Domund 2016: Misioneros de la misericordia

por | Oct 22, 2016 | Formación, Reflexiones | 0 Comentarios

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El lema de este domingo del Domund es “Sal de tu tierra”. Es la palabra de Dios dirigida a Abrahám (Gn 12,1) para que saliera de su tierra y de su familia y de sus posesiones y se dirigiera a la tierra prometida por Dios. Este gran mensaje es el que la Iglesia, en el día de las Misiones, quiere poner de relieve, pues tanto ser misioneros y misioneras como vivir la vida cristiana desde la clave de la misionariedad consiste exactamente en eso, en salir de la tierra, de la familia, de las seguridades del mundo, de las posesiones propias y de las posibilidades invidualistas de crecimiento y desarrollo personal para centrar la vida en Dios y en sus promesas, que tienen como principal objetivo la transformación de esta tierra en una casa común de justicia, de igualdad, de paz y de libertad, para todos los pueblos y para todo ser humano.

El papa Francisco, en el mensaje para este día del Domund del año de la misericordia, nos dice: “El Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de modo especial la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial de las Misiones, todos estamos invitados a “salir”, como discípulos misioneros, ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda la familia humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y experimenten el amor del Señor. Ella “tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio” (bula Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y niño”.

Y él también nos enseña: “Todos los pueblos y culturas tienen el derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todos. Esto es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20) no está agotado, es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos actuales, a sentirnos llamados a una nueva “salida” misionera, como he señalado también en la exhortación apostólica Evangelii gaudium: “Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (n. 20).

Para ello es necesario tener en cuenta las circunstancias actuales del mundo donde millones de seres humanos se encuentran en situación extrema de pobreza. Ante los múltiples rostros de los pobres en el mundo actual, los hambrientos, los refugiados, los inmigrantes, los sin techo, los desahuciados, desempleados permanentemente, los niños de la calle y todos los enfermos y afligidos del mundo, hoy oímos un mensaje  contundente del libro del Eclesiástico (Eclo 35,15-22): “El Señor no es parcial  contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido”. Este mensaje es el que debemos anunciar como mensajeros del Evangelio.

Los textos bíblicos de este domingo nos dan, además, otra lección magistral de Jesús  acerca de la oración, como relación viva del hombre con Dios en la verdad. Jesús se  dirige hacia Jerusalén e instruye a sus discípulos y al mundo con un mensaje sobre  la oración cuya síntesis se encuentra en la sentencia final del evangelio: “todo el  que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lc  18,14b). Esta sentencia aparece otras dos veces en los evangelios (Lc 14,11; Mt  23,12) y con una variante aplicada a los niños en Mt 18,4. La frase se ha convertido  en proverbio gracias a su perfecta composición literaria, pues se trata de un  paralelismo antitético en forma quiástica, cuyo centro de atención lo ocupan los  humildes. Ante Dios y ante los demás no valen las apariencias, ni las  comparaciones con los otros, sino la más profunda verdad de cada uno. La  humildad es caminar en la verdad, decía la santa de Ávila.

El que se  humilla puede hacer referencia tanto al estado de humillación y explotación en  que se encuentran muchas personas como a la virtud de la humildad en cuanto  comportamiento adecuado a la voluntad de Dios en la vida religiosa y social.

Tanto los unos como los otros son escuchados por Dios en la oración para ser  rehabilitados por él, que es un Dios justo y en su justicia no es parcial contra el  pobre ni contra el humilde. De la oración de los pobres se ocupa el texto del  Eclesiástico revelando que las súplicas de los oprimidos y los gritos de los pobres  alcanzan a Dios, el cual no desoye los gritos del huérfano ni de la viuda, mostrando  así su justicia (cfr. Eclo 35,15-22). La Iglesia toma especial conciencia de su  identidad misionera en este día del Domund para comunicar al mundo entero que el  Dios de la salvación y de la justicia es el Dios que se enfrenta a los malhechores, que está cerca de los atribulados y salva a los abatidos (Sal 33) y que en Jesús de  Nazaret nos ha demostrado su prioridad indiscutible por los pobres y humildes de  nuestra tierra. Por eso los últimos de nuestra sociedad, los humildes y los  humillados, los que se abajan y los abajados, pueden encontrar en él consuelo y  esperanza. Jesús, humilde y humillado hasta la cruz, hizo visible en la historia la  cercanía amorosa y misericordiosa de Dios hacia los pobres.

Por su parte la parábola evangélica del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14) trata la  cuestión de con la cual se ilustra de modo formidable el aforismo final, de modo  que antes de llegar a la conclusión ya se percibe el mensaje de Jesús: el que se  humilla será enaltecido. Ante Dios y ante los demás no valen las apariencias, ni las  comparaciones con los otros, sino la más profunda verdad de cada uno.

Y ahí es  precisamente donde el publicano, a pesar de su mala conducta, como estafador,  corrupto o ladrón, se encuentra personalmente con su propia verdad y pidiendo misericordia y  perdón. Por eso su oración le valió la rehabilitación de parte de Dios y también su  oración fue escuchada en virtud de su humildad. Esta lección es válida para todos,  pues ante Dios hasta el más rico sigue siendo una criatura necesitada de Dios y de  su salvación. El paso necesario que debe dar todo ser humano para ser escuchado  por Dios es el de la humildad. El publicano era una persona pública, que se  enriquecía aprovechándose del dinero de los demás, en un sistema económico y  político que se lo permitía. Su redención empieza al tomar conciencia ante Dios de  su miseria moral y de su conducta injusta y corrupta. Ahí empieza su salvación, y el  elogio de su conducta no es por lo había hecho antes, sino por lo que a partir de  este momento nuevo ha empezado a hacer: tomar conciencia de su mal y pedir perdón.

Predicar este Evangelio es dar la posibilidad a todos de encontrar el camino de la  salvación. Esta es también la gran tarea misionera.

Si ayudamos a que los enriquecidos tomen conciencia  de su miseria moral y pidan perdón como el publicano del Evangelio,  empezará para ellos el camino de la redención que los conducirá a ser coherentes con la justicia de Dios que escucha siempre a los pobres, a los oprimidos y a los humillados.

Colaboremos con la Iglesia Misionera en este día, haciendo nuestra aportación económica para que la Iglesia siga cumpliendo su misión evangelizadora, apoyando a todos los misioneros y misioneras en especiales dificultades, y orando por todos ellos para la alegría del Evangelio sea siempre la fuerza imparable de su entrega.

Autor: José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura

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