Dn 13, 1-9. 15-62; Sal 22, 1-6; Jn 8, 1-11.
“¿Nadie te ha condenado?”
“Que calle, que no intenta alabar a Dios quien no quiera ver, ante todo y sobre todo, su misericordia”, decía san Agustín… Los escribas y fariseos llevan ante Jesús a la mujer adúltera. Y le dicen: “La ley de Moisés ordena que mujeres como ésta sean apedreadas. Tú, ¿qué dices?”. Estos moralistas conocían que la ley era igual para ella que para su cómplice (Dt 22, 22-24), pero sólo apresaron a la mujer. Y no les interesa la moral, les interesa tender a Jesús una trampa. Pero él no les respondió; “se puso a escribir en el suelo”. Y, ante sus insistencias, se enderezó y les dijo: “Aquel de ustedes, que no tenga pecado, que le arroje la primera piedra. Y se inclinó de nuevo y escribía en el suelo”. A ella la libró de sus manos inmisericordes y a ellos les ofreció la oportunidad de verse a sí mismos.
Luego se enderezó Jesús: “Mujer, ¿dónde están?”. ¿Dónde están esos de manos llenas de piedras y de discriminaciones? “Yo tampoco te condeno. Vete, y no vuelvas a pecar”. Jesús ha estado de parte de la mujer en cuanto víctima para librarla de la muerte. Y Jesús está de su parte en cuanto pecadora, para librarla de su propio pecado, porque el pecado arruina la gloria de Dios que consiste en que el pecador tenga vida y vida en abundancia. Los fariseos hubieran hecho de ella un esqueleto, Jesús hizo de ella una mujer nueva.
¿Podemos imaginarnos la alegría de esta mujer? Se encontró con el mejor abogado, con el más hábil y más misericordioso. ¡Feliz culpa que me llevó a conocer tal Salvador!
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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