Hch 4, 1-12; Sal 117, 1-4. 22-27; Jn 21, 1-14.
“Aquella noche no pescaron nada”
La tarde está cayendo sobre el lago de Galilea. “Me voy a pescar”, dice Pedro; lo mismo dicen sus seis compañeros. Y, subidos a la barca, echaron su red obsesivamente durante toda la noche y sin ningún resultado. “Echen la red a la derecha”, les dice, hacia el amanecer, un desconocido desde la orilla. ¡Cambien! Así lo hicieron y la pesca fue sobreabundante. “¡Es el Señor!”, balbuceó el discípulo amado a los oídos de Pedro. Y “cuando bajaron a tierra, encontraron un fuego encendido y sobre las brasas pescado y pan”.
En múltiples ocasiones habían comido juntos Jesús y sus discípulos. Ahora, ya de amanecida, es él quien los invitó y les preparó el desayuno y se lo sirvió. ¡Qué forma tan entrañable de perdonarlos –sin nombrar su culpa y abandono– y de crear una nueva comunión! Y ¡qué manera de mostrarles, no sólo que está vivo y resucitado, sino que su ternura y cuidado por ellos no tiene límites!
Ah, Señor, si te conociéramos más, si nos diéramos tiempo para saborear cómo eres con nosotros, ¿no nos empeñaríamos en responder a tu amor con un fuerte y nuevo amor a tu persona y a nuestros hermanos?
¡Danos la dicha de esta revolución de tu gracia!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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