaman al Señor con toda valentía. Pues el anuncio se hace, no en las pacíficas nubes, sino en un mundo conflictivo. “A ustedes los tomarán presos y los perseguirán,… los harán comparecer ante los reyes y los gobernadores porque causa de mi Nombre” (Lc 21, 12-13). La “parresía” es la audacia, el amor que no se deja amedrentar, el testimonio valeroso. Es eso de lo que carecemos, si somos católicos mudos o acomplejados.
3°.- El don de la diaconía o del servicio. Después de Pentecostés, lo primero que hicieron Pedro y Juan fue sanar a un pobre tullido, liberarlo de sus condiciones de miseria (Hch 3, 1—4, 1, 21). El encargo de testimoniar no se puede hacer sin evangelizar a los pobres, liberar a los cautivos y oprimidos…, y él nos configura con Jesucristo para seguir la misma misión de Jesucristo. El Espíritu es, como cantamos en la Secuencia, el “Padre amoroso de los pobres”.
4°.– El don de crear comunidad~Iglesia (y no discípulos aislados). En Pentecostés, ante el anuncio de Pedro sobre Jesucristo, los oyentes le preguntaron qué debían hacer. Pedro les contestó: “Conviértanse y háganse bautizar cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo…” (Hch 2, 37-41). Y ese día, fueron bautizados, recibieron el Espíritu y comenzaron a ser Iglesia. Y esta Iglesia está dibujada poco después en el mismo libro de los Hechos (Hch 2, 42-47; 4, 32-35) como comunidad profética, regia–servicial y sacerdotal.
Como comunidad profética: Estaban unidos en “el testimonio de los apóstoles respecto a la resurrección del Señor” e “iban de un lugar a otro anunciando la palabra” (Hch 8, 4). Comunidad regia~servicial: Vivían unidos, compartían cuanto tenían, no había entre ellos ningún necesitado”. Comunidad sacerdotal: “Acudían asiduamente… a la fracción del pan (Eucaristía) y a las oraciones”.
¿Cuánto oras, cuánto oramos al Espíritu Santo?
Él –Amor del Padre y del Hijo– abre la comunicación entre el cielo y la tierra. “Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro…”…
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