Ef 5, 21-33; Sal 127; Lc 13, 18-21.

“¿A qué compararé el Reino de Dios?”

El Reino de Dios se parece al trabajo humilde del agricultor que siembra los granos de mostaza y, se parece también, al trabajo humilde de una mujer, ama de casa, que amasa la levadura.

Así es el Reino, el misterio de un Dios escondido y humillado que se encarna y mezcla en la tierra y en la masa de la humanidad doliente, como levadura y como semilla, empieza como algo insignificante y se convierte en algo grandioso.

Eso es lo que sucede a quien acoge el Reino y decide perseverar en él. Si lo acoges, sabes por dónde empiezas, pero no te imaginas a qué honduras y alegrías serás llevado. Experimentarás que tu vida se convierte en árbol fecundo para ti y para los demás o en pan sabroso que nutre a muchos. Y la fatiga que significó el sembrar y el amasar, son sólo dulzura comparado con el tesoro de gran valor hallado inesperadamente.

¡Dame, Señor, que me abra a tu Reino, que me fije en ti, que eres su rostro, que nada me distraiga del deseo de acogerlo!

Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autora: Alicia Gamboa, H.C.