Éx 32, 7-14; Sal 105; Jn 5, 31-47.
“Perdona, Señor, las culpas de tu pueblo”
El pueblo de Israel no siempre tuvo certeza de saber qué “hacer” para lograr la bendición de Dios. Con esta incertidumbre, con la intención de no equivocarse y con el deseo de la bendición de Dios, crearon un sistema complejo de leyes, código de pureza, código de santidad, para todo momento y toda ocasión. Su cumplimiento les aseguraba, según ellos, experimentar la bendición.
Al pasar el tiempo, hoy lo sabemos, el momento oportuno para experimentar esta certeza se dio en el acontecimiento de la revelación de Dios, la más plena, la encarnación: Jesucristo. Con él sabemos que es necesario superar el legalismo de la ley porque ésta es insuficiente para construir el Reino, también sabemos, que la verdad y la vida se experimentan a través de él, y que él, es manifestación del don de Dios. Y para acceder a este don, es necesaria la fe. Una fe que no espera ni se alimenta de los signos y manifestaciones extraordinarias sino de la escucha de la palabra, de la actitud creyente confiada. Por Jesús sabemos que los deseos de Dios son misericordiosos y antes de juzgar y condenar, sana, salva. Y como todo “don” que se recibe de Dios, es necesario, para poder experimentarlo, expresar la voluntad de dejar aquello que nos enferma y condena.
Todo suena bien, ya lo sabemos, y sin embargo, dice Jesús: “Yo he venido en el nombre de mi Padre y ustedes no me aceptan…”.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Rubén Darío Arnaiz, C.M.
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