El cuento de los saduceos
Apc 11, 4-12; Sal 143, 1-10; Lc 20, 27-40.
Hay un hecho cultural sumamente llamativo en una gran parte del Antiguo Testamento. Los ateos ilustrados modernos lo ignoran. Estos nos juran y perjuran que la religión se inventó para consolarnos ante el más allá y para trasladar allá la justicia que aquí no hallamos. Es decir, que nosotros creamos a Dios a imagen y semejanza de nuestros miedos o nuestros sueños. Pero resulta que, en la mayor parte del Antiguo Testamento, donde Dios se revela como creador y salvador misericordioso, no hay revelación sobre la vida eterna. El judío pobre y normal que cree en Dios, reza los salmos, ama a Dios y hace justicia a su prójimo no espera una verdadera vida después de su muerte. Aún no ha llegado a él esa maravillosa revelación. Ésa revelación comenzará a aparecer en los últimos libros del Antiguo Testamento. Es decir, esa vida eterna ni la inventaron según sus miedos, ni según sus sueños. De ninguna manera. No la conocían.
Para el tiempo de Jesús, la mayoría de los judíos ya creían firmemente en la resurrección final. Sólo quedaban retrasados… los ricos, los saduceos. ¡Qué normal! En el evangelio de hoy se inventan un largo cuento para rebatir la vida eterna. Y Jesús les dice que no entienden ni la Escritura ni el poder de Dios, y que ciertamente hay resurrección de los muertos.
Los esquimales no se imaginaban un paraíso sin focas, los saduceos no se lo imaginaban sin nuevos matrimonios, como los amigos del tequila no se lo imaginan sin agaves. Gracias a Dios el cielo no cabe en nuestra imaginación.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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