Hch 3, 1-10; Sal 104, 1-9; Lc 24, 35-48.
¡Qué triste se hace la vida cuando vamos sin esperanza! “Nosotros creíamos que iba a liberar a Israel…”, pero agonizó sobre una triste cruz, y se acabó la esperanza. Así se lamentaban Cleofás y su acompañante camino de Emaús. Un insólito peregrino se unió a su caminata, pero no a sus lamentos. “¡Qué tardos son ustedes para comprender lo anunciado por los profetas. ¿No tenía que padecer el Mesías para entrar en su gloria?”. Y el peregrino continuó explicándoles lo que sobre el Cristo decían las escrituras… Llegados a Emaús, le pidieron que se quedara con ellos. Y él se sentó con ellos a la mesa. “Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista”.
Los peregrinos, Jesús que los acompaña, la Escritura y su explicación, el pan partido y entregado, la comunidad nueva, el testimonio… y la dicha: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?”.
Es el relato de un encuentro, el relato de la vida cristiana, el relato de la eucaristía, el motivo de la esperanza. No caminamos solos, no peregrinamos desesperanzados, él nos acompaña y nos da su palabra, su presencia y su dicha. No murió en vano, no resucitó en vano, y de nuevo lo reconocemos al partir el pan con nosotros. Pobres, necesitados, pecadores; así somos.
Pero tenemos con nosotros a este Jesús Resucitado que nos levanta, nos reanima y nos llena de esperanza. Y cuando compartes el pan con los pobres, él está allí.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
0 comentarios