Jon 3, 1-10; Sal 50; Lc 11, 29-32.
«A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias»
Es común que estemos contemplando al cielo con una actitud suplicante, anhelante. Esperando, como quien necesita un milagro de parte de Dios. Los judíos de la época de Jesús esperaban una señal del cielo, para su salvación. La buena noticia para nosotros es que del cielo ya se nos dio una señal. Dios ya cumplió con su promesa, y no es necesario mirar al cielo, porque la señal, el signo, está encarnado entre nosotros. El milagro de Dios, el esperado, se encarnó. Se llama Jesucristo. Dios en su gratuidad, envió a su Hijo, éste entregó su vida, y muriendo-resucitando nos ofrece la salvación, la reconciliación.
Algunos de entre nosotros, cristianos, seguimos esperando una manifestación de Dios, incluso se ha alimentado la idea o creencia de que Dios se manifiesta a través de acontecimientos inusuales, sorprendentes, extraordinarios, sobrenaturales, pero Dios se revela en Jesucristo de manera cotidiana, de manera ordinaria, a través su Palabra. “En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (DV 2).
¿Acaso Jesús no es lo más sorprendente y extraordinario en medio de nuestra cotidianidad? Una canción vicentina dice: “Contemplen a Jesucristo, que él dará contestación”. Sí esperas algo de Dios, seguro ya está en Jesucristo.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Rubén Darío Arnaiz, C.M.
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