Sir 1, 1-10; Sal 92, 1-5; Mc 9, 14-29.
Un epiléptico que tiene, desde niño, “un espíritu malo”. El padre lo ha llevado para que lo curen, pero los apóstoles no pudieron sanarlo. Y, ahora, a la llegada de Jesús, el padre le suplica: “si puedes hacer algo, ayúdanos, ten compasión de nosotros”. “¿Por qué dices, si puedes? –replica Jesús–. Todo es posible para el que cree”.
¿Por qué desconfías, por qué dudas del amor de Dios? ¿Por qué piensas que no lo mereces? ¿Por qué no te entregas como un niño que no pide ayuda porque tenga méritos sino sólo porque tiene necesidad? Y el padre del enfermo gritó: “Creo, pero aumenta mi fe”.
Creo, Señor, pero aumenta mi fe. Acrecienta mi fe, purifícala, límpiala de las mezclas que yo le pongo, sana mis ignorancias y perezas. Líbrame de una fe superficial y que no se encarne en la vida. Quiero una fe sincera y agradecida, una fe en comunión con los humildes y con los católicos de todos los siglos. Ne me dejes caer en creencias alejadas de la Iglesia, ni dejes que se me apague como una lámpara agotada. Te pido una fe comprometida contigo y con los pobres, alegre y sin complejos. Y una fe servicial de hechos y palabras. ¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!
Jesús curó al enfermo, lo tomó de la mano y lo puso en pie. Así te lo pido yo, Señor. Dame tu mano y ponme en pie en tu seguimiento.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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