Is 42, 1-7; Sal 26 1-3. 13-14; Jn 12, 1-11.
Yo sólo ansío el encuentro, / y el ánfora ya no responde / al amor que dentro esconde”.
Algo así dice María de Betania con su gesto de quebrar el vaso de alabastro y ungir “con perfume los pies del Señor, y se los secó con sus cabellos; y toda la casa se llenó con la fragancia del perfume”.
Estamos en Betania, en la vertiente oriental del Monte de los Olivos, a tres kilómetros de Jerusalén. Son los días previos a la Pasión de Jesús. Simón el leproso ha invitado a un banquete. Ahí está Jesús, Lázaro, los discípulos, Marta y María. (Es ya innecesario repetir que esta María nada tiene que ver con la mujer de Lc 7, 36 ni con María Magdalena). Ante el complot de los jefes y su acuerdo con Judas, ante la noche de Jerusalén y su rechazo de Jesús, aparece, como una luz y una intuición jubilosa, María de Betania con su amor perfumado. Quiebra el continente –el ánfora– y entrega todo su contenido. Tratándose del Señor, sólo el exceso sin medida es la justa medida. El amor es inventivo y, a veces, tira la casa por la ventana. María es ya como una hermosa profecía del cuerpo de Jesús roto y derramado en sangre y agua para llenar al mundo con su perfume de salvación.
Quienes la acusaban de derroche, no sabían de qué hablaban. Pareciera que quisieran enseñar a Jesús el amor a los pobres. Pero Jesús les responde “ella ha hecho conmigo una obra hermosa… y donde quiera que se anuncie el evangelio se contará en su honor lo que acaba de hacer”. ¿Su amor es reto para ti y para mí?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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